(O)ponerse donde sea: Escenarios combativos de la indignación
«Y entonces vi a mi país en la calle.
Y mi país en la calle me enamora.
[…]
Nadie, nunca, pase lo que pase, hagan lo que hagan, podrá quitarnos este momento. Puerto Rico, hermoso y nuestro, está en la calle.»
–Rima Brusi
Los análisis de las manifestaciones a tenor con los asuntos económicos, sociales y políticos que afectan la Isla comienzan a surgir. No obstante, hasta el momento no se ha desarrollado ninguna discusión informada sobre el rol que jugó el espacio dentro de las estrategias de insurgencia. Debido a que Puerto Rico estuvo y está enmarcado en un complejo esquema de policrisis –colonialismo/colonialidad, pobreza, la deuda pública y las repercusiones de los huracanes Irma y María, entre otras–, la rabia y la indignación, así como expresiones colectivas de amor y euforia, detonaron nuevos tipos de activismo que exhibieron múltiples modos de desobediencia en contra de las actuales políticas corporales de la autoridad. Las manifestaciones tomaron la forma de acciones dramáticas típicas y atípicas que tenían el objetivo de manifestar la oposición a los sistemas e instituciones políticos, económicos, religiosos y/o educativos opresivos.
Como se infiere arriba, la discusión que actualmente dirigen algunos intelectuales sobre los modos en que los cuerpos y cuerpas se convirtieron en instrumentos de desobediencia y disentimiento quedan incompletos si se desatiende el hecho de que los cuerpos y las cuerpas no están, ni funcionan, en un vacío. Los cuerpos y las cuerpas, de hecho, ocupan espacios. Como sugiere Henry Lefebvre, “una reapropiación del cuerpo, ligada a la reapropiación del espacio, forma parte integrante de todo proyecto revolucionario de hoy en día, utópico o realista, si evita la banalidad pura y simple.” (La producción del espacio 2013, 215). Aún cuando Lefebvre discute además la revolución como un esfuerzo esencialmente urbano, en el marco de las protestas de julio en Puerto Rico, debemos reconocer que este énfasis sobre el carácter metropolitano de las manifestaciones también fue contestado. Del 13 al 24 (y más), los ciudadanos participaron en varias formas de disenso, mayormente, aunque no únicamente, en los centros urbanos o los espacios públicos. Además de los cascos urbanos, la gente reclamó los espacios suburbanos (las urbanizaciones privadas y los centros comerciales), los espacios de transportación o de infraestructura (los puentes, las carreteras periféricas, las autopistas y el aeropuerto) y los espacios naturales (las playas y la Bahía de San Juan). Todos ellos se reconocieron como emplazamientos propios para declarar la oposición. Hasta en los espacios virtuales (las redes sociales) se canalizó activamente la indignación convirtiéndola en movilización. Las manifestaciones comenzaron a organizarse orgánicamente también por la diáspora puertorriqueña, en distintas ciudades de Estados Unidos, Europa, América Latina y otras geografías. Por eso, es importante subrayar que las protestas que se han venido agrupando bajo el término de Verano Boricua expusieron –cuando se comparan con ejercicios previos– una descentralización sin precedentes, donde la típica táctica de apropiación espacial se incorporó de un modo atípico a partir de acciones ubicuas autoconvocadas por varias muestras representativas de diversos grupos de ciudadanos. La noción antropológica de “tribus” nos parece útil para describir el fenómeno. Sumado a esto, las manifestaciones fueron excepcionalmente orgánicas.
