¿Otros derechos para algunas izquierdas?
Martha Nussbaum y los derechos como el desarrollo de capacidades humanas
I
Cuando un diplomático dice ‘sí’, lo que significa es ‘quizás’;
Cuando dice ‘quizás’, lo que significa ‘es a lo mejor’;
Cuando dice ‘no’ deja entonces de ser un diplomático.
—Voltaire
Comienzo este ensayo con este conciso repaso sobre la pragmática para poner sobre la mesa parte del marco teórico de esta reflexión. Suscribo la tesis que los términos políticos adquieren buena parte de su significado de los contextos en los que son lanzados al mundo y que sus significados que cargan, a su vez, los sentidos que se le atribuyueron en esas sucesivas decodificaciones. Lo que una interpreta al escuchar un enunciado depende de cómo este fue interpretado previamente, en otros contextos, por otros oyentes y parlantes. Por lo tanto, la relación entre un contexto y otro no es más fuerte que la costumbre o la expectativa de los que en cada turno hacen sus propias interpretaciones. Y, como toda costumbre o expectativa, puede cambiar. La defensa de la pragmática como principio de interpretación política nos obliga a ver el significado de las proclamas, los manifiestos y las constituciones en sus contextos actuales, pero también en sus contextos históricos, en donde obtuvieron parte de los significados que aún les atribuimos. La política tiene más de alocución, de discurso—en su sentido coloquial—que de escritura o texto sagrado. Por lo tanto, cualquier abordaje a un discurso político es más certero desde la pragmática que desde la semántica; aunque la historia del pensamiento y los eventos políticos estén repletos de manifiestos, declaraciones y constituciones. Abogar por un abordaje pragmático es apelar al contexto, a la historia y a la huella que esta va dejando en cómo entendemos lo que decimos comprender. Es también ver cuáles efectos surgen de los términos políticos que se van ensayando al calor de distintas luchas y como resultado de correlaciones de fuerza específicas.
Por aquí, sin embargo, somos más partidarios de la semántica que de la pragmática. Antes de decidirnos a cambiar cualquier rumbo calamitoso, camuflamos parte del miedo que nos embarga con la sesuda ante-demanda de examinar en detalle lo que acostumbran llamar ‘un proyecto de país’. Así manejamos la ansiedad que nos provoca el futuro y la responsabilidad compartida por el presente. Así posponemos indefinidamente cualquier acción: hasta que no se nos aclare cómo es que funcionaría el correo—si dejara de ser el United States Postal Service—, o si es posible o no retener el Amazon Prime, a su precio actual. De hecho, es mucho más revelador política y sociológicamente nuestra insistencia en pedir un plan minucioso sobre el futuro siempre incierto, que la discusión sobre cuántos planes se han elaborado o cuán extensa ha sido su divulgación. No obstante, a pesar de nuestro apego a las palabras—aunque sean letras muertas—nadie duda que el sentido político de cualquier promesa que intente calmar la ansiedad que nos paraliza, adquirirá un nuevo matiz luego de la PROMESA que ahora nos ahoga. (El que podamos distinguir entre uno y otro sentido del mismo término tiene mucho que ver con pragmática que la que hemos hecho referencia.)
II
¿Qué hace quien dice derecho?
Duncan Bell es un joven profesor en Cambridge que propone que la mayor parte de los habitantes de esta parte del mundo que llamamos occidente hemos sido ‘conscriptos del liberalismo’, lo sepamos o no.[2] Para Bell la hegemonía de los Estados Unidos necesitó confeccionarle una historia al liberalismo con la que enfrentar las de las otras teorías políticas con las que sus adversarios geopolíticos se disputaban el orden del mundo. El liberalismo, a falta de un origen inequívoco, bien fuera geográfico o generacional, se ha conformado y narrado de modo proteico. Ora comienza en la llamada Revolución Gloriosa de 1688, ora en la Guerra de Independencia de las Trece Colonias, o acaso unos pocos años después en la Revolución Francesa. A veces sus orígenes teóricos están en Locke, a veces Hobbes es una especie de proto-liberal, y en otras se pospone su historia hasta el siglo XVIII. Aunque Bell intenta proponer un método autoreferenciado para demarcar los límites históricos del liberalismo—lo que él llama una concepción sumativa—, para fines de este argumento voy a dejar sin bridas esta cualidad del liberalismo que Bell tan bien explica y concentraré la atención en un hecho remoto, pre-moderno, que excita aún la imaginación de liberales y libertarios como eco de remotísimos orígenes.
