Paisajes coloniales
Para Arlette de la Serna
1. Jack Délano: Campo cañero en la vecindad de Río Piedras, 1941. Transparencia a color.
El inmigrante ucraniano llega a Puerto Rico por vez primera en diciembre de 1941. Por la suma de fotos que toma en esos meses, resulta evidente que queda deslumbrado por la exuberancia del, a sus ojos, exótico, paisaje tropical isleño. Su tarea es la de producir “fotografía documental”, pero el artista que lo habita le exige utilizar el inacostumbrado color. Délano fija con detenimiento su encuadre, para dividir, cual lienzo de Mark Rothko, esta imagen en dos partes precisas, cielo y tierra, dos espacios opuestos pero indisolubles, familiares pero inexplicables, ajenos el uno al otro pero inseparables. (Observado desde el cemento y el bitumul de 2014, este “Río Piedras” nos parece imposible pues, ¿a dónde se fue?) Parecería que las potencialidades de este paisaje son infinitas. No obstante, esta no es la vista que Luis XVI dominaba desde su palacio en Versalles. El artista que habita en Délano le imposibilita falsificar: el bohío en la parte inferior de la composición sumerge este paisaje en la historia, en un determinado tiempo político, económico, social. Ninguna “edad de oro”, ningunas posibilidades ilimitadas, ningún “borinqueño edén”. El bohío nos revela la existencia de una colectividad, con unas condiciones concretas—paupérrimas—de vida.El paisaje de Délano no es el de “tierra y cielo”, su verdadero paisaje es la gente. Esta foto es una traducción visual del poema El humo de Bertolt Brecht: “La casita entre árboles junto al lago,/ del tejado un hilo de humo./ Si faltase/ qué desolación/ casa, árboles y lago.”
2. Antonio Martorell: White Christmas, 1980. Tarjeta postal alterada, 10 x 15 cm.
Si el paisaje cañero de Délano evidencia una gran empresa de trabajo organizado, esta imagen de Martorell hace de todo trabajo una imposibilidad. Ni siquiera el tiempo de asueto playero es posible. Las manchas blancas añadidas por el artista hacen trizas la imagen, esto es, el coloniaje anula hasta la naturaleza misma, aquí ausente, por tratarse de una foto reproducida en masa. El “paraíso tropical” que la postal vende es desmentido junto al sistema político que lo sostiene: tan fraudulento, como inverosímil es la imagen que observamos.
Martorell ha producido pocos paisajes. Pero no ha sido necesario que produzca más; con este, nos ha entregado el Paisaje Imprescindible de la Plástica Puertorriqueña.
3. Myrna Báez: Autopista hacia el sur, 1974. Acrílico sobre lienzo, 186 x 52 cm.
Esta pintura, como todo buen arte, no está hecha para decorar salas, que no hay tal cosa como arte “bonito”. Composición incómoda, de colores inoportunos, nada en ella parece conciliarse. La imagen queda dividida en tres partes que no logran hacerse una. Un cielo descarriado, un horizonte ciego, una ruta hacia el abismo. El auto debería remitir a la presencia humana, pero aún esa presencia es anulada. (El perro hundido de las “Pinturas negras” de Goya no estaría ajeno a un espacio como este.) La poca sombra de lo verde apunta a una pérdida, a una transformación que alguna vez se creyó favorable y que desembocó en esta desazón. Para añadir a la angustia, este paisaje no es inventado, sino una sección muy reconocible de la Autopista Luis A. Ferré. Esto es, carga con una historia muy concreta.
Báez aquí pinta un retrato de su nación, el desencanto con la modernidad.
4. José Campeche: Ex-voto del sitio de San Juan por los ingleses, c. 1797. Óleo sobre lienzo, 64 x 86 cm.
Ya en el siglo XVIII Campeche lo sabía. Todo paisaje puertorriqueño es un paisaje colonial: asediado, usurpado y expoliado por poderes exteriores. La presentación plástica de la belleza edénica queda a un lado para honrar una acción determinante en la historia puertorriqueña. El bienaventurado pintor sanjuanero nos entrega un lienzo de aliento mítico/épico, en el que, mediante un minuciosamente caligrafiado texto, le adjudica la victoria al gobernador Ramón de Castro en cofradía con las fuerzas divinas: “La opinión general cristiana y piadosa de los havitantes de esta noble Isla es que haver experimentado exito tan feliz en el Sitio y presipitada retirada del Ingles, lo debemos principalmente a la Santísima Virgen N. S. quien…se ha manifestado siempre protectora de los que en urgentes necesidades devotamente la han imbocado” (sic). Campeche inmortaliza la victoria de los puertorriqueños como signo de una presencia—una afirmación—incontestable, validada aun por los poderes espirituales.
Y, como el humo que sale de la casita de Brecht, el humo que sale de los cañones mezclándose con el vaho de las nubes, testimonia una resistencia. Resistencia que no es un anhelo, sino una certeza. “Si faltase/ qué desolación…”.