En un giro hacia lo «uncanny» o lo peculiar, los cuerpos y las cuerpas se implicaron en actividades cotidianas y/o lúdicas como formas de protesta. No obstante, como estas se dislocaron de los sitios cotidianos y lúdicos que en principio les corresponden, los espacios urbanos, suburbanos y otros pasaron a redefinirse, así como las relaciones entre la arquitectura, la ciudad, los ciudadanos e incluso el mismo acto de disentir. Las manifestaciones ocuparon lugares específicos. De modo tanto consciente como inconsciente, las personas reconocieron sitios, memorias y referencias a la opresión ejercida por el poder y la autoridad, mientras cuestionaron sus lógicas e identidades. Debido a que el Gobernador era el objetivo de las protestas, estas comenzaron frente al Palacio de Santa Catalina o La Fortaleza. La Fortaleza, localizada en el Viejo San Juan, fue originalmente una casa fuerte construida en el Siglo XVI. Ha servido como la residencia oficial del Gobernador desde 1845 –aunque los oficiales de mayor jerarquía en Puerto Rico se instalaron allí mucho antes. El Viejo San Juan es una ciudad colonial amurallada con una configuración típica de cuadrícula ortogonal. Los signos urbanos y arquitectónicos de su historia colonial son visibles aún. Anotamos, además, que desde 1955 en adelante –bajo la dirección del antropólogo Ricardo Alegría y el recientemente establecido Estado Libre Asociado– el Viejo San Juan se convirtió en un gran proyecto de conservación que eventualmente produjo la ciudad Disneyzada y museificada que los turistas consumen hoy. En otras palabras, el proyecto de Zona Histórica de San Juan –una imagen simulada de una ciudad histórica, según la definición de Jean Baudrillard– en primer lugar, debía servir como apoyo a la incipiente industria del turismo en Puerto Rico y después, fortalecer la visión de desarrollo económico que siguió a la Segunda Guerra Mundial.
En el paisaje urbano actual, las protestas se llevaron a cabo principalmente en El Barrio San Juan –la porción más antigua de la ciudad–. El asentamiento original del Siglo XVI incluye la Catedral y su plaza, así como la Mansión Ejecutiva, que se ubica desplazada hacia el oeste del cruce entre las calles Fortaleza y Del Cristo. Hacia el este, La Fortaleza conecta en eje con El Capitolio, una estructura que formó parte de la expansión extramuros de la ciudad. Comenzado en 1907 a partir de una competencia para el diseño de la casa de los poderes legislativos y de justicia, El Capitolio se completó finalmente en 1929. Históricamente, El Capitolio, La Fortaleza y las calles y plazas que las conectan han sido (y siguen siendo) espacios comunes de contestación y confrontación. Por dicha razón, los poderes de turno habitualmente instrumentan políticas de disuasión contra las prácticas de libertad de expresión y libertad de reunión en estos lugares. Mediante el uso de barricadas o la fuerza policíaca, frecuentemente se intenta bloquear a los manifestantes por medio del cierre del perímetro. Como contramedida al silenciamiento y las prácticas de invisibilización aplicadas por el Gobierno, durante las protestas de julio de 2019, la gente optó por hacer sentir su presencia de un modo orgánico mediante la toma de los bordes de la ciudad y sus hitos, no solo mediante medios visuales sino también, desplegando modos alternativos, marginales y/o performativos de expresión sensorial como el canto, la consigna, el tocar música, el golpear cacerolas, el buceo, el montar en bicicleta, la meditación y el yoga, la lectura, la enseñanza, el grajeo, el baile, el montar a caballo o en motocicleta y el comer, entre otros. Estas prácticas lúdicas no-combativas, que comúnmente las personas disfrutan individualmente o en grupos en sus roles como ciudadanos, se convirtieron en formas de protesta por su carácter político intencional, por dónde se reproducían y por su dimensión colectiva multitudinaria.
