Overkill
Hay palabras que traicionan su propia intención calificadora. “Mesura” es una de ellas, como cuando se dice hablar con mesura, por ejemplo. Se sabe que alude a un control prudentemente ejercido, ¿pero dónde radica exactamente este peaje discursivo y dónde comienza la transgresión?
Para todo su parentesco etimológico con la medida y el límite, la palabra “mesura” describe un ideal, una intención, si se quiere decir, más que un momento matemático. Le tocaría en todo caso al contexto social y al momento histórico establecer los parámetros de lo justo y razonable en la expresión mesurada.
Intriga, sin embargo, la existencia de un límite en algún lugar del debate, un “basta ya”, que en sociedades mediatizadas debía poder articular el antes y el después de la tolerancia, algo así como el memeficado “por qué no te callas”, comentario que dejó ver caricaturescamente claro que el alcance social de lo mesurado lo establece quien más poder tenga para capturar la atención de una mayoría y hacerla su aliada.
Tanto el ahora difunto Chávez como el monarca iracundo que originó la frase fueron acusados de desmesura, y la discusión que sobrevino al suceso expuso el pulseo simbólico entre los dos bandos. La intención era ganar control sobre la definición del límite y, por ende, del exceso.
¿Por qué esta larga divagación sobre algo tan obvio? Nada, que como pienso que ha circulado tanto argumento a favor de la equidad frente a la gran diversidad de identidades de género, aquellos que simpatizamos con la causa empezamos a dudar de la insistencia, y hasta nos preguntamos si no estaremos llegando al límite de su defensa. ¿Puede uno matar la relevancia de un issue en la repetición constante? ¿Habrá un momento donde se agotan los argumentos y las estrategias debían moverse a tonos, retórica y efectismo, por más objeciones éticas que se tengan contra la espectacularización de un movimiento social? ¿O habrá momentos donde la mesura discursiva es precisamente el problema y el asunto a ser interpelado, por no decir, desbancado de una puta vez?
Son preguntas como estas las que me tienen calculando la magnitud del tiro que quisiera disparar, y cavilando si la idea misma de apertrecharse y atacar está dentro o fuera de la deificada mesura.
Que ha habido una intensificación en la discusión pública en torno a los derechos y las identidades de género es algo que no habría que poner en duda. Soy de una generación que ha visto el aumento paulatino de presencia mediática de gays, lesbianas y transexuales, al punto de que ya no es novedad, aunque en Puerto Rico algunos sectores, por no decir la mayoría, lo toman como un asunto nuevo que ha venido a joderles la vida, y la de sus “indefensos” hijos, con detestable estridencia. Para ellos, hace rato que se debía estar hablando de otra cosa. Y muchas de sus defensas de la “normalidad” están basadas en la idea de que la homosexualidad es una moda, algo así como una silueta charra que con suerte será superada en dos o tres temporadas. La familia no, la familia es eterna, dicen.
Visto así, no habría razón para movilizarse, que es lo que probablemente pensaban los creyentes en la normalidad, hasta que ocurrió lo que está ocurriendo ahora, que del bufón estereotipado en la comedia, o la víctima sufrida y acosada que siempre muere al final de la película, nos hemos movido al activismo ruidoso, a la presencia en prime time de la transexual valiente y muy dueña de la cámara, denunciando al contingente policial que invadió su apartamento cargándose las leyes a gusto y gana, por dar un ejemplo colorido.
Esa presencia política y desafiante de las minorías sexuales es lo que verdaderamente levanta alarma entre sectores conservadores y fundamentalistas. Ahora estos andan convencidos de que no se movilizaron a tiempo. La desmesura de sus expresiones hoy, el sentido de urgencia que se traduce en miedo histérico, los tiene pintando cuadros apocalípticos que ni siquiera corresponden a la representación diversa de las identidades de género que desde los tempranos noventa promueven los medios de comunicación. Su enemigo no cuadra con la realidad percibida, sobre todo ahora que el colectivo LGBTT ha articulado mejores estrategias de visibilidad teniendo el efecto de desmitificar su alegada villanía.
Los patos y patas que uno conoce no guardan relación con lo que estos conservadores de línea dura describen. Sus caracterizaciones tampoco se acercan ni remotamente a los inofensivos personajes que pueblan el cine y la televisión. Es decir, que quienes lucen hoy desmesurados en su miedo primitivo a la diferencia son los grupos fundamentalistas. Su matiz interpretativo no corresponde al drama social que se desata. Digamos que están sobreactuando big time.
Mientras más joven sea el ciudadano que observa el espectáculo, más curado de espanto estará frente al abanico de identidades de género, y menos receptivo será a la gritería de “atentados contra la familia” y “abominaciones de Sodoma y Gomorra” que han dominado las primeras planas.
Dichos sectores religiosos no están tan unidos en esto como dan a entender en su discurso público, y esa debilidad parecería ser la fortaleza del cristianismo, que reconoce la coexistencia de interpretaciones y lineamientos teológicos. Hoy sabemos que la prisa condenatoria de algunos, desmesurada diría yo, tiene contrapartes de amor y compasión en otros grupos, que ya ni siquiera cargan con el condescendiente “detesto al pecado pero amo al pecador”.
En definitiva, que hay cristianos a los que no les sorprende ver humanidad y vida edificante en personas que no se identifican con los cuadros de “normalidad” que el ser humano biológico trajo de fábrica, y que aceptan la construcción cultural de la identidad como una legítima acción humana. Algunos hasta te dan razones de naturaleza espiritual para justificar por qué no todos respondemos al manual de instrucciones del miembro o la vulva que nos tocó.