Si hay una tensión que el liberalismo considera fundacional, e intenta manejar institucionalmente, es la que plantea entre la emergente figura de un individuo y el estado que pretende reexplicar y recrear. En un documento medieval, la Carta Magna de 1215, se encuentra uno de los primeros ejemplos sobre cómo o dónde establecer algunos de estos límites. Antes que surgieran otros elementos que ahora asociamos con el liberalismo—como la idea de la sociedad como un contrato, o los derechos humanos como la secularización de los deberes cristianos frente a los peregrinos—está ese rotundo ‘no’ de los barones británicos al rey Juan, consignados como concesiones reales, en el acuerdo del siglo XIII que es la Carta Magna. Cuando un 15 de junio, hace algo más de 800 años, el rey plasmó sus compromisos en los 63 artículos en los que ahora se divide el texto, dejó muy claro qué otorgaba, a quiénes, según el consejo de cuáles, por qué motivos y qué ofrecía a sus interlocutores como garantías de cumplimiento. Aquí, parte de lo prometido entonces, y aún vigente en nuestros días:
14) La ciudad de Londres gozará de todas sus libertades antiguas y franquicias tanto por tierra como por mar. Asimismo, queremos y otorgamos que las demás ciudades, burgos, poblaciones y puertos gocen de todas sus libertades y franquicias.
39) Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado o privado de sus derechos o de sus bienes, ni puesto fuera de la ley ni desterrado o privado de su rango de cualquier otra forma, ni usaremos de la fuerza contra él ni enviaremos a otros que lo hagan, sino en virtud de sentencia judicial de sus pares y con arreglo a la ley del reino.[3]
Basta citar uno de los últimos artículos del mismo documento para esclarecer el origen de las concesiones, parte importante del contexto de esta alocución tan lejana:
61) Por cuanto hemos otorgado todo lo que antecede por Dios, por la mejor gobernación de nuestro Reino y para aliviar la discordia que ha surgido entre Nos y nuestros señores, y por cuanto deseamos que esto sea disfrutado en su integridad, con vigor para siempre, damos y otorgamos la garantía siguiente: Los barones elegirán a veinticinco de entre ellos para que guarden y hagan cumplir con todo el poder que tengan, la paz y las libertades otorgadas y confirmadas para ellos por la presente Carta.[4]
La Carta Magna aspiraba a mejorar la gobernabilidad del reino, aliviar la discordia que le dió origen y crear un mecanismo futuro para atender los conflictos que surgirían sin desmedro a lo ya concedido. También consigna una fantasía tan actual como recurrente del poder: que la correlación de fuerzas que dio origen al documento donde se decantan persista para siempre.
Esa voz de alto que los barones británicos dan al poder real resuena en otros documentos históricos, como, por ejemplo, las primeras enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos ratificadas en 1791. Quizás esto ayude a explicar por qué las demandas políticas más afines a la tradición liberal hegemónica son las que se presentan como reiteraciones de ese detente tan antiguo al poder del estado. La victoria liberal por excelencia, la que está servida en el imaginario político, obliga a algún poder a respetar nuevos límites y a dejar establecidos los mecanismos para garantizar esta conquista. Cuando se trata de una sociedad con un liberalismo corporativista, el poder al que más fácilmente se le propone un alto es, precisamente, el poder del estado. En una sociedad en la que el liberalismo opere dentro del marco de una sucesión de conquistas igualitarias—como las socialdemocracias—resulta más viable detener la acción de otros actores sociales, como, son las corporaciones.
Esta es la primera conclusión tentativa que quiero proponer. Quien dice ‘derecho’ en la arena política está tratando de detener a otro: a un actor social que percibe como más potente y con intenciones de irrumpir destructivamente en su vida. Si gritar ‘auxilio’ es pedir de quien escucha un tipo particular de respuesta que necesita de mucho contexto para especificar su curso, quien dice ‘derecho’ da una voz de alto sobre la cual solo el contexto puede ofrecer todos los detalles.
