Pasaje de ida
–Los Beatles
–Mano, es que la nota está tan fóquin rica, que no te importa que se te caigan los dientes ni tener la pierna ésta como un jamón– dice Fefo mientras se soba la extremidad inferior izquierda, hinchada y deforme por una infección marinada ya por varios días.
Tampoco parecería que le importara estar lleno de pequeñas llagas, drenaje espontáneo por donde el mal corte de la droga trata de salir de su escuálida y decrépita humanidad; ni parecen preocuparle los trapos sucios que usa para cubrir aquella vergüenza de cuerpo, que apenas podía soportarlo.
–A mi no me importa, yo no quiero quitarme– dice con su voz quemada, mirándola directo a los ojos y sin pestañear.
Caridad, lo mira incrédula con sus ojos profundamente oscuros. Con pasmosa resignación, se traga con dolor y amargura todas sus buenas intenciones. Sin encontrar qué decir, y con una solitaria lágrima que se desliza por una de sus hermosas mejillas, se levanta del banco verde oscuro. Aturdida ante tan categórica sentencia se queda dando vueltas buscando alguna vía por donde escapar. Fefo, mueve su pierna flaca a velocidad extrema en movimiento compulsivo. Se muerde la uña del pulgar de la mano derecha mirando para lejos, a algún otro mundo mejor que éste. En dirección al punto.
La muchacha todavía pasmada, en giro de talones, retorna hacia él, y le dice resignada,
–Te voy a dejar estos folletitos por si acaso– para alejarse apresurada de realidad tan contundente. Busca alguna salida, algo que la salve de lo que no puede entender.
Fefo ya olvidó a Caridad. Porque él ya no está allí, ni está en un mundo mejor. No todavía.
Fefo está convencido de lo que dice. Muchas veces había salido del vicio, pero su cuerpo convencía a su mente de regresar una y otra vez. Era incapaz de resistirse a esa voz que lo seducía, “no va a pasar nada, chico, es solo una vez, date una vueltecita”. Una y otra vez. Y con cada recaída, con cada ida y venida, conocía un nuevo fondo. Al mismo tiempo, y aunque suene contradictorio, busca la esperanza de que algo le provoque el deseo necesario para salir de allá abajo. Lo que pasa es que esa gente caritativa con sus folletitos no le ofrecen nada que a él le pueda interesar.
Andaba en esos días como dicen en la lucha libre, por la tercera caída y a sus usados veintisiete años, la posibilidad de una vida normal (lo que eso quiera decir, decía Fefo al aire cuando le llegaban esos pensamientos) era algo cada vez más abstracto, una cosa demasiado complicada e irrreal para llamarla vida, mucho menos para vivirla.
–¿Qué es lo que ofrecen? Mano. Cuarenta horas de un trabajo con “futuro”, pa’ na’, para pagar un carro, la casa…, ¿Y qué es eso de ser alguien en la vida.– Todo eso se le hacía absurdo e incomprensible, cada vez más lejano y cada vez menos necesario.
–Para qué quiero yo todo eso– se preguntaba. Prefiere la tranquilidad del viaje. Navegar por el mar de las sensaciones. De enontrar todas las respuestas de las preguntas que ya no importan. Descansar en la paz que nos ofrece el viaje. Su felicidad momentánea. Todo está ahí y nada más importa.
–Aunque te mames el bicho o que te miren con pena, aunque la nota te dure menos y la vida sea esta pejiguera de buscar para la otra cura– concluyó en voz alta sus cavilaciones. Instintivamente fija su mirada en el vaso plástico, donde recibe la caridad ciudadana que le interesa, que está a punto de escapársele de entre las manos. Lo observa por un instante y dase cuenta que hay un rollito verde como solitaria limosna.
–¡Coño! no me di cuenta, todavía es que me lo tumban en la espaciaera– prosigue su monólogo y desea con vana ilusión de que fuera de diez —o de veinte, mano, tu te imaginas, con eso y con lo que tengo guardao, completo pa’ las dos bolsas de la noche, la de la mañana. Y, !ay papá! Estoy querido, cuidado si tengo hasta para cigarrillos.
