Obsesiones bibliotecomaniáticas
Lo próximo describe una pasión que considero afortunada y que me ha llevado, como a tantos iniciados, a experimentar una felicidad muy especial entre montones de libros. Esto lo he vivido tanto en mi biblioteca personal, la cual comencé a nutrir hace ya muchas décadas, como en otras bibliotecas – múltiples – en las que he estudiado y me he recreado.
¿Qué puede ser más importante que una biblioteca? ¿Qué puede apasionar más? En ella se encuentra todo y lo que no está en ella, no existe, o no merece que le prestemos atención. Según lo escribió con precisión envidiable uno de los grandes bibliotecómanos de todos los tiempos, bibliomaniático paradigmático, Jorge Luis Borges, en su naturalmente exhaustivo relato “La Biblioteca de Babel”, “la biblioteca es total”.1 Fuera de ella, ¿qué podría haber sino un inmenso vacío en el que andaríamos aún más desconsolados de lo que estamos? Por cierto, prefiero el término bibliotecomaniático ante el de bibliotecómano, porque cuando se nace con la condición la manía priva sobre la aficción. Soy consciente de que podría tratarse de neologismos, como no lo es el término bibliómano, que designa a alguien obsesionado con los libros, pero no necesariamente con las bibliotecas. Aunque, a decir verdad, hay muchos bibliómanos que son bibliotecómanos o, como ya he sugerido, cuando recaen en esta particular patología que celebro en estas líneas, bibliotecomaniáticos. ¿Han entendido? Quizás no.
Las bibliotecas transforman, impactan, son un instrumento de bien, ciertamente, pero como con todo lo que consideramos importante, se trata de un asunto de vocación personal. Desde luego, no se debe obligar a nadie a caminar por los largos pasillos que caracterizan a algunas bibliotecas y que le meten miedo a los bibliotecofóbicos, otro posible neologismo que no deberíamos perder de vista en estos tiempos inalámbricos de libros electrónicos. Si se camina entre millones de libros, acompañado por los fantasmas en que se han convertido miles y miles de escritores que en su día también gozaban de tales placeres, se debe hacer valiente y atrevidamente, según narra el para ustedes, y para casi todo el mundo desconocido, Ben Merriman, quien nos cuenta cómo se paseaba felizmente por los interiores de una de las grandes bibliotecas de Estados Unidos, la Joseph Regenstein de la Universidad de Chicago. Claro, una biblioteca como aquella intimida pues nos sugiere que todo lo que podamos escribir, o todo lo que podamos leer, que es más que lo anterior si se es responsable, no representará nada aun ante un anaquel medio vacío de alguna disciplina sobre la que se haya escrito todavía muy poco, o que todavía no haya suscitado mayor interés.
¡Qué poco sabemos! Por esta razón una biblioteca es el lugar ideal para adiestrarse en las batallas que agobian nuestros pechos entre la vanidad y la humildad. Lo que no impidió que algún domingo en la mañana de los que habituaba pasar allí, al sentir que caminaba y caminaba entre aquellos estantes y no se encontraba a nadie, Ben Merriman decidiera gritar a todo pulmón “¡Yo importo!”.2 A mí no me extraña en absoluto que haya gritado, y desconsoladamente estoy seguro, porque se sentía trágicamente insignificante frente a aquella inmensa cantidad de esfuerzos por alcanzar la sabiduría, que no es otra cosa lo que los bibliotecomaniáticos experimentamos cuando entramos en uno de estos antros extraordinarios. Uno se siente como el Stephen Daedalus de James Joyce, pero sin los capítulos que el irlandés ya había escrito de su Portrait of an Artist as a Young Man, cuando expresa que era consciente de que nunca sería más que un tímido huésped en la fiesta de la cultura del mundo (shy guest at the feast of the world’s culture).3 Concluyendo su artículo, Merriman añade lacónicamente que su voz desapareció sin ningún eco. Pero, ¿qué esperaba? Apenas comenzaba a caminar, y según lo dice Borges, “la Biblioteca es interminable”.4
Pese a lo anterior, aquel grito, “I matter”! debe interpretarse también como una expresión de felicidad, ¡cómo no! ¿Qué podía echar de menos en aquel momento? A su disposición tenía tres, cuatro o cinco millones de libros con todos sus saberes. Nada podía ofrecerle un horizonte tan amplio, aun si viviera incontables veces, aun si contara con recursos inimaginables para hacer realidad sus más imposibles sueños. Porque, según todo bibliotecomaniático serio que naturalmente reniega de libertades triviales que no reconocen la obligatoriedad de convertirse en esclavo del conocimiento, ¿qué puede ocupar un lugar más importante en el ser humano que la abundancia exaltante de saberes que se encuentran apiñados en una buena biblioteca?
