Paralelismo
La estrella de David tiene un hermoso simbolismo. Dos triángulos invertidos que expresan el punto de encuentro del Cielo y de la Tierra: allí donde también radican las más altas aspiraciones de la condición humana. A su vez, la esvástica es el símbolo ancestral de la nobleza – la nobleza espiritual, que no la étnica o racial. A este respecto, puede hacerse una conversión estética con ambas figuras de tal manera que la puesta en movimiento rotatorio de la estrella termine por convertirse en esvástica y que la rotación de los brazos de la esvástica adquiera la forma de triángulos invertidos de la esvástica. Se trata de un agraciado paralelismo.
El desgraciado paralelismo consiste en esto: el Estado de Israel ha malogrado la estrella de la misma manera que el Estado nacional-socialista alemán banalizara la esvástica ad nauseam. Este paralelismo se torna patético cuando uno se percata de que el Estado de Israel se funda en 1948, sobre las ruinas del régimen nazi, y el fracaso de su programa de exterminio (shoa) de la cultura hebrea, y no ya sólo del pueblo judío. El asunto se vuelve aún más grave cuando uno recuerda que el Estado de Israel lleva la marca indeleble de otras dos circunstancias históricas. De una parte, está su deuda con la mala consciencia y el sentido de culpa de Europa y, de otra, la manera en que la hegemonía imperial anglo-americana (es decir: el relevo que el imperio estadounidense toma de su ancestro, el imperio británico) ha sostenido, con la sanción final de las Naciones Unidas en 1947, la pretensión israelita de imponerse en la Palestina. Todo ello a costa de su población árabe y en detrimento de las condiciones más básicas de vida del pueblo palestino. Nada bueno, es decir, noble ni sano puede nacer de ese complejo telón de fondo sostenido por la culpa, el odio, el resentimiento, la envidia y el anhelo de venganza, es decir, por la cadena de afectos más subyugadores y serviles de la condición humana.
Así, pues, a la manera de una transformación geométrica de los afectos, la estrella de David sionista ha terminado convirtiéndose en la cruz gamada o esvástica de los nazis. Y así como el pueblo más educado y culto de Europa dio lugar a una de las aberraciones más terribles e inimaginables de la historia, así también una de las culturas más antiguas, sensibles e inteligentes del planeta, la del pueblo hebreo, ha dado lugar a un indómito deseo de destrucción, a una imponente máquina de guerra paranoica, por la que las víctimas de entonces han pasado a ser los verdugos de ahora.
Como si se pudiera con la funesta ostentación del poder (de la cual la imagen antropomórfica de un único Dios, furibundo enemigo de los infieles es, sin duda, la más nefasta), refutar la belleza del amor incondicional y el destino polimorfo de nuestra mortalidad. Como si el exterminio del otro pudiese llegar a ser el decreto de un acto de voluntad. Como si el odio pudiese combatirse con la insaciabilidad del odio. Tal parecería entonces que la estupidez del cálculo y la vocación de la ignorancia hubiesen hecho nido en los escombros de la moral, en los desechos de aquel famoso decálogo con el que se dio inicio a la noble aventura de los hijos de Israel. ¿Acaso no hubiese sido más justo, lúcido y sabio seguir cultivando, a lo largo y ancho de este hermoso Planeta Azul, la serena y nómada perspicacia del judío errante, amoroso y amante de todo cuanto de la vida y por la vida nace? Cerremos con esta plegaria:
Sin tierra propia
Pero por toda la Tierra nuestra
Abriendo los surcos
Bendiciendo las aguas
Sembrando los frutos del Sol
Y con la fruición de lo que da la vid
Como los gloriosos hijos del viento
Herederos de las estrellas
De la verdadera
Jerusalén
«Viento, sólo viento y nada más que viento»