Saca el billete y lo extiende.
Se ríe solo y en menos de lo que pestañea un mosquito se levanta, mira el billete otra vez, danza con alegría alzando los brazos al cielo como si le agradeciera al santo de los tecatos tamaña merced. –¡Diablo…!– grita. Camina en círculos meneando las caderas sin recordar las circunstancias que acompañan a su pierna infecta. Luego de tres alabanzas en dos vueltas y media, prosigue su camino, como si bailara, en dirección de su mirada perdida.
Sube la jalda de la calle Tanca en loca carrera, arrastrando su jamón y con sonrisa de niño que piensa que se va a comer él sólo todo el bizcocho de cumpleaños. Cruza el callejón deprisa, como si se le fuera la guagua o llegara tarde a una cita importante. Así va Fefo, sin mirar a nadie, concentrado en su objetivo.
–¿Qué pasa loco? ¿cuál es la prisa? ¿ya conseguiste, ah?…– pregunta uno tan flaco como él, pero un poco más rengo, apoyado en un viejo palo de escoba. Este personaje incidental surgió de una esquina abandonada del callejón. Al ver a Fefo en su marcha decidida depositó en él sus esperanzas de curarse.
–Chacho, te quedaste sin preguntas, echa pa’llá y déjame quieto– replica tajante Fefo, sin siquiera reducir el tempo de su marcha.
–Mira éste, qué se cree. Yo que hasta le iba a ofrecer cigarrillos– se lamenta y regresa, rengo el gitano, abandonado a su esquina.
Fefo continúa su apresurada marcha. A punto del desboque cruza el arco que marca la frontera entre la ciudad vieja y su marginalidad más inmediata: La Perla.
–¿Dónde está Tony? ¿Dónde está Tony?– le pregunta ansioso a uno de los vendedores ambulantes.
En mejores tiempos Fefo fue cliente de Tony, cuando ganaba lo suficiente para comer bien y costear la buena droga, no la mierda esa con tranquizante de caballos con la que sobrevive. Eso era cuando todavía quedaba algo que lo ataba al mundo de los vivos.
–Ay, la puritein–, se lamentó muchas veces, luego de la tercera caída, en el destiempo donde subsiste hace más de un año. –Heroína casi pura, porque esa es la verdadera droga– se le agua la boca de sólo pensarlo. Las demás son las demás, palidecen ante la sombra de su viaje. La mente se amplía, las percepciones se magnifican. Todo se hace más claro y transparente. Y el cuerpo tranquilo, sin rasquiñas ni mamonas –piensa el deseo de Fefo.
Fefo solía visitar a Tony todas las mañanas. Se daba un toquecito antes de salir a trabajar y eso le daba para todo el día. Hasta que una mañana de lunes decidió comprar la cura del martes.
–Para no tener que estar viniendo todo los días para acá, chico, eso es una lata– le dijo sin creérselo del todo. Tony, que no necesita escusas, le vendió el boleto con una sonrisa curada de espanto. Sin embargo, reconoció en ese momento el nacimiento de un zombi.
Cuando llegó del trabajo esa noche molesto por una pelea que tuvo con el cabrón de su jefe no pudo resistir la tentación. O sería que peleó con el jefe para tener razones para adelantar el viaje. Al otro día regresó por más. Y así siguió buscando más. Y más. Hasta que le dio el hambre, la incontrolable necesidad de curarse y todo lo que hacía era en función de la droga. La droga era su único impulso. Perdió el trabajo, a los amigos, a la novia y al perro, en orden de lealtad, se podría decir. Hasta que se quedó solo con su vicio. Mejor solo que mal acompañado, llegó a pensar.
–¿Qué haces tu aquí otra vez? Yo te dije que no quería verte más nunca.