Y si es así, ¿qué tarea le puede ser más atractiva que el esfuerzo por explicarse con lujo de detalle y valiéndose de la mayor cantidad de libros, qué es lo que hace que las cosas sean lo que son; o dedicarse apasionadamente a averiguar por qué no se debe actuar de ciertas formas; o a investigar por qué es conveniente en algunas ocasiones cantar apasionadamente; o a enterarse sobre cómo fue el principio, qué fue lo que motivó y por qué en el proceso ocurrió lo que ocurrió; u obsesionarse con ver, aunque sea de lejos según Moisés divisó la tierra prometida, cómo es que cada uno de los miles de detalles con los que cuenta la realidad se ampliará hasta que no tenga más alternativa que contraerse para llegar a ser lo más pequeño posible, para luego regresar a los comienzos y volver a ampliarse como acordeón que se distiende?
Para todas estas interrogantes tiene toda biblioteca múltiples maneras y maravillosas respuestas y nada debería preocuparnos más a nosotros los seres humanos que habitar en ese mundo en el que cada libro nos reitera el drama que el conocimiento humano ha vivido a través de todos los tiempos, porque de esto es de lo que se trata. En una abundante biblioteca está el sentido de todo. Eco lo expresa muy bien cuando escribe que “si Dios existiera sería una biblioteca”.5 ¿Qué otra cosa hubiera podido ser?
Según adelanté recatadamente, a una biblioteca no le interesará la cotidianidad y hace bien en reiterárnoslo cuando permanece distante y fría. Tampoco le inquieta la sobrevivencia inmediata, ni el cumplimiento puntilloso con los compromisos de todos los días. No. La biblioteca, que es donde está, repito, todo lo que se ha querido saber a través de los siglos, lo que se cree que se sabe en la actualidad y las infinitas listas de asuntos y temas que se espera poder llegar a saber en el futuro, conduce a quienes viven entusiasmados con ella a cultivar un orden de prioridades, un catálogo si se quiere, que solo le es fiel al crecimiento desmesurado de ella a través de la incorporación de más y más libros que reiteren la extraordinaria aventura que ha sido, es y será esto del querer saber más.
Tiene mucha razón el bibliotecario Borges cuando nos da a entender que fuera de la biblioteca no hay nada.6 ¿Cómo iba a ser de otro modo? La biblioteca lo es todo porque en una biblioteca se encuentra todo el conocimiento. Quien averigua esto, como lo hizo Borges y por ello se convirtió en bibliotecario, necesariamente postula que es a ella a quien se le tiene que dedicar la vida, los años, los meses, los días y las noches, y hasta los domingos por la mañana, que es cuando Ben Merriman, un doctorando que todavía no ha llegado a famoso, debió tener aquellos inmensos anaqueles en los aún más inmensos e interminables pasillos, requeterepletos de libros, solo para él.
¡Pero cuidado! Acá entre nosotros y casi en voz baja debo avanzar a señalar que los bibliotecómanos o bibliotecomaniacos somos objeto del acecho de un mortal enemigo, que, como cabe esperar, con mirada turbia, siempre sospechosa, indiferente a nuestra gran pasión, a fin de cuentas intolerante, nos observa para denunciarnos. Es nuestro gran enemigo, o en el caso mío, mi gran enemiga, nuestra némesis, la mía y la de todo bibliotecomaniático. Merriman no menciona la suya en su artículo, pero debió haberla tenido presente porque ¿quién se va un domingo por la mañana a otra biblioteca que no sea la que ha construido con sus propias manos, acumulando placenteramentte libro tras libro, si no se trata de alguien a quien le recuerdan con demasiada frecuencia que si compra un libro más se le pondrá fin a la relación?
