Oro negro
–Líder, un menudito.
La sonrisa que brota en mitad de la pausa y el gesto cómplice de los hombros hundidos no evitan el sobresalto que provoca acercarse al pórtico de entrada y encontrarse de repente con un rostro curtido, ajado por el sol, y con unos pómulos hinchados que, con aire compungido, te asedian:
–Pa’ enjuagarme el buche.
La mañana apenas comienza, la luz inunda la estación, los pulmones están a salvo del hollín vespertino y esta súplica sobria me toma por sorpresa, dejándome absorto: ¿y de dónde carajo salió este cabrón? Por la sola mención de esa palabra en mi época corría la sangre. Eso advertía mi abuela, arqueando las cejas, frunciendo el ceño, escandalizada de oírnos repetir, casi a gritos, que el concierto de Residente había estado cabrón y que la maestra de inglés era una cabrona. Cerraba los párpados, ofendida, resignada, meciéndose en el sillón de paja, so cabrón avanza, que nos deja la guagua, ajena al curioso proceso de resemantización que le habría ahorrado, a más de uno, in illo tempore, un machetazo o un tiro: esos jíbaros que jangueaban contigo, agüela, eran unos cabrones de pelo en pecho.
Pero el vocablo, que es santo y seña del habla citadina, talismán y mantra, muere antes de alcanzar la garganta, víctima del decoro. In Political Correctness we trust. Él lo intuye. Astucia, maña, es lo que le sobra. Reconoce mi repentina incomodidad, mi irritación. Pongamos las cosas claras: es pobre, no pendejo. Su trabajo es la subsistencia.
–¿Usted sabe lo largo que es un día sin café?
Sigo atónito, petrificado, tratando de descifrar el lugar exacto desde el que este individuo, que lleva el mahón raído, la camisa sucia, los cabetes sueltos, me vio cruzar el vestíbulo y dirigirme a la máquina de boletos con paso lento, sacando la cartera del bolsillo de un pantalón limpio que hace juego, lo admito, con un polo shirt barato, aunque nuevo, y unas chanclas de cuero, made in China.
Hay que andar listos porque te emboscan, te das vuelta y, ¡zas!, te quitan la wallet, las pantallas de diamantes, las pulseras Pandora, la cadena con el crucifijo. Así es que las madres y los padres de Guaynabo City, la familia que reza unida permanece unida, aleccionan a sus crías en el amor al prójimo y la caridad. La escena se repite en Garden Hills, en Tintillo, en Torrimar, just to name a few: cuidado con los adictos que andan asaltando con jeringuillas. Seamos, por un momento, comprensivos con este sector de la población y sus temores. Noblesse oblige: no es para menos, la calle está dura y la piña agria. El desasosiego y la ansiedad son, entre nosotros, carta de creencia.
En medio de la claridad que entra a borbotones por los cristales, turbios de polvo, comienza a germinar una música que viene del exterior, de los árboles creciendo en el asfalto, de las hojas secas, de los pájaros que están despertando en los tendidos eléctricos.
–Una pesetita.
Reparo en su mano, en las escasas monedas. Si no fuera porque estamos protegidos por una bóveda amplia de cemento, justo debajo de unas lámparas colgantes y al costado de unos vitrales de colores vivos, brillantes, diría que la suya es la imagen de un náufrago que se aferra a un pedazo de madera al que las olas golpean contra las rocas de la costa, y que esos setenta y cinco centavos que sostiene con delicadeza, ¿eran setenta y cinco?, son sus víveres: la porción de capital que la ciudad le permite acumular, mientras otros, who knows where, acaparan dólares, euros, libras, yenes, rublos, bitcoins, sin jamás entrar en contacto con la materialidad del níquel y el cobre, sin sentir la yemas de los dedos dormidas de tanto apretar, la epidermis mojada y el olor a sudor rancio, a nido de águilas que se han quedado calvas de codicia. E Pluribus Unum, que traducido significa, en su versión casera, solo uno se jarta y los demás se joden. Such is life.
–Te lo juro que es pal’ pocillo.
Y ríe. Este muchacho ríe. Este joven, ¿tendrá treinta años?, se ríe de sí mismo y no pide permiso, ni perdón. Tampoco se coge pena. Quizás sean la risa y el llanto las únicas actividades que puede ejercer libremente, y mucho más en esta circunstancia en la que aguarda por mi generosidad y en la que yo busco, disimulando el recelo, los vellones y los chavos prietos que se esconden en mi mochila. Apuesta a la candidez:
–Yo la manteca me la meto por la tarde.
