Oigo
—Las tostadas están riquísimas— dice el niño muy contento.
Otro mordisco y cruje la corteza del pan. Ruedan migas por su barbilla y camisa. Las sacude despreocupadamente.
Su padre lo observa. La escena le resulta tan familiar. Íntima. De niño a él también le encantaba el pan caliente con mantequilla.
Un pedazo de pan. Gozarlo.
Algo sencillo.
Cotidiano.
Donde reside lo divino de la vida.
Meriendan siempre en el mismo lugar. Rutina del miércoles, previo a la clase de jiu-jitsu. Solo ellos dos. Mamá nunca viene. El trabajo.
El padre inicia la conversación.
—Emilio, debo decirte algo importante. Ya tienes edad para saberlo.
El niño levanta la cabeza. Mira directo a los ojos.
El padre toma de su café. Lentamente. Ya capturó su atención.
—Yo fui el que te parí. Te llevé en la barriga nueve meses. Bueno, realmente fueron ocho porque naciste prematuro. Pero fui yo.
Silencio.
El niño frunce el ceño. Procesa lo escuchado.
Segundos después dice no con el índice de la derecha. Aprisa se traga el trozo de pan que tiene en la boca.
—Oh no, fue mi mamá. Ella me parió.
Antes que el niño vuelva a decir algo, el padre lo refuta con el mismo dedo. Y añade:
—Fui yo, Emilio. Lo que sucede es que decimos que fue tu mamá porque es lo más cómodo, lo normal. Acá la gente detesta que le cambien ciertos cuentos, que le alteren el orden de las cosas. Se ponen nerviosos. Se trauman. Se les derrumba el mundo. Es duro con lo que hay que bregar. Pero ya está bueno. Debes saber. Tienes derecho a conocer la verdad tal como es y por nosotros mismos. Es justo, y responsable. La honestidad es parte esencial del amor.
El niño escucha atento, aunque la incredulidad resalta en sus ojos.
El padre continúa:
—Y te di la teta también. Tu favorita era esta— y toca su tetilla izquierda.
Entonces, el chico ríe con ganas.
—No. No. Fue mi mamá. Ella me dio la teta.
—Emilio, fui yo. Te cargué en la barriga, te parí y te di la teta. Es difícil entenderlo pero fue así. La verdad. ¿Cómo te voy a mentir con eso? Yo sé que de repente esas cosas suenan descabelladas, imposibles. Te comprendo perfectamente. Pero ya verás. Es cuestión de familiarizarse con la idea y te acostumbrarás. En poco tiempo será algo completamente normal.
El niño se echa otro pedazo de pan a la boca mientras dice no con la cabeza. Tajante. No cede.
El padre lo mira. Muerde su muffin de maíz.
—No me crees. En tu posición me hubiera pasado exactamente lo mismo. Hubiera pensado que mi padre estaba loco. Claro. Pero dudar está bien. Es importante. Dudar es legítimo. Imprescindible para muchas cosas en la vida. Duda, Emilio. Nunca te niegues la posibilidad. Pero vamos a hacer algo. Creo que es lo más propio. No me creas ahora pero en casa te enseño las fotos y así despejas tus dudas. Si es lo que precisas para creerme, conmigo perfecto, así será. Hace tiempo aprendí algo bien sencillo: hay gente que necesita creer para ver y otra todo lo contrario, ver para creer. Para mí ninguna opción es mejor que la otra. Están bien ambas. Cada cual con su cada quien. Yo respeto tu suspicacia. Es más, la admiro. Además, tu mirada lo dice todo. No te tragas cualquier cuento. ¿Quién quiere ser tan crédulo en la vida? Pero en casa tenemos muchas fotos, y bonitas. Ya verás.
— ¿Me las vas a enseñar? — interrumpe el chico.
—Seguro. ¿Por qué no? Es nuestro álbum familiar. Bueno, digamos un álbum alterno que solo mostramos a personas capaces de entender. Te quedarás sorprendido cuando las veas. Son preciosas.
—Quiero verlas.
—Muy bien. Trato hecho.
Chocan sus puños en señal del pacto alcanzado y ríen de nuevo. Sus carcajadas suenan por todo el lugar.
Pero algo les pasa inadvertido.
Dos mesas más atrás, una pareja de adultos escucha la conversación. El señor, mayor de sesenta, hace anotaciones en una pequeña libreta.
Miran con severidad. La conversación les ha parecido más que impropia. Insana, aberrada, contaminante.
Y mucho peor.
Saben que lo escuchado es una flagrante violación al código de conducta moral instaurado por el régimen del reverendo Pérez Cartaya.
Impermisible.
A título de qué ese padre degenerado envenena la mente de un niño indefenso. ¿Dónde queda el pudor? ¿Dónde queda el respeto a la ley? ¿Dónde queda el temor a Dios?
Y nada va por encima de eso.
Marcación rápida al Ministerio de la Moral Social. Línea exprés para confidencias.
Apenas un timbrazo y la voz —viril, marcial— que responde:
—Oigo.
—Buenas tardes. Quiero poner una denuncia.
El hombre mira su libreta para no saltarse nada de lo escuchado. Al lado, su esposa asiente como quien se sabe haciendo lo correcto.
—Cómo no. Adelante, ciudadano.