III
¿Y qué alternativas tenemos a decir derecho?
Si esto fuera así, si esta voz remota que nos llega del siglo XIII fuese la primera acepción pragmática de lo que significa invocar algún derecho, entonces nos encontramos ante la siguiente disyuntiva política. Si articulamos nuestras demandas en la forma de exigir nuevos derechos, partimos de las premisas políticas y discursivas que conformaron los primeros contextos históricos a peticiones de este tipo. Es decir, si exigimos un derecho vamos encaminadas a entablar una interlocución con un poder que es capaz de conceder lo que estamos pidiendo. Esa interlocución puede ser novel o puede transgredir, según lo peticionado, los límites de una conversación ya existente. Demandar un derecho es, a la misma vez, reconocer una autoridad, admitir un conflicto con esta y partir de una relación desigual entre ambas partes. Demandar un derecho es luchar por un reconocimiento, abogar por una nueva frontera entre quienes se hablan y quienes se aluden y suponer, que al menos en lo que se respecta a nuestra petición, todo lo demás se queda igual.
Si no queremos que nuestras demandan reiteren este conjunto de premisas, entonces nos vemos obligadas a optar, paralelamente, por alguna de estas rutas que no son, en lo absoluto, mutuamente excluyentes. La primera sería irnos de frente contra el sentido común político en el que se asienta lo que implica tener y demandar derechos. Esto no es otra cosa que combatir el liberalismo, o al menos a buena parte de él, como imaginario político hegemónico. Si al demandar un derecho no queremos reificar las premisas de un individuo frente a la autoridad del estado, ni dejar en ningún gobierno la capacidad de decidir quién tiene o no cuál poder sobre cualquier otro, ni tener que escoger uno entre los derechos ya reconocidos (positivos o negativos), o si no queremos derivar alguno nuevo a partir de los existentes; entonces, podemos comenzar el trabajo de intentar desmontar algunas de estas premisas. Podemos hacer esto mientras ensayamos una segunda alternativa. Podemos buscar dentro de las oquedades de la hegemonía liberal—así como entre los discursos residuales con los que convive en muchos sitios—otras herramientas discursivas que nos permitan formular aspiraciones sin invocar algún derecho y ante otras instancias que no sean las del estado. Un ejemplo de esto, al que hemos recurrido a escalas muy modestas, es hacer llamados a asambleas autoconvocadas, en las que se apela a la potencia conjunta de los que acudan. Por último, y sin menoscabo de las anteriores, podemos intentar cambiar las interpretaciones habituales de lo que significa tener derechos, reconociendo que el principio de la pragmática asume que los cambios en los contextos en los que se interpretan los términos potencian cambios en su sentido. No es a través de un fíat institucional que las palabras dejan de referir a ciertos conceptos o a ciertas cosas. Por lo que cambiar el sentido de los términos es, a la vez, cambiar el contexto histórico en el que se interpretan y el sentido común donde se asientan las interpretaciones habituales. Esto es lo que muchas veces llamamos ‘hacer el trabajo político’.
Nos suele parecer que la primera opción—cambiar el sentido común—es la más difícil y también la más revolucionaria. Digo ‘nos suele parecer’ porque en la política todo es más fluido de lo que muchas veces nos puede parecer. Lo digo, sobretodo, insistiendo en que adjudicarle a una estrategia el ser ‘la más difícil’ es responder a una pregunta empírica—no filosófica—que demanda acercarnos a los detalles de una coyuntura, y que exige calibrar una correlación de fuerzas siempre en movimiento. Sin embargo, no hay cambio más profundo al que pueda aspirarse, que el de intervenir lo que ya no necesita explicación alguna por lo obvio que resulta y lo que, a su vez, sirve de puro contexto para cada enunciado. Este es el monumental rol político que juega el sentido común. Retarlo es casi un mandamiento. Se trata de una lucha política cotidiana que en sí misma va abriendo posibilidades insospechadas.