“Ya no caben. Ni tan siquiera uno más. Y el dinero gastado en ella. Y el que sigues gastando. ¿Cuántas cosas no se hubieran podido haber comprado con él? Es dinero perdido y nadie, absolutamente nadie va a pagar por uno de esos libros lo que tú gastaste, ni la mitad, ni un cuarto, ni hasta el diez por ciento. Los van a vender a dólar en alguna librería venida a menos. O peor, los van a regalar en Libros Libres, allí en Santurce, cerca de la Ciudadela, donde hay tres o cuatro cajas plásticas en las que se regalan los libros de gente como tú, locos, bibliomaniáticos, que gastan los chavos de tal forma sin saber lo que hacen. ¿Tú te crees que a alguien le va a interesar leer todos esos libros viejos?”. Como otro bibliomaniático, Lawrence Douglas, yo también he prometido que no compraría más libros hasta tanto los revisara todos y eliminara los que en realidad no son necesarios, pero el esfuerzo ha sido inútil.7
Y el polvo que allí se concentra, o el hongo, o el moho…, ha expresado la compañera de Lawrence, como se me ha dicho a mí en voz baja, en voz moderada o levantando paulatinamente la voz hasta casi perder la calma al observar mi rostro impasible, poco atento a lo que se me dice y más bien orientado al espléndido espectáculo de tablillas de libros que me siguen entusiasmando con la posibilidad de dar con el libro que se busca, aquel libro, que al abrirlo algún día me ofreciera el catálogo de catálogos, según Borges indica que podría ser el tan buscado libro.8
“¿Pero por qué tantos libros? Si con dos mil o tres mil bastaría. El resto no lo vas a leer nunca. ¿Cuánto tiempo te crees que necesitarías para leer cada uno de esos libros? Si lees, como alegas, 30 páginas por hora y supongamos que te pasaras ocho horas al día leyendo libros, que jamás lo haces y cada libro supón que tiene 240 páginas, pues cada día podrías leer un libro, pero hay días de trabajo, en los que te la pasas en reuniones y no leyendo. Además hay días de vacaciones en los que te vas a comprar más libros y no lees absolutamente nada. Y hay que descontar los sábados también y bastantes domingos en los que te dedicas a revisar catálogos en línea. Además también hay montones de libros que tienen muchas más de 240 páginas. Esos libros de economía, que no sé cómo es que has ido adquiriendo tantos, o los de ciencias, pues ¿cuándo los lees?, y ¿los usas para alguna clase o conferencia?, todos esos tienen muchas más de 500 páginas. Pero ponle que leas trescientos libros al año, cuando sabemos que lo que realmente lees son uno o dos a la semana en tiempo lectivo, pero te concedo que de vez en cuando de los finitos lees dos en una semana. En realidad quizás lees cuando mucho, 75 libros al año, pero por compasión digamos que lees 300. En los próximos diez años leerás 3,000, más o menos una tercera parte de lo que ya tienes. Para leerlos todos, suponiendo lo de los 300, que es falso, pero te lo concedo por aquello de los que ya has leído, necesitarías, si suspendes la compradera ahora mismo, aunque sé que estás loco por sentarte frente a la computadora para ordenar otro en Amazon y no vas a dejar de comprar y de acuerdo a los recibos que antes guardabas para las contribuciones sobre ingreso, que ya hoy ni eso, compras como 150 todos los años, para leerlos todos pues necesitarías los próximos treinta años, pero como en el proceso vas a comprar 4,500 más probablemente necesitarás más de treinta años, lo que significa que vas a tener que vivir más de cien años, pero de todas formas te vas a quedar ciego antes, además de empobrecido. Además las matemáticas son claras: si compras más de lo que lees no hay forma de que puedas leerlos todos, ni de lejos. ¡Llévatelos para la oficina!”. (Si supiera que en la oficina ya no cabe uno más….)
Pero entonces, como para culminar la denuncia, nos dicen: “Oye, por cierto, debes tener una buena cantidad de libros repetidos, que cuando sacas de la bolsa el que acabas de comprar, con ese placer que se te nota en la cara, vas a insertarlo junto a los del mismo tema, o periodo histórico, descubres que ya allí existe el mismísimo ejemplar que no haz vuelto a tocar desde que lo incorporaste valiéndote de la misma ceremonia. ¿Cuándo fue la última vez que los catalogaste? Me consta que dejaste de catalogarlos hace como veinte años. Aquellos que están allá arriba, a los que apenas llegas con la escalera de cinco metros que te copiaste de la pintura de Spitzweg y de la foto en blanco y negro de Max Planck, ¿sabes de qué son? Desde aquí no se pueden identificar sus títulos. Y eso, que esos están bien acomodaditos. Pero y los de aquella esquina, que están como al revés. Su lomo mira hacia adentro. ¿Sabes de qué son?”.
“Específicamente, no, pero mmm están en la sección de…, bueno…”, respondemos pretendiendo una certidumbre que más bien revela que estamos perdidos en el espacio. (Si supiera que en más de una ocasión compro libros que sé que tengo, pero como no doy con ellos y los deseo leer, pues no faltaba más).