Hay algo en su sinceridad, en su quietud, que me desarma. En sus ojos, por unos segundos vidriosos, parece vaciarse un reloj de arena. El tiempo duerme en el fondo de las pupilas, pero el ser humano, torpe animal, hecho con retazos de lejanía, lo ignora, y es por eso, supongo, que ricos y menesterosos se asoman a los espejos, al agua que canta en los estanques, a las vitrinas vacías, buscando encontrar el reflejo de lo que ocultan por dentro: que es el sonido de sus tristezas y de sus alegrías, el acumulado hastío, los rencores añejos, la soledad, el asombro que supone comprender que este mosquero sin sentido, esta orgía de tarjetas de créditos y pagos a plazos es la vida, y que no hay más.
Extiendo el brazo para darle el cambio. Es un artista, se ahorra los rodeos, embiste por el centro del plato, a su ritmo, dueño absoluto de su respiración y su porte:
–Pero con un pesito extra tengo hasta pa’ las tostadas.
Alguna vez habrá que documentar toda la sapiencia que van almacenando y malgastando los mendigos: el arte de vivir – y sobrevivir – en la orilla, al margen, instalados en un universo que es más hondo, más real, más tangible, que el nuestro: voces subterráneas que susurran al final de un túnel y a las que nadie escucha, porque son las cadencias de la miseria y el dolor que la urbe desecha y olvida.
El repertorio de la supervivencia es otra literatura: me faltan cinco pa’ la AMA, soy VIH positivo, los nenes se están comiendo el ropero a pellizcos, tírame con algo, caballo, y déjame cuidarte la Mercedes GLA 250. Frente al simulacro habitual de cuantos piden limosna y confeccionan su propia novela en los semáforos y las esquinas, este vagabundo, este indigente, este bon, Manolo, este bon, que no hay que maquillar la tragedia con frases de domingo, prefiere la honestidad que lastima. Eso que denominamos tecato, administrando la propia cuota de asco, el pañuelo ocultando la nariz, es el verdadero límite de la experiencia ciudadana.
–Yo la manteca me la meto por la tarde – insiste.
Su capacidad de persuasión es infranqueable. La gente lo adivina. Por eso le eluden: si los dejas, le venden una nevera a un esquimal; en las espuelas le duermen dos faisanes; donde resbala un atómico de esos King Kong se esclocha. La exhortación va por la casa:
–El del quiosco de la de Diego es el que es.
Convincente, persuasivo hasta el último aliento. Al alba la cafeína, y al ocaso, la heroína, el speed ball por bejuco: la sustancia espesa corriendo por las venas, soñolienta, y la nada ardiendo solitaria, convertida en habitación.
–Dios me lo bendiga.
Entonces me alejo en dirección de las escaleras mecánicas, que me transportan a un andén en el que hay una señora, abrazada a sus paquetes. Saluda, vivaracha:
–Hay tremendos especiales en Marshalls. Pásate por allí.
La disposición natural del homo portoricensis a la admonición y el aviso supone una cantera de valiosa información en periodos de crisis económica: los muslos de pollo están a 2 por 1 en el Cash and Carry, el jabón de barra a 3 por 5 en la farmacia, si compras el six pack de cerveza el papel de toilet es gratis. El shopper es la biblia clandestina de las clases trabajadoras. Le agradezco el consejo y comienza la espera, la humedad metiéndose en el cuerpo como un flagelo. Las pizarras electrónicas anuncian que el vagón se aproxima con retraso. Esa es, podría decirse, la metáfora que mejor define este difícil aquí, este ahora: la silueta de un ferrocarril desdibujándose en el horizonte, donde toda demora y todo aplazamiento hallan su festejo y su asiento.
La mujer tiene ganas de conversar y me tira de la lengua. Es pícara, risueña. Trae en su mirada, en sus lentes de pasta, en las arrugas que bordean el cuello, la ternura sencilla de esas ancianas que poblaron mi infancia, allá en el campo: saluda a doña Nisia, hijo, dale un beso a doña Georgina, chico, cárgale la maleta a doña Susana, manganzón. Y junto a su retrato, intacto en la memoria, aparezco a la expectativa, pendiente también de la dádiva: coja pa’ los dulces, pa’ los limbers, pa’ los chitos, pa’ la Malta.
–Por ahí jumea – exclama ella, y se pone de pie, aprensiva.
Se deslizan las compuertas y entramos a la comodidad, al fresco, a la ilusión del primer mundo. Atrás quedan el calor, la sensación de asfixia, la escasez. Los furgones inician la marcha y contemplo los techos de los edificios, la repartida penuria: ese montón de antenas y cordeles llenos de ropa, de cisternas y piscinas inflables, de calentadores solares y huertos caseros que van floreciendo, silvestres, en las azoteas.
A lo lejos, abajo, caminando por el puente, amarrado a su sombra, un hombre lleva un vaso de foam y una bolsa de estraza, de regreso a su rincón, cargando consigo lo que no tiene cura. Ha cumplido su compromiso y eso vale: él la manteca se la mete por la tarde.