Parcelero
En ella había dos casas, la de mis abuelos y la de mi tía Catalina, titi Catín, hermana de crianza de mi madre. En la casa de mis abuelos vivía también mi otra tía, mi madrina, mi segunda mamá, Angela Luisa, titi Gelly. Para acabar de completar este cuadro de parceleras con nombres mágicos, lean en voz alta el de mi madre: Luz Selenia. Mis parceleros abuelos tenían una maravillosa y poética sensibilidad a la hora de bautizar a sus parceleras hijas.
Entre la avenida Simón Madera y nuestra parcela hay una quebrada que la bordea. Antes de llegar al extremo norte la propiedad, la quebrada hace un meandro hacia la derecha y entra, cruza la parcela, atraviesa Falú y se pierde hacia Berwind. La Pepsi quedaba allí cerca y había contaminado el riachuelo irremediablemente. Teníamos terminantemente prohibido tocar aquella agua infecta y muerta, pero mis primos mayores recordaban una época en que se pescaban buruquenas en la corriente cristalina. A nosotros nos tocó un flujo turbio, lleno de pelusas grises. Nada que un par de botas de goma no pudiera remediar; con ellas exploré un buen trecho del territorio prohibido.
La quebrada corta la parcela en dos. Para unirla, mi abuelo y mis tíos construyeron un puentecito de cemento, una torta flanqueada a un costado por una viga de acero y al otro por un poste de luz cortado a la medida. Uno de mis parceleros tíos, Miguel Ángel Ortiz, es ingeniero eléctrico, graduado del RUM, y siempre había por ahí sobrantes de sus proyectos.
En el pedazo norte, cruzando la quebrada, estaba el Taller de Mecánica Júnior Ortiz, propiedad del restante tío parcelero, el mayor de los hermanos, José Ángel, tío Júnior. En el terraplén de cemento pulido, cubierto por planchas de zinc blanco, había tres pinos hidráulicos que increíblemente levantaban los carros hacia el techo y que yo, por la tarde, cuando ya no había nadie por ahí, accionaba a gusto, levantando a mis hermanos menores, o haciendo que ellos me levantaran a mí. A un costado del taller estaba el almacén, varios anaqueles con piezas y correas de distribución, una mesa larga donde estaba atornillada la rueda de pulir y la escobilla de brillar, el despacho de mi tío, abierto a los cuatro vientos, con su escritorio de acero y su teléfono negro de disco, una nevera antigua con un cartón de conos de papel encima y habitada por una sola jarra de agua. Detrás del taller estaban los compresores, el baño, el recodo de la quebrada y una lata de Goop para que los parceleros mecánicos se sacaran la grasa de sus parceleras manos.
La parcela era también un bosque. He aquí los árboles que había, desde la entrada norte, por el taller, hasta la casa de mis abuelos, en el fondo, al sur: almendra o javilla, cuyos cotiledones, como sorullitos, sacábamos machacando con trabajo; grosella al pie del puente; nísperos al lado de la quebrada; jobos junto al ranchón de tío Miguel; toronjas del otro lado; guanábana subiendo por la vereda a casa de papá; pana, el más grande y frondoso; caimito, delante de la casa y al lado del pozomuro, con sus hojas rojizas; tunas, por el costado de la casa; acerolas en la parte delantera de la casa; quenepas, justo en la verja; palmas de coco en todas partes. Papá, mi abuelo, tenía largas varas con bolsas en la punta para coger los frutos más altos. En nuestra parcelera mesa siempre había algún parcelero alimento.
La parcela era el set perfecto para las películas que se hacía en la cabeza el parcelerito que escribe estas líneas. En el ranchón de mi tío ingeniero había un inventario que era el sueño de cualquier niño o niña: fantásticos redondeles de cerámica, transformadores, bobinas, solenoides, bornes de alta tensión, bornes de baja tensión, utilería indispensable para crear robots, naves siderales, consolas de navegación, escopetas alienígenas, máquinas del tiempo. Y ni hablar de los cigüeñales, pistones, ejes, carburadores, dínamos y cloches que aparecían junkeados de los Volkswagens sobre los que tío Júnior pronunciaba la condena de “pérdida total”.