Constantemente hay muchos trabajos contra el sentido común, a diversas escalas y sobre algunos de sus muchísimos elementos en contienda. Listo solo algunos ejemplos archiconocidos. Las izquierdas que siguen denunciando la magnitud creciente de las desigualdades combaten una normalización cada vez más peligrosa. Los colectivos que siguen defendiendo todo tipo de domesticidades y todas las formas de unión romántica hacen lo propio. Las feministas y las combatientes de todos los racismos que intentan desnaturalizar las agresiones que pasan como pautas culturales, ídem. Los proponentes de formas no binarias de la identidad de género, igual. Los activistas a favor de una reconversión energética que estando en medio del Caribe se valen del eslogan #queremossol parecen exigir lo que nos es dado, recordándonos que no es el caso. Los ecologistas que denuncian la imposibilidad de escoger entre naturaleza y economía, nos advierten qué tal disyuntiva, aunque cotidiana, es pura locura. La naturaleza no es prescindible ni recreable, si no asiento de la vida misma. Los golpes contra el sentido común vienen de muchos lados. Y fuerzas muy poderosas lo vuelven a apuntalar con igual esmero todos los días.
La segunda alternativa—plantear y movilizar lo que se desea en formas distintas al lenguaje de los derechos—recurre a medir el radio de acción tomando en cuenta los límites que representan las fuerzas políticas antagonistas y la institucionalidad vigente, para emprender una serie de acciones a pesar de las mismas. Aquí están todas las estrategias cimarronas que optan por dejar atrás la institucionalidad que no responde y con la cual no se considera productivo entablar ningún proceso de diálogo o negociación. Irse pa’l campo a intentar otra vida, desconectarse de algunas de las redes de suministros básicos, abandonar la escuela como espacio para educar a los niños o al complejo médico hospitalario para gestionar la salud, son algunas estrategias de resolver ahora sin demandarle al otro que apuntala el orden de las cosas y sin reiniciar el diálogo entre un ‘tú precario y un yo plenipotente’ que vive en el corazón de cualquier demanda por los derechos. Quien así actúa colabora también con las que toman la esquina larga de cuestionar el sentido común. La sagacidad de su ejemplo le sirve a las que emprenden el trabajo ideológico contra el sentido común de potente corrosivo. Son el ejemplo vivo de cómo saltarse o ignorar la norma. Los que apuestan por esta ‘segunda alternativa ’ también apuntalan la lucha por los derechos cuando sus logros redimensionan la (in)efectividad del estado ante ciertas demandas. Si lo que otros demandaron como un derecho se pudo obtener por las rutas que estos ensayan, entonces luce patético el gobierno que niega peticiones o que tarda injustificadamente en concederlas.
Por último, está la estrategia de cambiar específicamente lo que quieren decir los términos políticos hegemónicos; por ejemplo, lo que quiere decir tener derechos. Esta es la opción que persigue el trabajo de Martha Nussbaum que exploraremos en breve.
IV
¿De qué queremos ser parte?
Ahora bien, la pragmática supone una intencionalidad comunicativa muchas veces ausente en el discurso político. La pragmática examina lo que ocurre en un contexto en el que existe una intención comunicacional. Esta premisa no aplica a todas cuando de discursos políticos se trata. Para quienes prestan atención, está la cháchara continua de un partido con el otro, los secreteos entre el gobierno y el capital, las escaramuzas entre el ejecutivo y el legislativo y el silencio apropiado (o no) de la rama judicial. Para buena medida, ahora están disponibles a toda hora los impertinentes tweets del presidente Trump y las cartas que la Junta dirige a funcionarios públicos. Y, por supuesto, lo que tanta gente lúcida argumenta o comenta sin ser tomada en cuenta por las autoridades. No obstante, gran parte de lo que nos interesa a las que estudiamos la política desde abordajes decoloniales o subalternos es precisamente cómo hacen política los que se encuentran al margen de la intención comunicacional de lo que ocurre en el llamado foro público. Sabemos que ser escuchadas, como si el otro tuviera alguna razón para oírnos; lo mismo que lograr que responda, tomando en cuenta que nosotras sí escuchamos; así como obligarlo a hablar, como si tuviera que anticipar una respuesta de nuestra parte, es quizás la sucesión más decisiva de logros políticos. Indica que se tiene un pie adentro en la comunidad política. Nada de esto suelen tener los grupos subalternos. Hay gente de la que no sabemos nada porque nadie se detiene a preguntarles su parecer o su sentir; mucho menos a entrevistarlos sobre algún asunto fundamental a su existencia. En el actual estado de cosas, su inclusión en la conversación sería la señal más inequívoca de algún grado de reinvindicación social.