Según explicamos, mayormente, los espacios escogidos para las revueltas pacíficas fueron aquellos históricamente conectados al dominio colonial y otras formas de opresión. Este fue el caso de la Catedral de San Juan. Reconocida como un ícono de la autoridad religiosa, de la disciplina, la represión y la censura, las formas de disenso que se dieron allí incluyeron un “grajeo público” y un “perreo combativo” que cruzaron líneas de género. La iglesia elevada y su atrio –el primer lugar de congregación dentro de la ciudad histórica y símbolo visible de los valores de la fe católica– se tornaron en el escenario perfecto y más dramático para el performance colectivo ante un gobierno descaradamente patriarcal, sexista, misógino y homofóbico, y contra una sociedad consciente o inconscientemente parcializada. Haciéndonos eco de las ideas de Boaventura de Sousa Santos, este tipo de protesta alternativa convirtió un espacio autoritario en un sitio democrático. Como lo expresa el pensador decolonial, “[e]l espacio público tiene que ser reconstruido con un sentido de colectividad. Es el espacio de la convivencia, el espacio de la emoción, de la confianza, es el espacio del mirar, y es el espacio del abrazar. Son todos espacios que deben ser construidos y, por lo tanto, ese espacio es una gran conquista en este momento” (Democratizar el territorio, democratizar el espacio 2013). A través de Facebook, el Arzobispo Metropolitano de San Juan repudió luego “la falta de respeto a la Catedral de San Juan porque […] representa los valores trascendentes de nuestra cultura puertorriqueña” (Telemundo PR 2019). En ese sentido, Lefebvre apunta al consenso social que exhibe el monumento: un consenso de normas sociales determinadas por lo que puede ocurrir y lo que no puede ocurrir en el lugar (The Production of Space 1991, 36). Al agenciar rituales que la autoridad define como “obscenos”, las comunidades feministas y LBGTTIQ desvelaron la intolerancia de la religión institucionalizada (y de otros sectores de la sociedad). Más al grano, los cuerpos y las cuerpas que se congregaron en la Catedral (re)conquistaron el espacio al mismo tiempo que borraron su estatus de monumento. En palabras de Giorgio Agamben, los actos «profanos» desde matices lúdicos y celebratorios frente a la Catedral, se tornaron una tarea política que derrumbó la sacralidad instalada en este espacio por el poder religioso, devolviéndolo a un uso común; una devolución únicamente posibilitada por el agenciamiento colectivo (“In Praise of Profanation”, Profanations 2007, 75-86).
Como parte de los registros de resignificación que también se observaron, la gente pronto empezó a utilizar la palabra escrita como forma de resistencia. Vanessa Vilches comentó sobre “la ocurrente, festiva y lúdica palabra desplegada, en los carteles, en las consignas, en las canciones. La inversión y reapropiación de los insultos del chat demuestran lo viva que está la palabra entre nosotrxs” (Ahora la turba 2019). Completamos la imagen de Vilches con los graffiti en las paredes. Esta resignificación no sorprende excepto por el hecho de que, como dijimos antes, San Juan es una ciudad histórica con fuertes regulaciones patrimoniales. Convertir los edificios en tablones de expresión pública donde las personas plasmaban su rabia e indignación, resultó una buena excusa para que la autoridad definiese a los que protestaban como vándalos incultos que estaban destruyendo el legado histórico de la Isla. Utilizando los argumentos de estudiosos de lo social y lo urbano que se enfocan en los asuntos de la seguridad, podemos argumentar que la tácticas de miedo –como provocar la criminalización y estigmatización de los manifestantes– entró al juego para controlar el resultado de y/o intentar desactivar las protestas (Gema Gardón Clavell, “La ciudad asustada” 2010, 4). Usualmente, como asegura Jordi Borja, la estigmatización de ciertos grupos –típicamente los jóvenes y los pobres– los convierte en “sospechosos” ante el ojo público (Espacio público y derecho a la ciudadanía 2012, 14). En el contexto de Puerto Rico, esto es importante porque cuando el graffiti, por ejemplo, se identificó durante las manifestaciones como actos de vandalismo –en vez de expresiones gráficas–, la policía y otras fuentes oficiales fueron capaces de hacer del miedo una contramedida ante la oposición. Esto puede explicar por qué algunos ciudadanos, incluyendo a quienes estaban en San Juan exigiendo también la renuncia del Gobernador, se suscribieron a los discursos oficiales y activamente desanimaron y censuraron a los manifestantes que usaron el aerosol como medio de expresión. Así, el que San Juan fuera una ciudad histórica permitió infiltrar una noción limitada de patrimonio que se convirtió en otro modo de demonizar la protesta.
Hubo, sin embargo, dos excepciones notables. Beta Local y la Fundación Nacional para la Cultura Popular instigaron, fomentaron a conciencia y aceptaron el oportuno acto de “tatuar” sus edificios. Ambas organizaciones son profundamente conscientes de las policrisis que afectan los proyectos culturales en la Isla, como los que tienen a su cargo. No se alinearon con el discurso oficial de que la protesta detenía el desarrollo económico animado por el turismo, asumieron que, a pesar de su condición de ciudad-museo, las manifestaciones que la tomaron por asalto restituían la posibilidad de usar, de habitar y experimentarla al desligarla de lo abstracto y devolverla al plano de lo real (Agamben, 84). Aparte de estas organizaciones, que sepamos, ninguna institución patrimonial, gubernamental o académica reconoció el hecho de que el graffiti puede ser un documento; es decir, un tipo de evidencia, una forma de memoria y un modo de registrar el evento. No obstante, si se subvierten las nociones historicistas y se reconoce que una sociedad puede relacionarse con su pasado al ignorarlo, cabría la posibilidad de aceptar que el patrimonio se hace aquí y ahora (David Harvey, The History of Heritage 2008, 21). Continuando con este argumento, el graffiti sobre un edificio antiguo es la evidencia histórica más elocuente de lo que fue el Verano Boricua. Además, no debemos dejar pasar que, como expone Borja, en algunos casos, el hacer lugares comienza con un (aparente) acto destructivo (Espacio público y derecho a la ciudad 2012,8).