¿Pero cómo explicar que cuando se creen que tenemos libros repetidos no es así? No se trata de los mismos libros. Otro bibliomaniático estadounidense, el profesor Joel J. Gold, ha confrontado su némesis, insistiendo en que uno posee variadísimas copias del mismo libro por diversas razones.9 Soy un buen ejemplo de algo que les ocurre a menudo a los iniciados. A mí con el pensador alemán Friedrich Nietzsche, por ejemplo. No es lo mismo leer la traducción de sus obras al castellano por Eduardo Ovejero y Maury que las traducidas por Andrés Sánchez Pascual. Además en alemán, hasta la edición de las obras completas por Colli y Montinari, la más confiable de las ediciones eran los tomos editados por Karl Schlecta, que ciertamente había que leer con mucho cuidado. Pero resulta que las traducciones al inglés de Walter Kaufmann en los años sesenta eran ediciones con unas notas valiosísimas que por fin sacaban al pensador alemán de la órbita del nacional-socialismo. Como cabría esperar, analizado desde la perspectiva de un estudioso concienzudo, naturalmente guardo estas obras, no por sentimentalismo, sino por el valor de sus comentarios. No es pues puro capricho que tenga cinco copias de casi todos sus textos. Una en traducción de Ovejero y Maury, otra traducida por Andrés Sánchez Pascual, la edición de Karl Schlecta, la edición Colli-Montinari y las traducciones al inglés de Walter Kaufmann.
¿Pero cómo se me puede criticar esto? Es evidencia de rigor, de disciplina, por lo menos de constancia. Algo similar me ocurre con tantísimas obras en idiomas que no conozco o que no han tenido sus buenos traductores. Cuánto no me he tardado en dar con una buena traducción de las novelas y cuentos de Dostoyevski, por citar a alguien conocido. A veces sus traducciones al castellano son hechas desde el inglés o desde el francés y su traductor-traidor ha hecho una chapucería. Entonces es preferible leerle en inglés, pero en ocasiones estas son igual de oscuras, hechas a la ligera y desde otro idioma que no es el ruso. Así que de Crimen y castigo debo tener seis traducciones. De los autores del patio tengo también múltiples ediciones. ¡No faltaba más! Las dos que tengo de El país de cuatro pisos no son iguales. Me fue imprescindible comprar la séptima, revisada y aumentada, pero qué iba a hacer con la primera, de 1980, ¿botarla? Allí en los márgenes se recogen mis primeras reacciones a aquel texto que tanto reveló. De Insularismo tengo como cinco ediciones: la primera que leí, dos de dos Obras Completas distintas, la anotada por Tomás Blanco, edición de Mercedes López Barralt, y otra bellísimamente encuadernada que me regalaron unos estudiantes. De las distintas crónicas y novelas de Edgardo Rodríguez Juliá poseo también diversas ediciones. Es justo. Algunas están demasiado anotadas y apenas se pueden leer. Por lo tanto me he visto obligado a comprar nuevas ediciones cuando incluyo su lectura en algún curso. Un bibliomaniático no puede perder de vista tales consideraciones.
Supongo que buscar la traducción o la edición correcta de un texto importante en la vida de uno, ¿y cuál no lo es?, conduce a la compra de más libros, aunque en la casa se vayan extinguiendo los espacios “bibliotecabiles”, otro neologismo clave en la vida de un amante de las bibliotecas. Ahora me explico por qué a la muy importante intelectual puertorriqueña Nilita Vientós Gastón nunca le pasó por la mente casarse. Decían quienes la visitaban, precisamente para hablar de libros y cómo dejándose llevar por estos se podía arreglar el mundo, que su casa era, estrictamente hablando, una biblioteca. Allí había libros por doquiera; debajo y encima de mesas y sillas, tocadores y sofás, en la cocina, en todos los dormitorios, y en los baños ni se diga. Su obsesión con los libros era proverbial. Su casa no era una vivienda en la que había muchos libros; se trataba de unos libros que astutamente se habían adueñado de la casa de, ¿quién sino?, una bibliotecomaniática generosa, para protegerse no solo del paso del tiempo, sino sobre todo de la indiferencia de aquellas y aquellos que no reconocen lo que las bibliotecas han significado desde que los seres humanos comenzamos a coger en serio esto de entendernos a nosotros mismos con razones. ¿Pero qué hubiera sido de Nilita si se hubiera casado con un bibliomaniático como ella? ¿Qué hubiera sido de sus vidas? ¿Qué es de la vida de los bibliomaniáticos que conviven? ¿Disfrutarán de una felicidad perfecta? ¿O vivirán en guerra perpetua peleando por no ceder una pulgada, como generales de guerras antiguas?