Achille Mbembe, el filósofo político camerunés, describe así los efectos políticos que tuvo la esclavitud. Dice Mbembe:
La condición del esclavo es […] el resultado de una triple pérdida: pérdida de un hogar, pérdida de las derechos sobre su cuerpo y pérdida de su estatus político. Esta triple pérdida equivale a una dominación absoluta, a una alienación desde el nacimiento y a una muerte social (que es una expulsión fuera de la humanidad). […] No podemos considerar que [la plantación] forma una comunidad por una sencilla razón: por definición, la comunidad implica el ejercicio del poder de la palabra y del pensamiento.[5]
Quien no puede hacer de la palabra un instrumento políticamente viable no es parte de la comunidad política que está enclavada en la sociedad donde sobrevive. Sin la palabra como instrumento político, nadie puede dar el detente efectivo que proteja al cuerpo, a los afectos o a la propia vida. Sin interlocución ni reconocimiento previo a lo que una pueda decir, no hay derechos que valgan; por más que en el discurso público no se hable de otra cosa. Por lo tanto, la lucha por la visibilidad, por la palabra propia, por la interlocución ante el poder y por los derechos son todas versiones de una misma lucha. Constituyen la sucesión indispensable con la que nos volvemos parte de la comunidad política en la sociedad en la que vivimos.
Cuando se lucha por la inclusión—por el movimiento desde los márgenes—resulta políticamente útil señalar las contradicciones entre lo que otros dicen y lo que han hecho. Algunos se dan a la ingente tarea de revisar la historia para que esas disonancias, muchas veces camufladas, resulten evidentes. Cuando la historia se cuenta en clave de trama política, marcar la distancia del dicho al hecho es una manera particularmente efectiva de contrastar la pragmática con la semántica de los discursos políticos. En su libro Contrahistoria del Liberalismo el filósofo político italiano Domenico Losurdo, recientemente fallecido, apunta a una de estas grandes disonancias. Dice Losurdo que
[e]n la revolución norteamericana [es decir, en la Guerra por la Independencia de las trece colonias] Virginia desempeña un papel relevante: aquí está presente el 40 por ciento de los esclavos del país; pero de aquí proviene el mayor número de protagonistas de la revuelta que ha estallado en nombre de la libertad. Durante treinta y dos de los primeros treinta y seis años de vida de los Estados Unidos quienes ocuparon el puesto de presidente fueron propietarios de esclavos, provenientes, precisamente de Virginia. Es esta colonia, o este Estado, fundado en la esclavitud, el que proporciona al país sus estadistas mas ilustres; baste pensar en George Washington […] y en James Madison y Thomas Jefferson (autores respectivamente de la Declaración de Independencia y de la Constitución Federal de 1787), los tres, propietarios de esclavos.[6]Que los descendientes de estos hombres blancos reconozcan cabalmente algo tan fundamental como el derecho a la vida de los descendientes de los otrora esclavos constituye al día de hoy una agenda inconclusa. Por ello resulta indispensable el trabajo incansable de organizaciones como Black Lives Matter. Si hace falta recordar constantemente algo tan antiguo como lo consignado en el artículo 39 de la Carta Magna, es porque el mismo poder soberano que a algunos le concede derechos, a otros les deja morir. A esto se refiere Mbembe por necropolítica, la soberanía entendida en su doble capacidad de hacer morir a algunos y dejar vivir a otros.[7] Como defensa, las comunidades afroamericanas alzan su voz al unísono para que se les reconozca a cada uno de ellos, individualmente, lo que ningún cuerpo blanco masculino y heterosexual tiene que reclamar colectivamente: la posibilidad de dar un alto a quien le resulte amenazante, la capacidad de afirmar que sus cuerpos están entre los que se dejan vivir.