Argumentos legales se han escuchado (“esto es una cuestión de derechos; no puede haber ciudadanos de segunda clase”); filosóficos (“el Estado no tiene autoridad ética para impedir la realización de un ser humano”); políticos (“no hay libertad política sin libertad sexual”); humanos (“quién es uno para impedir el amor en momentos de angustia, enfermedad y muerte”), y las propias explicaciones religiosas que le confieren autoridad a un Dios que lo mismo da libre albedrío que nos coge de vuelta. Los cristianos en realidad no se deciden, y a Dios gracias que existe esa diversidad de doctrinas y teologías, porque mala sería la cosa si todo el debate religioso siguiera el curso de los singulares y las definiciones inamovibles.
Siento que no queda mucho más por decir, y hasta comprendo por qué algunos ya dicen sentirse agotados con lo dicho. Los hay convencidos de que este asunto está superado, porque lo está en su círculo homofílico de amistades; te dicen que cuál es el issue, que por qué no nos callamos y ya. Esto principalmente lo escucho entre los más jóvenes, que todavía no se han percatado que contra eso que les pide el cuerpo existe todo un Estado de derecho listo para victimizarlos, y que esa vida con sabor a nuevo a la que se asoman, sin los derechos en el sitio que hoy se reclaman, se tornará cruel por decisiones de mayorías que se asumen autorizadas para oprimir.
La saturación y estridencia del debate a favor de la equidad para todas las identidades de género, y las consabidas protecciones laborales, figuras legales de legitimación, etc., llegó para quedarse, pues si ahora es acceso a la “normalidad” lo que aparenta reclamarse (algunos le llaman “inclusión”, “asimilación”), pronto el asunto evolucionará hacia la validación de un verdadero cuadro de diferencia, donde el objetivo no es vincular toda forma afectiva al matrimonio o proteger el “derecho” a ser explotado en la fuerza laboral. Uno quisiera pensar que el devenir definitivo del activismo queer y sus alianzas con el feminismo sería trastocar esos entendidos, y en ese sentido tienen perfecto derecho a percibirse amenazadas las coaliciones pentecostales y otros achichincles del ruido fundamentalista.
Es cierto, su visión restrictiva de la convivencia, que pretende inmiscuirse en el propósito de ser y actuar que cada cual define conforme a lo que le es natural, languidece frente a un inevitable entendimiento de que la diferencia es buena y necesaria, incluso para el aparato de explotación capitalista que siempre encontrará en ella un paisaje virgen de expansión económica.
Y en esto, sorprende todavía cuán arcaicamente rurales son las concepciones de familia que manejan los grupos conservadores, y cuán afín son al cacareo del Arzobispo que cita a un René Marqués (irónicamente enclosetado) atacando la máquina y viendo en los procesos modernizadores un desplazamiento del Puerto Rico que atesoraba. Resulta que ese Puerto Rico ya no tiene tantos defensores, y que somos muchos los que no vemos el mambo como la perpetuación de un santuario de valores nacionales, sino que entendemos el asunto de la puertorriqueñidad como un repertorio a ampliar, no a expurgar.
Cada vez somos más lo que objetamos regresar a esas relaciones patriarcales del imaginario rural. Cualquier partido político que tenga los oídos en tierra hoy debería reconocer que esa mayoría vieja y conservadora está en vías de extinguirse, y que nuevas generaciones, donde estarían los votos del futuro, no se identifican con el pánico “aleluya” y el ignorante discurso de cielos e infiernos, que si no fuera por la seriedad del asunto serviría como forma de entretenimiento malsano, (y no por ello menos cómico).
Quizá, lo que sí queda por decir, aún en este momento histórico de bienvenida desmesura, va dirigido a los políticos, y a los ejemplares que la política instaló en la rama judicial. Supongamos que por más convicciones que aseguren tener los muy honorables, en realidad casi nunca acuden a ellas, pues les resultan más lastre e inconveniencia que oportuna carta de presentación.
Yo dejaría a un lado toda esa bayoya de pedirles a los legisladores que voten por su conciencia, como si ese ámbito reflexivo fuera un vecindario que visitaran frecuentemente. Habría que decirles, en overkill desmesurado, que si el argumento filosófico de proteger a las minorías de las mayorías todavía les parece demasiado abstracto, que procedan a documentar la composición de una emergente mayoría compuesta por gente mucho menos leal a insignias partidistas, y más sintonizada a valores morales cambiantes. Ello debía hacerles concluir que sus carreras políticas no sobrevivirán complaciendo a las mayorías del pasado, sino a las del futuro, que están en plena formación.
A esa nueva mayoría, todavía incipiente, la estamos exponiendo, desmesuradamente, a un mundo igualitario, y en el momento en que descubran que ustedes, políticos de mi vida, son el impedimento a este noble propósito, buscarán la manera de destronarlos. Rodarán las cabezas de aquellos que en su acomodaticio presente voten a favor del conservadurismo y el pasado.
No me conformo con decir que la historia los juzgará como cobardes, si es que deciden alinearse con el pandereteo recalcitrante. Eso sería esperar demasiado, y aquí no hay tiempo que perder. En este presente veloz, el giro mediante el cual los que hoy somos minoría nos convertimos en mayoría ocurre de manera inesperada y sí, violenta.
Aquel que quiera una carrera política longeva, que afine sus sentidos, porque hoy abrazamos la desmesura y el overkill sin dar marcha atrás, y eso a ustedes, políticos de mi vida, les debe producir suficiente miedo como para actuar conforme a su más inherente instinto de sobrevivencia.
Yo en realidad quisiera hablarles con respeto, pero eso solamente lo reservo para quien sea capaz de reciprocarlo desde su rol de legislador.
Sabemos que son oportunistas, y que quieren estar vivos en el Capitolio del futuro. Si eso es así, escuchen bien y pónganse para su número, porque si el plan es fallarnos hoy, acabaremos con ustedes mañana. Incluso antes.