Los primeros Ptolomeos, quienes se beneficiaron de las conquistas de Alejandro el Grande, debieron haber sentido la piquiñita bibliotecomaniática porque además de invitar estudiosos de todo tipo a que se fueran a vivir a las orillas del Nilo en aquella Alejandría mítica, ordenaron que allí mismo se coleccionara la “totalidad de la literatura griega en las mejores copias posibles y su clasificación y comentario”, según escribió Svend Dahl.10 Había habido grandes colecciones de libros, como la de Aristóteles, que fue a parar allí también, pero nada como la que Ptolomeo I y Ptolomeo II, parientes de la más conocida Cleopatra, más amiga de serpientes que de libros, le legaron a la humanidad. Los Homeros, Safos y Platones de este mundo probablemente no hubieran llegado hasta nosotros sin aquella Biblioteca de Alejandría y sus adictos bibliotecomaniáticos, como el poeta Calímaco. Este debió haber sido eternamente (sic) feliz catalogando los cientos de miles de rollos que se acomodaban en cajones. Los libros como los conocemos hoy no se habían inventado y los conceptos de tablillas, libreros o estantes le era desconocido.
Fue sin duda un complot bibliotecofóbico lo que llevó a las tropas de Julio César a destruir una parte de aquella biblioteca cuando conquistó la ciudad de Alejandría en el 47 antes de nuestra era. Se comenta que para compensar la destrucción el otro amante romano de Cleopatra, Marco Antonio, le envió 200,000 rollos, o libros, procedentes de la menos recordada Biblioteca de Pérgamo. Esta sería la otra gran biblioteca de la Antigüedad, fundada por Atalo I posiblemente cien años antes de aquel regalo que, para todos los efectos, parece que le puso fin a su existencia.
Quienes se encargaron de destruir y enterrar final y totalmente la de Alejandría serían los cristianos, guiados por el arzobispo Teófilo de Antioquía. Una vergüenza que al día de hoy debería ruborizar a todo creyente. Aunque quizás fue la conciencia del incomprensible crimen lo que llevaría a otros cristianos como Casiodoro y San Benito, a crear monasterios que se conocerían sobre todo por sus sendas bibliotecas. En lo que no nos podemos imaginar que fuera una directriz punitiva, los discípulos del segundo, los benedictinos, tenían que dedicar su tiempo libre a la lectura.
Monjes irlandeses, andando de un lado a otro por los peligrosos caminos de Europa propagarían la bibliotecomanía. Bocaccio padeció de ella. Dicen que lloró cuando observó la herencia de San Benito en Monte Cassino. Otro que la sufrió intensamente fue Petrarca, quien es considerado por algunos como el santo patrón de los bibliotecómanos. Se aseguraba siempre de saber qué libros valiosos podía adquirir en los lugares que visitaba. Muchos son los que compartieron la obsesión en aquel Renacimiento italiano que tanto tuvo que ver con las bibliotecas que se iban organizando a raíz de la incorporación de Grecia al mundo musulmán, pero no los podemos mencionar a todos. Sin embargo, no sería justo obviar a Poggio Bracciolini, quien rescató el Rerum Natura de Lucrecio y cuyo nombre se vincula a bibliotecas medievales legendarias como las de los monasterios de Sanct Gallen y Fulda.
Se tiene que insistir en que ya hace más de dos mil años, se sabía que el conocimiento humano necesita de esfuerzos apasionados y obsesivos, de un espíritu avasallador que no pida excusas ni se rinda. El conocimiento no se conserva ni se amplía librito a librito, que es como la mayoría de la gente, equivocadamente, se acerca a los saberes cuando todavía tiene ideales y asisten a algún tipo de institución educativa. Pero de ese modo, con un librito aquí y un librito allá, no se construye conocimiento, ni se sabe de algo como se tiene que saber, con amplitud y profundidad de modo que se pueda especular valientemente. ¿Pero con un librito? ¿Qué se puede alcanzar mediante un librito? Así quizás se sacan mejores notas y hasta posiblemente se hacen mejores exámenes, pero bajo ninguna circunstancia se saborea la fruta prohibida del árbol del bien y del mal. Para esto se necesita una biblioteca y una biblioteca ambiciosa, que aspire a crecer, que no se dé por vencida, que le reclame a su dueño que no deje de leer a toda hora y que cuando no pueda, que el tiempo se lo dedique a conseguir más libros. Un librito aquí y un librito allí acaban en la basura; nadie los respeta. Los sacan fácilmente de circulación, pero botar diez mil libros de una casa o cientos de miles de una biblioteca venida a menos, ¡un descaro!, o millones de un sistema de bibliotecas universitario, ¡un crimen!, esto cuesta trabajo porque da vergüenza. Se lo encargan a gente que no están al tanto de la tarea que les espera y que ni tan siquiera sospechan. Cuando toman conciencia de lo que les toca hacer, ¡botar unos libros!, ya es muy tarde y no tienen más alternativa que llevarla a cabo. Pero si pudieran, aun los menos ilustrados lo evitarían.