V
Cambiar los términos
Por mucho tiempo hemos partido de la premisa que todas queríamos ser escuchadas y tener derechos en la sociedad donde coexistimos. El paradigma dominante de reinvindicación política ha sido el de la inclusión frente a la exclusión, el de la nivelación frente a la dominación. Este programa, necesario moral y políticamente, contribuye, no obstante, a cierto narcisismo del poder. El dominante y el excluyente si pierden, ganan. Pueden decirle a la que logra ser finalmente admitida a la comunidad política: “Me has vencido. Puedes ser como yo. Reconozco mi derrota. Esfuérzate en llegar a ser como he sido.” Para combatir esta respuesta lampedusiana hay que llegar a ser parte marcando la diferencia con aquello a lo que una se integra, una especie de ‘sí, pero no’ tan retante. Se trata de commutar un triunfo inmediatamente en otra lucha constante: el de advenir a estar sin advenir a ser.
No obstante estos retos, la inclusión política en la sociedad de la que se es parte es a veces la única opción existencial, material y políticamente viable. Podemos fugarnos de algunos de los ámbitos de la sociedad en la que vivimos, pero no podemos irnos de todos. Podemos luchar para cambiar la sociedad que nos excluye, pero mientras logramos transformarla en otra, la que queremos, nos escuece la urgencia de trastocar las subalternidades de ahora. Nuestra lucha es in situ, aunque no perdamos de vista otro futuro. Tal es el caso de las reinvindicaciones feministas o el de las comunidades afro descendientes y latinas en los Estados Unidos.
Las mujeres, por ejemplo, hace mucho tiempo que expresamos el deseo de un cuarto propio. Desde entonces, hemos logrado algunos espacios en instituciones que hacen algún esfuerzo en patrocinarnos. Estamos construyendo aún zonas de encuentros que nos permitan explorar femineidades alternas a las hechas a imagen y semejanza de una masculinidad heteronormativa. Queremos fundar otra sociedad en la medida que soñamos con acabar con el patriarcado, pero queremos hacerlo aquí, no en ningún margen. Para nosotras no hay campo a donde irnos para siempre. Nuestra lucha política entonces se aboca en la dirección de la inclusión y en la nivelación de las condiciones colectivas. Sirve para esto el llevar el registro histórico de nuestras ausencias injustificables, el denunciar las imposturas reescribiendo lo que se dijo o hizo en nuestro nombre sin que nadie nos preguntara nada e intentar, también, cambiar los términos políticos.
VI
Derechos como desarrollo de capacidades
Martha Nussbaum, la filosofa estadounidense que en el 2016 ganó el premio japonés Kyoto—equivalente al Nobel para disciplinas no reconocidas por el galardón sueco—propone en su libro Women and Human Development: The Capabilities Approach reinterpretar lo que significa tener derechos[8] Para Nussbaum se trata de una propuesta que se solapa con el trabajo del Nobel en economia, Amartya Sen, proponente del Índice de Desarrollo Humano. Si para Sen el desarrollo económico debe comprenderse como la existencia de posibilidades materiales para que las poblaciones que generan las riquezas puedan disfrutar de sus libertades; para Nussbaum, tener un derecho es lograr que toda institución pública garantice a todas el desarrollo de una serie exhaustiva de capacidades humanas. Tener un derecho no se trata de poder decirle ‘no’ al poder, ni de una concesión más o menos escuálida en los periodos de vulnerabilidad, sino de lograr de toda la organización social un ‘sí’ sostenido, variado y duradero.
Nussbaum no se conforma ni con que unos pocos alcancen niveles muy altos de desarrollo, ni con que la mayoría obtenga algún nivel rudimentario de las capacidades humanas que detalla. Antes de dedicarse a estos temas Nussbaum se especializó en filosofía clásica, por lo que el compromiso que exige con el desarrollo de todas las capacidades humanas apunta a la excelencia. En sus preocupaciones sobre cuál es el nivel adecuado que debe alcanzar el desarrollo de las capacidades humanas escuchamos el eco de los argumentos de Aristóteles en la Ética a Nicomaco. Si a la luz de una interpretación pragmática de los derechos, disfrutarlos significa haber alcanzado la capacidad de dar un alto al poder; para Nussbaum, tener un derecho es arrancar las garantías que nos permitirán desarrollar capacidades que nos son comunes, pero que vivimos y desarrollamos como individuos. Aquí la lista de algunas de las capacidades que propone Nussbaum y con la que exige el nivel de compromiso que pueda considerarse como un derecho. Nussbaum propone como una nueva acepción del tener derechos el desarrollo de la capacidad,
1. De vivir hasta el final de la vida—sin morir prematuramente por falta de condiciones—o hasta que decidamos que la propia vida ha dejado de valer el esfuerzo de vivirla.