Para Edwin Quiles, el “urbanismo insurgente” deviene en una postura crítica “ante el predominio de los intereses de unos pocos sobre los de la mayoría.” Una minoría con poder, argumenta, estrangula el derecho a la ciudad de las minorías marginalizadas. Así, “el urbanismo insurgente apoya las luchas de los grupos subalternos por defender sus comunidades y su acceso al espacio urbano” (“Urbanismo insurgente”, Vitruvius 2012). Quiles, además, reconoce la calle como el escenario definitivo para la insurgencia. “La calle”, dice, “es el escenario de lucha más importante que tenemos en este momento. Apropiarlo como espacio político, como espacio de afirmación, es en sí un acto de resistencia. Allí se tornan visibles las protestas, las propuestas, las visiones alternativas y se confronta el orden establecido” (“Urbanismo insurgente”). Entre las actividades que tomaron las calles durante las protestas en Puerto Rico, renombrar se convirtió en otro ejercicio de insurgencia política. No olvidemos que el renombrar (y el desnombrar) fue uno de los primeros actos de dominación cuando ocurrió el encuentro con el otro. Los manifestantes renombraron primero la Calle del Cristo como Calle del Corrupto y luego, la Fortaleza se convirtió en Calle de la Resistencia. La Calle del Cristo, en respuesta, se volvió a renombrar, esta vez como Calle de la Revolución. La gente no solo agenció el acto de renombrar in situ, sino que también lo hizo en la internet. Nuevos puntos de identificación aparecieron en proyectos virtuales de mapeo como Google Maps, que temporalmente señalaron dichas calles. El renombrar incluso desbordó los límites de la ciudad cuando se comenzó a divulgar una propuesta para cambiar el nombre del Centro de Convenciones de Puerto Rico Pedro Rosselló (ex-gobernador y padre del renunciante), seguido de otra para denominarlo Julia de Burgos. Durante la crisis de María, esta muestra excepcional de mimetismo colonial arquitectónico fungió como el Centro de Operaciones de Emergencia. Allí, se mantuvieron los funcionarios del gobierno alojados en hoteles con aire acondicionado, mientras parte considerable del pueblo sufría todo tipo de escasez.
No sorprende pues, que las plazas en la zona histórico-colonial se convirtiesen en lugares de encuentro para agenciar otros actos de desobediencia. Podemos mencionar, por ejemplo, uno de conmemoración en honor a las víctimas del huracán María en la Plaza de la Rogativa. La actividad no solo aportó un tipo de presencia corporal póstuma –como cuerpos y cuerpas que ya no están– y la de los cientos de familiares que aún sufren la pérdida de seres queridos, sino que además, pretendió subrayar que esas muertes no eran objeto de broma –como quedaba implícito en el infame chat– y que el entonces Gobernador era el responsable principal de las mismas. La plaza se encuentra localizada estratégicamente en la parte suroeste de la ciudad, en un bastión cerca de una de las entradas a la Fortaleza comúnmente utilizada por el Gobernador para acceder a la Mansión en vehículo oficial. Allí se ubica un monumento que representa un mito local construido alrededor de la supuesta agencia colectiva de los vecinos durante el ataque británico de 1797. En esas fechas, el Obispo, junto con varias mujeres, se reunieron en procesión mientras rezaban por la seguridad de la ciudad de San Juan que estaba bajo asedio. La leyenda cuenta que los soldados ingleses se retiraron cuando –similar a la Alegoría de la Caverna de Platón– las sombras que producían las antorchas que la procesión cargaba les dieron la impresión de que más tropas españolas los esperaban dentro de la ciudad. En esa misma plaza, durante las protestas, sesiones de yoga y ejercicios de meditación se tornaron en actos públicos de disidencia. Manifestantes pacíficos (nuevamente, mayormente mujeres), unidos en un acto espiritual no muy alejado de la oración, visualizaron la dimisión