Pateco
I
Imagine que alguien intentara envenenarlo, pero usted por suerte o por astucia sobrevive el intento. Si alguien descubriera lo que ocurrió y puede conseguirse la evidencia necesaria, no tendríamos razón para dudar que es deber de un fiscal presentar en el tribunal correspondiente cargos contra el sospechoso por intento de asesinato. Ahora imagine que quien lo intenta envenenar lo hace con sumo cuidado. Conociendo el efecto acumulativo del veneno que utiliza, le administra sin fallar pequeñas dosis. El efecto letal será el resultado de la lenta acumulación del veneno en su cuerpo y del sistemático debilitamiento de su organismo. Suponga que esta vez el asesino es paciente y está dispuesto a esperar una década o dos o tres. Lo está minando y lo sabe. Está seguro que si antes no lo parte un rayo—como nos partió a todos el que cayó en el generador de Aguirre donde nunca llueve—su método será la causa de su muerte. Si por segunda ocasión usted descubre el siniestro esquema antes de que consiga su efecto, estaría en su derecho de denunciarlo como otro intento de asesinato.Compliquémosle ahora un poco más su mala suerte. Imaginemos que en este tercer y último escenario es alguien a cargo de su cuidado médico el que le administra un paliativo cuya acumulación en su organismo es tóxica. Su cuidador sabe que su cuerpo no puede eliminarlo y que al alcanzarse cierta concentración las consecuencias serán fatales. Imaginemos que quien lo cuida no le quiere mal. A diferencia de los otros, este no quiere procurarle una muerte ni rápida ni lenta. De hecho, confía en que esas primeras dosis le resulten vigorizantes. Aunque sabe que su decisión de tratamiento lo coloca en una trayectoria que podría acabar con su vida, el cuidador justifica su decisión con la esperanza de que no harán falta nuevas dosis. Desea de todo corazón que su condición mejore o que con el tiempo nuevos tratamientos resulten tan sencillos como el que le administra. A pesar de sus buenos deseos para el futuro, en cada coyuntura que se presenta, el cuidador le administra otra dosis y luego otra y otra. Ahora usted está al borde de la muerte, pero no se muera. Contéstenos: ¿Es su cuidador su asesino?
Con la lucidez de quien se sabe perdido, probablemente usted nos dirá que para responder a esta pregunta es necesario tener más información de la que usted conoce. Por ejemplo, deberíamos saber si era absolutamente necesario exponerlo a esta sustancia; si existían otras alternativas de tratamiento; si su calidad de vida o su longevidad mejoró sustancialmente con la medicación en comparación a no haber recibido tratamiento alguno. Tendría usted razón. Hace falta averiguar todo esto, y sin embargo, usted sí está en posición de contestarnos si conocía los riesgos y los efectos a largo plazo de lo que se le administraba; si estaba usted en condición de autorizar cada dosis y si, en efecto, así lo hizo. Si la contestación fuera “no” a toda esta serie de preguntas, entonces su cuidador sería su homicida. A lo mejor no quería matarlo, pero sus acciones, sin duda lo han traído hasta aquí. Puede morirse en paz. Ha quedado todo en récord. Buscaremos a un fiscal dispuesto a escucharnos. La justicia es el único consuelo de los muertos.
II
La deuda pública, con la que creímos financiarnos el progreso que se nos escapa, es como el medicamento cuya acumulación es tóxica: alcanzada cierta concentración causa la muerte del organismo. No todas las dosis que recibimos fueron igualmente peligrosas. Las primeras pudieron resultar vigorizantes. Las últimas, letales. Probablemente quienes las administraron no lo hicieron con intención criminal. Que pudo haber habido negligencia, nos parece cada vez más probable. De lo que no debe cabernos duda es que la mayor parte de las dosis recibidas fue sin el consentimiento expreso de quienes llevan ya rato poniendo el cuerpo, con sus afanes, angustias y privaciones, para que el gobierno pague a unos pocos mientras adeuda a tantos. A estos, a los que tienen hoy, o tendrán mañana, menos bienestar, tranquilidad o posibilidades, lo único que le advirtieron hace ocho años era que la medicina que recibirían resultaba amarga. Nadie les mencionó esta acumulación que nos deja a todos a merced de Pateco.