–Tranquilo Tony. Eso fue hace tiempo, mano. Tengo chavos, tengo chavos para pagarte esto. Tu ya me cobraste lo que te debía– le dijo enseñándole su mano izquierda de cuatro dedos. A pesar de su voz gastada y un movimiento afirmativo de cabeza le enfrentó la mirada.
–Y todavía me estás debiendo cabrón. No es cuestión de chavos y tu lo sabes, porque sino ya estarías libre de tu miseria; –respondió Tony cambiando el tono, con algo de la estimación que alguna vez le tuvo –yo te dije que no te iba a vender más. Mírate mano, ¿cómo tú puedes cargar ese jamón?
–Sí, yo sé mano. Está cabrón. Y yo quiero quitarme. Yo voy a quitarme, de verdad. Pero es que conseguí un dinero, y pensé que para la última, pues, meterme algo bien bueno, tú sabes, de la pura. De la buena. Puritein.
Fefo, enfatiza sus argumentos con grandes gestos de cara y ademanes de cuerpo. La expectativa de la cura se le refleja en la velocidad de sus movimientos. El cuerpo ya sabe que está cerca, se impacienta y la tripa se afloja.
Tony titubea mientras enciende un cigarrillo. Fefo le pide uno con un gesto de la cara.
–¡Chacho!– exclama Tony sin dejar de sorprenderse. Hasta que pregunta por fin –¿Cuánto tienes?
Fefo sonríe y le enseña el billete.
–¿Que qué! Cabrón, ¿de dónde tú sacaste eso?– exclama el otro asombrado.
–Olvídate de eso papá– contesta Fefo con inesperado desafío.
–Entonces– dice Fefo con cierto aire de importancia.
–¿Qué es lo que tú quieres?– pregunta Tony ya resignado.
–Lo mejor que tengas– responde.
Es cara pero bien vale la pena piensa Fefo. Además, el dinero es para gastarse, piensa, y qué mejor que un buen viaje de despedida del mundo de los tecatos. Una nota que se acerque lo más posible a aquella primera vez. Porque las demás, son las demás; una imitación cada vez más triste de aquella sensación primigenia. Tiene que ser así, porque ésta sería la última vez.
–Con lo que me queda me debe dar para una muda de ropa; y ya veré a quién le cojo unos zapatos prestados, –piensa malicioso.
Decide no ir al hospitalillo para evitar que le roben o que se lo lleven en una redada loca. Además, quería estar en un lugar agradable. Se retiró entre los árboles más arriba del cementerio, y allí se protege de la fuerte brisa marina y de la mirada morbosa de los transeúntes curiosos. Nada debía perturbar tan dulce momento susurra como si cantara con una media sonrisa desbordada de su boca pestilente. Se arremanga la camisa y con la correa asida a los pedazos de dientes manchados se aprieta el brazo dichoso. La vena feliz se pone en posición expectante. Ansiosa. Palpitante. La otra mano empuña la puya sanadora, la cura maldita, diluída y encerrada en tubo de plástico no reciclable. En la punta de la aguja se tambalea una gota que cae justo cuando se le acerca seductora, para acariciar y herir la vena excitada por la conocida y siempre deseada penetración caliente, y a veces desinfectada.
Bombea, dulce corazón, bombea.
Una vez consumada la interacción, aléjase la aguja, prescindible, olvidada como amante de alquiler. Satisfecho, el brazo ya relajado, se abandona en tan extraño placer. Se echa para atrás y acomódase cuan largo es. Se relame y una intensa sed lo asalta. Por un instante piensa en lo rico que sería tener un gigantesco vaso de agua helada. O una malta. Acho no, una uvita. En su mente puede sentir el fresco dentro de su cuerpo. Se reacomoda y respira profundo. En su mente hace una lista de todas las cosas que quería hacer para dejarse llevar por los suaves contoneos del viaje. Y sonríe.
*Pablo Samuel Torres es candidato doctoral de Historia en UPR-RP. Editó la revista Musturbana y co-edita la revista Huevo Crudo. Ha publicado en Historia y Sociedad, Hostos Review, Desde el límite y En Rojo.