del Gobernador como parte de su postura combativa. Similarmente, se convocó a clases abiertas en la Plaza de la Barandilla, cerca de la Universidad Carlos Albizu. Inspirados por la pedagogía del oprimido de Paulo Freire y las ideas adelantadas por el pensamiento decolonial, jóvenes académicos (Rosario Rivera y Luiggi Hernández) discutieron historia político-económica y la sicología del colonizado. En la Plaza del Quinto Centenario y en la Plaza de Armas, la bomba apareció como otra práctica performática con la que se promulgó la protesta y sus resultados. Es bien sabido que los esclavizados africanos y sus descendientes utilizaban la bomba como una forma de resistencia y que sus canciones se componían centrándose en un estribillo que se repetía, sirviendo típicamente como una crónica. Para las manifestaciones en San Juan, múltiples consignas combativas sirvieron como base para las canciones y bailes de bomba. Igualmente, entre los muchos actos desafiantes que se convocaron en la plaza norte frente al Capitolio, manifestantes hicieron una lectura colectiva de las 889 páginas del chat. Otros, leyeron la Constitución de Puerto Rico frente al nuevo “registro de frontera” que habilitó la policía ante el cruce de las calles Fortaleza y Del Cristo. Esto, en respuesta a las amenazas de los policías que, equivocada y repetidamente, alegaban que las protecciones de la Constitución expiraban o se invalidaban cerca de la medianoche justificando con ello los consecuentes actos de abuso de la fuerza. Paralelamente, debido a que el mar era el único acceso restante a La Fortaleza, manifestantes ingeniosos convocaron una protesta acuática. Al ocupar el mar intencional y colectivamente, ciudadanos en botes, kayaks, motos acuáticas, tablas de padel y algunos buzos se congregaron fuera del bastión en la muralla occidental de La Fortaleza, convirtiendo el océano en otro lugar de insurrección.
Otras actividades de socialización –que usualmente se destierran de los centros urbanos– donde participan los entusiastas de bicicletas, motocicletas, caballos y carros, se tornaron políticas cuando estos grupos se movilizaron a la ciudad histórica. Como es de suponerse, al abandonar en masa sus espacios cotidianos –ya sean suburbanos o rurales– estos manifestantes terminaron atrayendo la mayor atención. De repente, los sujetos típicamente marginados e invisibilizados se reconocen como ciudadanos con los mismos derechos a la ciudad que otros puertorriqueños. Más allá de ello, la identidades de los barrios y sus actividades lúdicas –con frecuencia rechazadas, referenciadas de modos peyorativos e inferiorizadas por el clasismo– aparecen como formas legítimas de protestar. Nos interesa subrayar también otro espectro social que se tornó evidente cuando sujetos de las clases medias se unieron a la manifestación sin abandonar el espacio privado de urbanizaciones y edificios de apartamentos. Con la cacerolada como modo para manifestar su apoyo a la petición de la renuncia del Gobernador, los manifestantes en áreas suburbanas participaron de actos de disturbio colectivo de 8:00 a 9:00 p.m. Armados con calderos, cacerolas, sartenes y cucharas, los habitantes de la suburbia de toda la Isla se comprometieron a salir cada noche hasta que Rosselló Nevares anunciase su renuncia. Es importante recalcar que no fueron los volúmenes o el carácter visual de sus cuerpos y cuerpas los que facilitaron la ocupación de esos espacios, sino la capacidad de interrumpir los silencios de la noche y rescatarla de haberse convertido en espacio metafórico de la enajenación cotidiana auspiciada por Netflix. En urbanizaciones cerradas, bloques de apartamentos y ciudades históricas hartamente reguladas y dependientes de la economía del turismo, un delito como “alteración a la paz” se tornó en una forma eficiente de disentimiento impulsado por la indignación y la rabia, mediante el poder del colectivo.