Teníamos muchos y variados vecinos. Marisol, justo a nuestro lado, con sus hijos y sus nietos. Paula y Juana, un poco más atrás, en una casucha de madera que parecía que se iría abajo en cualquier momento. Don Goyo, que tenía un vivero. A la hora de las doce, recipientes llenos con almuerzos cocinados en diferentes casas circulaban por la calle 28, por las veredas que conectaban los predios, de mano en mano, por encima de las mallas ciclónicas. Los muchachos del taller llegaban a nuestra casa a comer: mis primos Chegüi y Papolón, sus compañeros de trabajo, Félix, Placeres, Carlos. Extraña costumbre parcelera, esa de compartir el pan, extrañas palabras esas que empiezan “Toma, llévale esas habichuelas a Fulana” o, “Ve a ver si Paula comió, dale este arroz”.
Parcelera también la experiencia de entrar con mi abuela a casa de doña Herminia, la santera, que curó a mi hermana de una fiebre; de ver a Felo repartir pedacitos de pollo guisado a los clientes de su colmado, para decirles luego, cuando se lo habían comido, que era culebra; de escuchar con admiración las leyendas de Tony el Gánster, el bichote de Falú, que el primer día de clases ponía delante de su casa cajas de útiles escolares, libretas y libros, o que mandaba a cerrar el supermercado cuando él entraba y decía, “Los que están aquí dentro, hagan su compra, que yo la pago”.
Parcelerías.
Más allá de la parcela la farmacia Vanga, la Panadería Las Villas, Botcheller Auto Parts, la parroquia Nuestra Señora de la Altagracia. Más allá todavía, Los Peña de un lado, Ramos Antonini del otro.
Por muchos años crecí convencido que parcela era sinónimo de idilio, de arcadia, y que decir “parcelero” era algo así como decir “pastoral” o “fantástico”. Me daban pena mis amigos que no tenían parcela, me di pena yo mismo cuando nos mudamos a Parque Ecuestre (hasta que me di cuenta de que Parque Ecuestre era una parcela gigantesca).
Luego crecí y perdí la inocencia. Comencé a escuchar el término parcelero utilizado en contextos que no cuadraban con la acepción que yo le conocía. La parcela era mi lugar ameno, mi lugar mágico. Los parceleros gente emprendedora, solidaria. ¿Pobres? Ahora entiendo que sí, pero cuando le preguntábamos a nuestra mamá o a nuestra abuela si éramos pobres, se encrespaban y respondían con otra pregunta: “¿A ti te ha faltado algo en la vida? ¿No? Entonces.”
Pobre era una categoría que no tenía mucho arraigo entre los parceleros, una clasificación que llegaba de otro lado. Ofensiva incluso. ¿Criminales? La gente buena superaba la mala, como en todas partes. Las perversiones y maldades que sucedían dentro de la comunidad dejaban a todo el mundo perplejo, es decir, se consideraban sucesos anormales. ¿Maleducados y gritones? Ni más ni menos que en ningún otro lugar de Puerto Rico. ¿Estoy romantizando la parcela y los parceleros? Es posible… ¿Y? Digamos que estoy desempolvando esas palabras para que adquieran el lustre y el poderío que le corresponden: en un país destripado, expropiado y desfalcado por la voracidad colonial, es muy revelador que la palabra que designa a un pequeño propietario sea blandida para insultar. ¿No?
Recuerdo oír decir una vez a La comai (mea culpa) que no-sé-cual celebridad del patio se había comportado “como una parcelera”. El parcelero público presente casi lincha a Kobo Santarrosa, que se apresuró a pedir perdón, dañándolo al final: “¡Ustedes saben lo que yo quiero decir!”
En otra ocasión, mi parcelera mamá, parcelera Hija de María, parcelera farmacéutica graduada Summa Cum Laude de la Universidad de Puerto Rico y parcelera campeona de boliche, casi se come vivo a mi hermano menor cuando dijo que los penepés eran “un chorro de parceleros”. “¿Qué tú quieres decir con eso?”, retó. “Yo soy parcelera”. Ese día recobré el significado de la palabra. El significado primero, el original, antes de que, en un absurdo revés, todos esos puertorriqueños que no tuvieron la dicha de crecer con los pies bien puestos sobre un pedacito tierra que llevara su nombre y su apellido lo usaran como sinónimo de la palabra “canalla”.