On Chesil Beach: sorpresas
Los dos son vírgenes, y al comienzo de la aventura estamos ante las torpezas de los dos jóvenes en una situación para la que no están preparados. El mero hecho de que su cena es traída a la habitación por dos camareros imprudentes les añade ansiedad a ambos.
Basada en una novela corta de Ian McEwan y con un guión del propio autor, el filme se desarrolla con una serie de retrospecciones que nos van dando el trasfondo de los dos personajes principales. Según se despliega la situación pensamos que algo portentoso ha de ocurrir, que el amor que se profesan cada minuto estos dos seres ha de desembocar en una situación Romeo y Julieta. Pero la trama va en otra dirección y explora un problema más psicológico que tiene que ver tal vez con la procedencia social de los personajes y que viven en un país que recuerda en demasía la época victoriana. Mientras nos podemos reír de algunas de las situaciones y las respuestas de los dos jóvenes, el guión nos va llevando a una respuesta emocional que no anticipábamos.
El filme es una especie de antítesis a la idea del romanticismo juvenil que hemos visto demasiadas veces. Desmiente de una forma sutil la noción que el amor lo consigue todo y se sobrepone a todo. Más bien algo inesperado y aumentado por el efecto emocional que tiene sobre alguien, hace que una situación del tamaño de un guijarro se haga más grande que una montaña. El guión también insinúa algo que sabemos: el amor es de variadas intensidades y reside, no solo en el corazón sino en el cerebro. Es una sensación que no se puede someter a demasiado análisis porque, al mismo tiempo que puede ser muy fuerte, su fragilidad puede ser suprema.
Pienso que la cinta extendió demasiado la escena cumbre que es de la cual se desprende, no solo el conflicto entre los dos personajes que dominan la narrativa, sino otros que vamos descubriendo paulatinamente. Esto hace que no sepamos hacia dónde va la narrativa. Además, esconde demasiado lo que creo es el motivo para el comportamiento de Florence y que les dejo para que lo descifren.
La fuerza de la película reside en las actuaciones de los principales. Saoirse Ronan, la estupenda “Lady Bird” de grata recordación, es una actriz que tiene una combinación perfecta de atributos dramáticos para moverse entre la dulzura y la irascibilidad sin que dudemos que en ambas actitudes brilla la sinceridad de lo que el personaje que representa trasmite. Tiene también la belleza simple que la hace accesible a la mayoría de las que quieran verse en ella. Puede ser sofisticada y complicada, común y sencilla. Su papel es muy complejo porque esconde secretos que no podemos intuir como la causa de su comportamiento. Es una actuación de esas que sostienen películas menores, como esta.
Igual de efectivo es el joven Billy Howle, a quien vi sin saberlo en “Dunkirk” (2017) (es, principalmente, un actor de la TV inglesa), pero de quien, de ahora en adelante, estaré pendiente. Sus diálogos con Ronan no dejan dudas de su talento y comprueban que nadie como los ingleses encuentran actores que tengan ese “working class look” y que pueden convertirse con el tiempo en candidatos a Hamlet o Lear (como Albert Finney y Richard Harris).
Luego de la dureza de lo que sucede, me pareció que McEwan el guionista sucumbió ante las presiones de los productores y decidió por un final de lágrimas. Un final al que la audiencia pudiera relacionarse ante el enigma de la trama. Era un valle al que no pensé que iba a llegar este drama cuyo camino está lleno de guijarros y de espinas.