Nuestro síndrome de país maltratado
Nuestro país es violento. Los puertorriqueños respiramos, sudamos, consumimos, verbalizamos y repartimos violencia. Diversas formas de violencia física y emocional contra el otro o la otra, constituyen parte de nuestro repertorio cotidiano de respuestas a situaciones que percibimos molestas o amenazantes.
En cualquier escenario, ya sea la familia, el trabajo, el vecindario, la escuela, la calle o la cama; cada vez con mayor frecuencia distintas manifestaciones de esa violencia se imponen a manera de reacción generalizada al descontento, frustración, coraje o la desesperación individual. Todo un entramado de violencia institucional, callejera y familiar nos envuelve, golpea y acosa diariamente. Ninguno de nosotros vive ajeno o puede pensarse inmune a su buena dosis de violencia cotidiana.
Dado que somos un pueblo tan violento, parecería contradictorio que, de otra parte, psicosociológica y culturalmente se nos describa a los puertorriqueños colectivamente como “aguantones” y tolerantes en cuanto a los abusos del autoritarismo institucional se refiere, o como “dóciles” para tomar prestada la conocida caracterización de René Marqués. Sin embargo, tal como demostró Erich Fromm en su ensayo El miedo a la Libertad, no existe ninguna contradicción entre ser violento de un lado y dócil de otro.
En Puerto Rico, ordinariamente, nuestra violencia es una que sólo ejercemos contra los más débiles. Excepto en contadísimas y honrosas excepciones históricas, nuestro recurrir a la violencia no constituyen actos de heroísmo. Todo lo contrario; nuestra violencia es una violencia cobarde, abusadora. Es una violencia que se ejerce selectivamente contra quienes consideramos más vulnerables e indefensos dependiendo de las circunstancias; sean niños, mujeres, ancianos, inmigrantes o civiles desarmados. No suele ser el nuestro el honroso puño que se alza para defendernos del más fuerte, sino el golpe indecoroso del que ataca al más débil. Y como en una colonia no es muy difícil identificar quiénes son los más fuertes y quiénes los más débiles; se trata casi siempre de una violencia que como pueblo dirigimos contra nosotros mismos, nunca contra el opresor. Es violencia autodestructiva. El típico comportamiento de los colonizados, conforme lo describen en sus tratados clásicos, Fanon, Memmi y el propio Marqués.
Por lo tanto, podemos ser simultáneamente extremadamente violentos, y a la vez aguantones. Cuando tenemos poder o ventaja solemos ser violentos y proactivos, y cuando nos consideramos víctimas, somos tolerantes y pasivos. Para defendernos de quienes nos abusan, solemos ser retraídos incluso en cuanto a manifestar mera indignación.
Lo cierto es que las dinámicas victimario-víctima no son asunto sencillo. Los estudiosos de estos fenómenos, han demostrado que cuando se generan situaciones de abuso y maltrato, con inaudita frecuencia las víctimas reproducen, justifican, se acomodan y aceptan su situación de subordinación. En el ámbito doméstico, a menudo tales situaciones se distinguen por el hecho de que una vez suscitado un incidente de violencia o amenaza real de violencia, física o emocional, se suelen producir momentos posteriores de calma y reconciliación, donde la víctima mantiene la falsa esperanza de que todo se compondrá y que será respetada en el futuro, tras el mentido “arrepentimiento” de su victimario. Lo triste es que el ciclo de violencia-perdón-violencia, de ordinario vuelve a repetirse, cada vez con consecuencias potencialmente más severas y ofensivas a la integridad física y emocional de la víctima, que permanece encerrada en la trampa de esa puerta giratoria.
Cuando la víctima de maltrato se queda atrapada en ese ciclo sin poder romperlo, suele configurarse el llamado síndrome de la mujer/niño/persona maltratada. El mismo, se caracteriza por el hecho de que la víctima se siente que la situación es su culpa, pues carece de habilidad para identificar la violencia como un asunto de génesis externa a ella. La víctima también teme por su seguridad, su estabilidad y su capacidad y la de los suyos de subsistir fuera de la relación de poder-dependencia que mantiene con el opresor. La víctima internaliza la creencia de que el victimario es omnipresente y omnisciente, y que nunca habrá forma de detenerlo, por lo que es mejor someterse, aguantar y no contrariarlo. Se aguanta el abuso, fundamentalmente por la combinación de la pérdida de auto-estima y del sentimiento de impotencia y desesperanza frente al mas poderoso. Además, se “racionaliza” que “todos los de su naturaleza son iguales”. Todo ello imbuido por las circunstancias de un antigua relación afectiva, y de unas ilusiones de vida que a la víctima le cuesta aceptar que nunca se concretarán. Por su parte, la víctima puede repetir la violencia de la que es objeto contra otros más vulnerables a su alrededor, generándose círculos viciosos que se repiten una y otra vez.