¿Pero qué viví yo o qué me ocurrió a mí para que acabara haciendo tan fanáticamente la apología del espíritu bibliotecomaniático? El asunto es personal, pero tengo que aludir a ello, si me lo permiten. Desde luego, no pretendo competir con aquel bibliotecomaniático de galones, como Borges, que fue el recién fallecido Umberto Eco. Cuántas historias habrá escrito sobre sus libros que todavía no hemos leído. Debió haber sido un bibliotecomaniático desde antes de entrar a la universidad y sería esta obsesión lo que le llevaría a estudiar la estética del dominico Tomás de Aquino. Nadie que no ame con pasión las bibliotecas puede dedicarse en su juventud a estudiar un filósofo medieval que vivió para escribir tratados teológicos. Con la extraordinaria descripción que hace de la biblioteca que pronto se convertirá en cenizas en su inspiradora novela El nombre de la rosa, ya tenemos para reconocer su sensibilidad para el asunto. Su protagonista, Guillermo de Baskerville, llora por aquella biblioteca y hasta leemos cómo un monje comienza a comerse un libro. “Para aquellos hombres… la biblioteca era al mismo tiempo la Jerusalén celestial y un mundo subterráneo situado en la frontera de la tierra desconocida y el infierno. Estaban dominados por la biblioteca, por sus promesas y sus interacciones. Vivían con ella…”.11 Solo un bibliotecomaniático hipersensible, como los somos los que pertenecemos al gremio, hubiera podido escribir esto.
No sé qué vino primero si la muy ordenada biblioteca del licenciado Víctor Pons, sita al lado del Teatro San Rafael en Cayey, o un chinero viejo que mi madre y mi padre me pasaron al cuarto donde dormía cuando ellos compraron un juego de comedor más actualizado. Debían de haber sospechado que a sus diez u once años su hijo mayor ya quería una biblioteca suya, propia, personal. A los catorce, ya debidamente conscientes de que lo que sumía en el silencio durante largas horas a este era un entretenimiento que les parecía inocuo, me regalaron un mueble grandísimo, con tablillas de caoba y gavetas de formica, donde llegué a acomodar cientos de libros. Fue un salto cualitativo impresionante pues en el chinero solo había podido guardar algunas docenas de volúmenes. Y cuando ellos me permitieron, más o menos en la misma época, pertenecer a los clubes de libros Doubleday y Book of the Month, ya no había vuelta atrás pues la bibliotecomanía comenzaba a ejercerla ordenando libros todos los meses, libros que se iban adueñando del librero y se subían por un ropero de teca y se metían por debajo de la cama y luego salían por un gavetero hasta que llegaba el día de la limpieza y tenían que amontonarse sobre el escritorio, en el cual ya apenas había espacio para hacer las insoportables, por poco librescas, asignaciones.
Recuerdo la biblioteca del licenciado Víctor Pons, padre, abogado tanto de mi abuelo como de mi progenitor, porque además de haberla visitado alguna vez con el Viejo, yo caminaba justo por el frente de su despacho, abierto de puerta en puerta en un Cayey desprovisto de aires acondicionados, cuando ya en aquella época, todavía imberbe, iba en busca de algún buen amigo que vivía en el segundo piso del inmueble, o a visitar otros amigos que vivían más lejos en un barrio que se conocía, dependiendo de con quien hablaras, como El Pope o El Hoyo. También la recuerdo cuando ya concluidas las misas de aguinaldos íbamos a comprar el pan a una panadería cercana, conocida como la de la Marina, con el cual nos presentábamos en el hogar de alguna familia alegre que nos abría la puerta para que desayunáramos después de cantarles varios villancicos desentonados, sobre todo si yo cantaba, pues, según decía el director del coro, también bibliotecómano y quien me rechazó como miembro, no tenía oído, aunque tener oído era, a mi entender ahora y entonces, un asunto medio disparatado.