Borja explica que los muros –sean estos barricadas policíacas o un sistema histórico de defensa como el de San Juan– no son solo físicamente excluyentes sino que tienden también, a justificar las políticas de represión que se manifiestan en las maneras en que ciertos grupos son tratados o en las estrategias diseñadas para controlar los espacios públicos (Espacio público y derecho a la ciudad 2012, 8). Quizás debido a un conocimiento inconsciente del hecho de que San Juan es una ciudad mejor equipada para la represión que para la expresión, la gente optó por aumentar sus esfuerzos para hacerse ver y sentir. Para ello, escogieron uno de los conectores más transitados en el área metropolitana. El Expreso Las Américas es, sin duda, el mejor ejemplo de un sitio que, por antonomasia, define la modernidad, el desarrollo y el capitalismo en Puerto Rico. Quinientos mil cuerpos y cuerpas tomaron este espacio que típicamente ocupan los automóviles –los objetos que hemos heredado del fallido intento de la modernización urbana–. La apropiación de la autopista –el lunes 22 de julio– por ciudadanos de múltiples clases sociales, razas, edades, perfiles socioeconómicos, niveles de educación, afiliaciones políticas y religiosas, identidades de género, etc., fue la expresión más contundente de insurgencia y la prueba fehaciente de la rabia e indignación de los puertorriqueños.
Borja está en lo cierto cuando afirma que la ciudad no es solo una entidad física sino que es, también, un sistema de relaciones. La teoría decolonial prefiere el término “relacional” para definir un modo-de-estar-en-el-mundo que es pluriversal; donde todos y todas viven en solidaridad mientras se refuerzan las conexiones comunitarias y la diversidad en lugar de la individualidad y la homogeneización. Por doce días contestatarios, que, para la mirada del extranjero o la mirada colonial se vivieron aparentemente como un festival, el modo-de-estar-en-el-mundo cambió en Puerto Rico para trabajar juntos por el bien común. Por esos doce días, los puertorriqueños descolonizaron espacios mientras algunos comenzaron a descolonizar sus mentes y, por un tiempo corto, la sociedad. Doce días seguirán a las protestas y doce más vendrán después y así sucesivamente. Todo indica que habrá más manifestaciones. Esperemos a ver los cuerpos y cuerpas de quienes siguen ocupando los espacios de un modo político. En el interín, mientras seguimos la marcha, las palabras de Enrique Dussel parecen apropiadas:
“Es necesaria la indignación, pero de inmediato hay que practicarla como participación democrática, que es como el otro brazo de la democracia. […] El orden injusto exige el caos como origen de un nuevo orden más justo. No es la disidencia por la disidencia, sino la disidencia que surge contra el consenso dominador como fundamento de un futuro consenso legítimo mejor” (“Indignados y estado de rebelión”, Vectores de Investigación 2018, 80).
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Ya listas para cerrar este ensayo, ocurrieron tres actos notables de contra-resistencia que creemos que debemos atender. El primero fue la juramentación de Pedro Pierluisi como Gobernador de Puerto Rico, justo después de la dimisión de Ricardo Rosselló, sin haber sido confirmado por ambos cuerpos legislativos para asumir la silla del Departamento de Estado –según suscribe la Constitución–. Fue confirmado por un juez en una residencia privada en vez de en La Fortaleza o El Capitolio, como exige el acceder al más alto cargo gubernamental en Puerto Rico. El primero de agosto, el Arzobispo dirigió una “misa reparativa” en respuesta a los pretendidamente ofensivos e irrespetuosos “grajeo” y “perreo combativo” del 24 de julio. El 3 de agosto, un grupo sin identificar pintó de blanco el Pórtico de la Igualdad, oportunamente construido utilizando los colores del arcoíris durante las celebraciones de Orgullo LGBTTIQ. El ejercicio de propaganda de la Oficina de la ex-Primera Dama, Beatriz Rosselló, intentó confrontar con este “monumento” los múltiples reproches ante las posturas conservadoras de este Segundo Rossellato. En la tarde del 6 de agosto se publicó que los vándalos fueron alegadamente, miembros de la escolta de la propia Sra. Rosselló, aunque los hechos están aún bajo investigación. Queremos insistir en que, con toda probabilidad, los grupos conservadores comenzarán a apropiarse del recurso de la ocupación en un futuro cercano como estrategia de contra-oposición. Si es así, esa reacción necesitará de otro análisis.
Una versión en inglés de este ensayo fue publicada el 6 de agosto de 2019 en Latino Rebel (https://www.latinorebels.com/2019/08/06/placemakingpr/)