Cuando, en tales circunstancias, una víctima como producto de su terror pierde las esperanzas de encontrar una salida, y opta por atacar premeditadamente al victimario a los fines de quitarle la vida como única forma de romper el cerco de maltrato; el derecho criminal reconoce el concepto del síndrome de la mujer/persona maltratada como una defensa a la responsabilidad penal de esa víctima por ese hecho. Se entiende que su reacción violenta constituye una modalidad de defensa propia. En tales casos se permite por los juzgados que la víctima presente evidencia de su historial de víctima de maltrato, para así justificar su acción vengadora como el producto de un estado temporero de perturbación mental ante su desesperanza, que le lleva a pensar que la única salida que tiene para acabar con su situación de maltrato continuo es dar muerte al opresor. Así en casos particulares, el síndrome de la mujer maltratada ha prevalecido como un eximente de responsabilidad penal cuando aquella decide atacar a su victimario para prevenir un nuevo ataque.
Desde ese punto de vista cabría preguntarnos si nuestra propensión a la violencia como pueblo contra nosotros mismos, y a la vez nuestra tolerancia y enfermiza docilidad colectiva hacia los que institucionalmente nos abusan, no podría considerarse a estas alturas como una especie de síndrome de pueblo maltratado. Veamos.
No hay duda de que, como país, vivimos aferrados a un sistema colonial donde la metrópolis nos domina, y se sirve y abusa descaradamente de nosotros, a la vez que ignora nuestros anhelos de una vida mejor. Al respecto, nuestro sentimientos de inferioridad y de dependencia ante tan poderoso victimario nos hace pensar que nuestra única alternativa de vida, es vivir en “unión permanente” a Estados Unidos. Por tal razón, como electores, vivimos atrapados en un ciclo de maltrato continuo por parte de antiguos “enamorados” políticos, que monopolizan un bipartidismo a la norteamericana, y que nos prometen solucionar nuestro problema de subordinación colonial a la metrópolis mediante arreglos de unión permanente donde se nos respete, y finalmente se nos trate con dignidad.
De tal modo, los dos partidos que se han alternado la administración de la cosa pública en Puerto Rico durante los últimos 44 años, sienten que nos tienen secuestrados, pues sólo ellos ofrecen alternativas de unión permanentemente a Estados Unidos. No obstante, una y otra vez nos timan y nos abusan luego de volver a confiar en ellos.
A nuestra clase gobernante sólo le interesa valerse de nosotros para su propio beneficio, y el tratar de mantenernos controlados, para poder seguirnos oprimiendo, manteniendo siempre el status quo. Para ello, continuamente nos hacen sentir incapaces de sobrevivir sin estar dependiendo de sus favores, de sus relaciones con la metrópolis y su control de las fuentes de dinero. Sentimos que somos nosotros los culpables: “el puertorriqueño es vago, desordenado, puerco, dejao”. Nos hacen sentir miedo por nuestra estabilidad y seguridad, y la de nuestros hijos: “La ciudadanía americana, ¿qué nos haríamos sin ella?” De vez en cuando incluso nos aporrean y caen literalmente a patadas como el reciente caso de los estudiantes universitarios. Sin embargo, llegamos a pensar que no los podemos dejar pues son omnipotentes y omnipresentes. Tienen definitivamente el sartén por el mango. Además, “todos los políticos son iguales”. De nada vale romper el ciclo de nuestro maltrato colectivo. Somos incapaces de hacerlo, no hay esperanzas de cambio.