Los libros del licenciado Pons eran sobre derecho y como cabía esperar parecía caracterizarles un estricto orden. La secretaria, mujer discreta que yo conocía también por ser la madre de algunas amigas mías, era quien los extraía de las tablillas y se los pasaba a él, quien entonces los manejaba encima de una inmensa mesa, que no era su escritorio, según descubrí alguna vez cuando estuve de visita. Los consultaba con la tranquilidad que parecía caracterizarle. Luego, tras reflexionar brevemente, escribía algunas notas en una libreta y los empujaba hasta una esquina de la mesa de donde la secretaria los recogía para devolverlos a su lugar. Sabía esto porque muy a menudo los observaba desde el pedregal que había en los terrenos de la iglesia parroquial al cruzar la calle, sin que, según creía, nadie me veía.
Pero contrario a la alegría que me causaba mirar a la distancia de cincuenta pies la del licenciado Pons, nada me frustraba más que la mísera biblioteca del colegio en el que yo estudiaba. Cierto es que cada salón tenía su librero con veinte o treinta volúmenes, pero lo que las monjas y los curas llamaban la biblioteca era otro salón de clases con seis o siete de aquellos mismos insignificantes muebles que alcanzaban la ridícula altura de los dos pies y medio, cuando sabemos que una biblioteca que se respete a sí misma tiene que tener estantes de por lo menos nueve pies y si alcanza los doce, pues entonces sí que estamos hablando de bibliotecas. En suma, en la llamada biblioteca habría doscientos cincuenta libros, pura miseria y vergüenza para un centro de estudios al que concurríamos entre cuatrocientos y quinientos pupilos. ¿Qué clase de biblioteca era aquella? Lo único notable que recuerdo de ella fue mi fortuito encuentro con el Conde de Montecristo y la astuta venganza que fue elaborando para evadir un destino inmerecido. Ni el voluminoso Depardieu en su versión cinematográfica ha logrado borrar la imagen del Montecristo que me imaginé educándose y esperando pacientemente en aquellas mazmorras de una prisión mediterráneo-francesa, flaco y enjuto y no como el amigo de Vladimir Putin, amplio y corpulento. Me lo imaginaba quijotesco escuchando atentamente las enseñanzas del abate Faria, su salvador, quien luego le revelará la existencia del billonario tesoro que habrá de encontrar en la isla de la cual adopta su nombre de Montecristo.
Pero esto se lo debo a Alejandro Dumas, padre, y a veces creo que el libro no salió de aquella humilde bibliotequita y sí de la más impresionante biblioteca del director del colegio, también director de coro, un cura vasco que apenas hablaba con las monjas y que debió haber comenzado a construir la suya personal en sus años de seminarista, no porque la orden religiosa a la que pertenecía fuera espléndida sino porque su familia le mandaba chavos que debían evadir astutamente un voto de pobreza que muy probablemente, concedámosle alguna creatividad a los curas superiores con los que debió haber tenido que lidiar, excluirían la posesión de libros. Pero el cura además se construyó una oficina en la parte más alta de la institución, en un tercer piso, y allí cubrió las paredes de libros, que desde luego, pronto no cupieron, y que le exigieron que en los pasillos que conducían a su oficina anterior acomodara tablillas que se fueron multiplicando como güimos. Daba la impresión que parían y parían y no había formas de detenerlos, según ocurre en toda biblioteca de bibliomaniático dedicado.
Reconocí en el cura un alma gemela aunque nunca se lo dije y si él reconoció que yo también estaba ya señalado como bibliotecomaniático obsesivo, nunca me lo comunicó. Ante mis solicitudes de que me permitiera leer alguno de sus libros, lo percibía tembloroso y reacio, sobre todo después de prestarme una Revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña dedicada a Eugenio María de Hostos y que yo le devolví subrayada y, cómo no, magullada por todos lados, pues leí sus artículos infinidad de veces. Cuando la vio se molestó, pero su furia se moderó cuando una maestra expresó como de pasada pues estaba frente a nosotros casualmente, “Pa’eso son los libros, Padre”, y siguió caminando. El cura no me volvió a prestar nada, pero ya yo estaba llegando a grande, casi me graduaba de escuela superior y pronto conocería bibliotecas que nada tenían que ver con las que en Cayey me iniciaron en el oficio. Además, para que conste en el esfuerzo global por definir el fenómeno, pues se trata de uno de los rasgos esenciales del bibliotecómaniático, ya no me gustaba para nada coger libros prestados y hacía todo lo posible por ser dueño de todo libro que leyera.