2. De tener salud, lo que implica gozar de salud reproductiva, nutrición adecuada y albergue.
3. De disfrutar el cuerpo, para movernos libremente, sabiendo que nuestras fronteras corporales serán respetadas. Esta capacidad implica el disfrute de la satisfacción sexual y el derecho a escoger o no reproducirse.
4. De los sentidos, la imaginación y el pensamiento; de tal modo que su desarrollo nos permita utilizarlos todos, y hacerlo de manera realmente humana. Esto implica una educación adecuada, la garantía a la libertad de expresión y el ejercicio de la libertad religiosa. Implica también el derecho al placer y a evitar el dolor innecesario.
5. De las emociones. Lo que requiere el poder desarrollar apego a las cosas y a las personas, demostrar amor, dolor, duelo, anhelos, gratitud y rabia. Y, requiere las medidas que eviten que el abuso, el desamparo o los eventos traumáticos arresten su desarrollo.
6. De la razón práctica, para que podamos hacernos una idea propia del bien y poder planificar acorde, de un modo crítico.
7. De afiliación. Lo que requiere la capacidad para la amistad, la justicia y el poder vivir sin ser discriminadas por las afiliaciones que a otros le sugieran la raza, el sexo, la orientación sexual, la religión, la casta, la etnicidad o el origen nacional.
8. De vivir con otras especies, de modo que podamos desarrollar relaciones y mostrar preocupación por los animales, las plantas y el mundo natural en su conjunto.
9. Del juego, la risa y otras actividades recreativas.
10. De poder controlar nuestro ambiente, lo que incluye la participación política que nos permite decidir sobre lo que afecta nuestra vida, así como el poder adquirir propiedad, tener empleo y estar protegidas contra incautaciones y búsquedas injustificadas.[9]
Nussbaum considera que puede defender la universalidad de todas estas capacidades apuntando a la experiencia común de los cuerpos femeninos que laboran en todo el mundo, a sus necesidades de alimento, descanso y salud; así como al quebranto que sufren esos mismos cuerpos cuando son objeto de distintas violencia por razones análogas en muchas partes del mundo.[10] De la acepción liberal de los derechos Nussbaum conserva la centralidad política del individuo y la concepción del derecho como parte de una conversación tirante con el poder del cual hay que lograr una serie concesiones y compromisos de largo alcance. No obstante, su concepción de la relación entre el individuo y la sociedad no es liberal sino mas bien clásica. Para Nussbaum las sociedades no pueden renegar de su rol como incubadoras de seres humanos ni pueden concebir su compromiso con estos como proveedoras de una serie de bienes efímeros y servicios básicos, sino como sus acompañantes a lo largo de su devenir. En contraste, la preeminencia que Nussbaum le otorga a que la sociedad provea medios para el desarrollo de capacidades y no los fines colectivos que deben perseguir sus habitantes es de clara factura liberal. Para Nussbaum, como para Rawls, lo que el estado nos debe primordialmente es la posibilidad de poder desarrollar y procurar nuestra propia concepción del bien. A este ordenamiento se le suele denominar la prioridad política (liberal) de la libertad sobre cualquier idea del bien. Aunque Nussbaum pone el acento en los compromisos necesarios para que cada humana pueda desarrollar esta última concepción fundamental.
VII
Abonar a la confusión del mundo
contra la claridad de lo insuficiente
No me cabe duda que las sociedades liberales serían mejores si los estados pudieran concebir su responsabilidad para con las ciudadanas de este modo casi maternal que propone Nussbaum, negándose a la indiferencia ante la muerte que ahora calladamente administra. Serían, sin dudas, mejores si extendieran a todas su compromiso con el desarrollo de lo que siendo de cada cual nos es extrañamente común. Sería un paso de avance el que los derechos no fueran un estrecho puente entre un yo frágil y un otro poderoso y sí una serie de apoyos consistentes que sirvieran al desarrollo cabal durante toda una vida. Más interesante aún sería ver cómo se traduciría esta concepción de los derechos ante otros actores sociales que no son el estado. Cómo, por ejemplo, el capital para el que alguna labora, o el banco donde deposita sus ahorros o la escuela donde estudia, respetarían el derecho que todas tenemos a ordenar la vida de acuerdo a nuestra propia idea del bien.