Similar al síndrome de la persona maltratada, como país igualmente seguimos perdonando el maltrato, ya sea con la falsa esperanza de que llegue el día en quienes nos gobiernan enmienden sus conductas y nos respeten de una vez, o por el simple sentimiento de baja auto-estima, desesperanza, impotencia y de falta de alternativas, que colectivamente nos arropa. Mientras tanto, el “hogar” se derrumba y se torna cada vez mas angustiante y asfixiante la vida en ese estado de continua tensión, a la espera de cuando vendrá la próxima bofetada, el próximo insulto, irrespeto, menosprecio, burla, acoso o la paliza. Igualmente nos desquitamos nuestra rabia y frustraciones con aquellos más débiles a nuestro lado y actuamos de forma autodestructiva.
La literatura especializada ha identificado cuatro elementos que suelen estar presentes en el tipo de situación de síndrome de personas abusadas, en las que se genera una incomprensible admiración de las víctimas por sus cautivos. El fenómeno ha sido bautizado como el síndrome de Estocolmo en referencia a los sucesos que tuvieron lugar en esa capital europea el 23 de agosto de 1973, cuando varios rehenes que permanecieron cautivos, secuestrados por varios asaltantes de banco; luego generaron sentimientos de afecto hacia los asaltantes e incluso los defendieron. Se han identificado como elementos que propician esa conducta aberrante los siguientes: 1) percepción de una amenaza creíble de riesgo contra la supervivencia física o psicológica; 2) la presencia de pequeños gestos de aparente amabilidad por parte del abusador hacia la víctima; 3) la falta de acceso a cualquier otra perspectiva para interpretar la situación que no sea la del abusador; y 4) la percepción de incapacidad propia para poder escapar de la situación a salvo.
Si consideramos todo lo anterior, podemos concluir que definitivamente se configura en nuestro caso lo que podríamos bautizar como un síndrome de pueblo maltratado. Durante medio siglo, de forma generalizada y claramente mayoritaria, reproducimos sentimientos de dependencia y admiración ciega de lo norteamericano como algo superior a nosotros, mientras permanecemos rehenes de una clase gobernante segura de que nos mantiene secuestrados por ser los representantes exclusivos de esa franquicia. De otra parte, cada día con mayor fuerza nos desquitamos nuestra desesperanza contra nosotros mismos en acciones autodestructivas, sintiéndonos incapaces de romper las ataduras con al opresor.
Dicen los expertos en violencia doméstica que, por su parte, los victimarios actúan tan agresivamente y con tanta arrogancia porque necesitan ocultar sus propias inseguridades, complejos, carencias, y por su miedo a perder el control de ese otro sometido, al que consideran su inferior. Similares señalamientos hace Fromm en el contexto del surgimiento del fascismo Nazi.
De igual modo, en el contexto socio-político puertorriqueño, no es de extrañar, que nuestra abusiva clase gobernante viva llena de inseguridades, carencias y complejos, cuando pretenden ser grandes hombres y mujeres de estado, en una obsoleta colonia, que cada vez más controla menos su propio destino; y cuando pretenden ser tratados como iguales por la metrópolis, tristemente reconociéndose ellos distintos y también sintiéndose inferiores y menos que aquellos. Ese complejo de inferioridad los hace proclives al abuso de poder y a querer mantener control absoluto de sus subordinados.
Dicha característica ha aflorado de forma prístina con la actual administración de Gobierno que, cada vez con mayor agresividad, va cercenando los pocos espacios de democráticos que nos quedaban, a través de su asalto al sistema electoral, el Tribunal Supremo, la Universidad, los derechos individuales como la fianza, y la eliminación de aquellas instituciones que sirven de freno a su totalitarismo como el caso del Colegio de Abogados; entre otras. Ahora pretenden enmendar el Código Penal para limitar la posibilidad de protestas públicas frente a la Legislatura y otros edificios públicos; entre otras barbaridades. Paralelamente, como pueblo, en nuestra inmensa mayoría permanecemos inmóviles, mientras nos tragamos la agonía de todo ese abuso institucional dentro de nosotros.
¡Pero, cuidado! Porque tampoco será de extrañar el que, como en los casos del síndrome de la persona maltratada, los hijos e hijas de este pueblo victimizado, al carecer de salidas al cerco del maltrato, en su desesperanza; decidan apuñalarle a los opresores sus cebados vientres, mientras le declaran su amor al oído.