¿Pero cómo era que una biblioteca podía tener trece pisos? Creo que esto fue lo que me llevó a estudiar en la universidad en la que estudié. Allí había ocho mil estudiantes de bachillerato y cuatro mil graduados, pero una inmensa biblioteca de trece pisos con pasillos y anaqueles interminables llenos de millones de libros. ¿Cómo me podía dedicar al estudio y no estar lo más cercano posible, sino en el mismo centro, de un lugar que albergaba todo el conocimiento posible? Y que pudiera caminar horas y horas oliendo, viendo y tocando textos de todo tipo sin que nadie interviniera. Durante el día, pasaba allí cinco o seis horas entre clases, pero en las noches llegaba a las siete en punto y no abandonaba aquella biblioteca hasta la medianoche cuando los guardias que estaban a cargo de cerrarla me acorralaban para indicarme que no era posible que pernoctara allí. ¡A mí era a quien la administración debía de remunerar porque era yo quien realmente la cuidaba! Le dedicaba doce horas; los guardias apenas ocho.
Naturalmente, a la vez iba adquiriendo libros para mi futura biblioteca. De hecho, según ya adelanté, cuando tenía que leer uno, lo compraba, aunque nunca adquiría un solo libro del autor que me interesaba, práctica a la que todavía le soy fiel. Compraba y compro el que me interesa, pero también el primero que el autor ha publicado, más el último que ha escrito por aquello de observar su evolución y saber si ha cambiado de parecer. De algunos cientos que tenía, me fui acercando a los primeros miles, si bien no me acompañaban todos, pues algunos habían permanecido en la casa de mis viejos y otros permanecerían con amigos, desde luego confiables, cuando comenzara a moverme por distintas universidades, hasta la última de las graduaciones y el codiciado empleo de profesor. Entonces, por fin, logré reunir felizmente los libros que había ido acumulando a través de aquellos años. El día en que monté la biblioteca fue como si una familia que había sido separada por algún evento traumático, lograra reunirse nuevamente. Qué alegría. Con solo estirar el brazo podía dar con los libros que Richard de Bury, autor del Philobiblon (Amor a los libros), ya en el siglo catorce describiera como el lugar en que se encuentra toda sabiduría.12
Resolver el enigma de la Biblioteca de Babel “es quizás el hecho capital de la historia”, escribe Borges. Pero con su sutil ironía añade que sabe “de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano…”.13 Solo un bibliotecomaniático que comparte la convicción de que el amontonar libros en una biblioteca constituye una apuesta feliz a la posibilidad de la sabiduría puede escribir con tal generosidad. Borges les concedía a los incrédulos que existe la posibilidad de que tirar los caracoles, leer la mano, interpretar las cartas, o alguna actividad parecida, nos revele tanto o más el sentido de esta realidad pues no ignoraba que en la monumental biblioteca que es la realidad y que los bibliotecomaniáticos reconstruimos en nuestros hogares, hay libros que así lo sugieren. El argentino sabía que ese capricho obsesivo del bibliotecomaniático dirigido a ampliar su biblioteca, que tantas veces se diagnostica burlonamente como síntoma de algún futuro mal, es lo que todavía nos permite soñar con resolver aquel y tantos otros enigmas.
- Borges, Jorge Luis, “La biblioteca de Babel”, Ficciones, duodécima reimpresión Madrid: Alianza Editorial, 2005, p. 92. [↩]
- Merriman, Ben, “Alone in the Stacks”, The Chronicle Review, The Chronicle of Higher Education, March 17, 2015, p. B 20. [↩]
- Joyce, James, Portrait of the Artist as a Young Man (en The Essential Joyce), reprinted, Great Britain: Penguin, 1971, p. 192. [↩]
- Borges, Jorge Luis, Op. cit., p. 87. [↩]
- Bonnet, Jacques, Bibliotecas llenas de fantasmas, Barcelona: Anagrama, 2010, p. 108. [↩]
- Borges, Jorge Luis, Op. cit., p. 92. [↩]
- Douglas, Lawrence, “My “Books, My Life”, The Chronicle of Higher Education, October 6, 2000, B 5. [↩]
- Borges, Jorge Luis, Op. cit., p. 87. [↩]
- Gold, Joel J., “A Time to Gather Books for Overladen Shelves”, The Chronicle of Higher Education, November 7, 1997, p. B6. [↩]
- Dahl, Svend, Historia del libro, Madrid: Alianza Universitaria, 5ta. reimpresión, 1990, p. 25. [↩]
- Eco, Umberto, El nombre de la rosa, Buenos Aires: Editorial Sudamericana y Debolsillo, 2007, original 1980, p. 183. [↩]
- De Bury, Richard, The Love of Books (Philobiblon), New York: Barnes and Noble, 2006, pp. 4 ss. [↩]
- Borges, J. L., Op. cit., p. 90. [↩]