Aunque el trasfondo liberal de Nussbaum la lleve a defender una universalidad robusta para su carta de derechos/capacidades no veo desmedro en que cada sociedad examine la lista para sumarle otras y decida dónde colocar el umbral apropiado para el desarrollo de cada una de las capacidades humanas. Si uno es un Uro viviendo con su familia en una isla de totora en el lago Titicaca, su vida y su felicidad van a depender del desarrollo de habilidades y sentidos distintos a las de un suizo que toma su café mientras sigue las transacciones de la bolsa en Zürich. Las capacidades asociadas al mantenimiento de la propia vida, a la imaginación, a los pensamientos, a los sentidos, a la idea del bien, y a la convivencia con otras especies, para mencionar algunas, se especificarán en cada contexto que considere reinterpretar en la clave propuesta lo que son los derechos.
Como el proyecto filosófico que es, la elaboración de Nussbaum me parece una guía fecunda para saber qué debemos procurar para los demás con los recursos disponibles ante cada instancia del estado y en cada esfera de acción colectiva. Nussbaum aspira a que a nivel internacional esta guía sirva, cuánto menos, para exigirle a los estados actuales los datos que nos permitan establecer métricas de cumplimiento y estándares comparativos. Pero Nussbaum aspira a más. De manera similar a cómo las Naciones Unidas complementó con la propuesta de Sen de un Indice de Desarrollo Humano (IDH) los indicadores de desarrollo que se centraban en información puramente económica, Nussbaum quisiera que su concepción de los derechos como capacidades humanas se elevara a rango constitucional y atemperara otras interpretaciones vigentes a nivel internacional.
De ser así, —y termino con esta conclusión—nuestra ‘tercera alternativa’ al acto político de demandar un derecho, la que denominamos ‘cambiar los términos’ resulta una instancia de las primeras dos. Intentar cambiar lo que entendemos por derechos es querer intervenir el sentido común político y elaborar una teoría jurídica desviándose de la canónica, esto es, una manera de ir creando un margen a la institucionalidad vigente que interpreta los términos de otra manera. Pero más aún, intentar convencer a algunas feministas ejerciendo cierta influencia académica, así como el intentar persuadir a las instituciones internacionales —que en alguna medida son responsables de homogeneizar la interpretación sobre los derechos humanos—es hacer un cierto tipo de trabajo político. Es desplegar una estrategia pragmática, en más de un sentido. Proponer a quien escucha ‘derechos’ que debe pensar en ‘mecanismos para el desarrollo de capacidades’ es ir propiciando un nuevo contexto de interpretación. Es promover, hasta que se obtenga un cambio en las correlaciones de fuerza, malentendidos políticamente fecundos; de esos que van abriendo otras posibilidades insospechadas.
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[1] Kepa Korta y John Perry, «Pragmatics», en The Stanford Encyclopedia of Philosophy, editada por Edward N. Zalta, (Stanford: University of California, edición 2015). Consultada el 10 de noviembre, 2018. https://plato.stanford.edu/archives/win2015/entries/pragmatics/>.
[2] Duncan Bell, Reordering the World: Essays on Liberalism and Empire, (Princeton, NJ.: Princeton UP, 2016), 69.
[3] Magna Carta (15 de junio 1215). Accesado el 10 de noviembre de 2018. http://www.ub.edu/ciudadania/hipertexto/evolucion/textos/gb1.htm
[4] Ibid.
[5] Achille Mbembe, Necropolitica, trad, Elisabeth Falomir Archambault. (Santa Cruz de Tenerife: Melusina editores, 2011)
[6] Domenico Losurdo, Contrahistoria del Liberalismo, (Barcelona: Editorial El Viejo Topo, 2007), 22.
[7] Membe, 19.
[8] Martha Nussbaum, Women and Human Development: The Capabilities Approach, (Cambridge, UK: Cambridge UP, 2000).
[9]Ibid, 78-80.
[10] Ibid, 22-23.