Los votantes, como los pacientes, eligen sus médicos dentro de las posibilidades que tienen. Esa elección, siempre esperanzada, no exime al médico de procurar el consentimiento informado de sus pacientes. Ese consentimiento expreso cobra relevancia si el tratamiento ofrecido no puede curarlos o, peor aún, puede causarles la muerte. A pesar de la voces que se han sumado a la cantaleta de que la deuda “nos la buscamos” —y en un non sequitur atroz, también nos responsabilizan por la Junta—valga decir que me encantaría conocer al elector que en su día votó por más deuda. No conozco a nadie que fuera informado ni por los aspirantes ni por los gobernantes sobre las consecuencias de la deuda institucional que iban a autorizar, ni que le dieran a escoger a alguien entre nueva emisión de deuda y otras alternativas. Recuerdo un gobernador que cerró el gobierno porque no le autorizaban una nueva emisión de deuda. Y recuerdo una marcha liderada por unos personajes de la radio para que abrieran el gobierno aunque fuera legislando nuevos impuestos. Lo que no ha habido, y deberíamos exigirlo, son los mecanismos para el consentimiento informado de las emisiones de deuda pública. Las sucesivas dosis debilitantes de deuda que hemos recibido después del referéndum de Muñoz en 1961 para alterar el cálculo del margen prestatario del ELA —del 10% del valor total de la propiedad en Puerto Rico a un 15% de las rentas anuales obtenidas e ingresadas durante los dos años previos (Ramos, 713)— han sido sin nuestro consentimiento. Desde entonces, aquí nadie ha votado por medida, partido o candidato alguno bajo la promesa de que nos endeudaría, mucho menos de que nos endeudaría irremediablemente. Si algo nos tiene en esta situación ha sido la ausencia de deliberación democrática. No su exceso.
Recuerdo también una victoria improbable, por un margen de votos muy escaso que derrotó la propuesta del IVU en la plataforma del partido que entonces perdió la gobernación. El gobernador electo, Aníbal Acevedo Vilá terminó traicionando su promesa de campaña, creó COFINA y abrió la puerta por donde se coló el impuesto al consumo más alto en cualquier jurisdicción de los EE.UU. y 16,000 millones en deuda. Es una historia triste, como tantas otras de las que nos falta conocer muchos detalles que nos sirvan para determinar en qué medida nuestros cuidadores fueron nuestros asesinos. Sobre la deuda es más lo que desconocemos que lo que sabemos. Junto a la auditoría, al fin en marcha, deberíamos exigir una comisión de la verdad que nos permita escuchar de la boca de todos los que autorizaron cada una de las emisiones de bonos cuáles fueron las alternativas que descartaron y cuáles los argumentos que justificaban la racionalidad de decisiones ahora claramente derrotadas por la historia.
Lo que no está bien es seguir culpando a todo el mundo como si fuéramos una versión posmoderna de El Decamerón. Por más Anaudis y Lutgardos y relatos de cenas que cuestan una quincena, y salidas con champán rosado y fresas, y bolsos de diseñador cuyo precio supera lo que cuesta la compra de dos meses, Puerto Rico no es una villa en Florencia ni aquí la mayoría ha estado dedicada a los placeres de la carne en espera que nos asolara la peste. La mayor parte de la gente que por aquí vive, labora; aunque no reciba un salario por ello. Con esa labor que no deja rastros en las estadísticas del Departamento del Trabajo la gran mayoría adecenta, adelanta, anima y cultiva, y también embellece, empuja y enaltece la vida de todos, todos los días.
En esto de encontrar a todo el mundo culpable para exonerar a los que sí son responsables, tampoco hay que olvidar que en este país tan orgulloso de su abreviada democracia —a partir de este verano solo disponible en edición de bolsillo—ha habido siempre un inmenso partido, tan grande como los que denominamos injustificadamente como mayoritarios, que se queda a la sombra de cualquier consulta. Vale la pena recordar que en el referendo que ratificó la Constitución de Puerto Rico participaron solamente el 58% de los inscritos (del Valle, 9). No sé cuántos aptos para votar ni siquiera se inscribieron. De los que estaban en las listas electorales solo el 48% votó a favor. A pesar de la propaganda histórica, nuestro ancien regimen no gozó ni siquiera de la rotunda legitimidad de las mayorías. Las legiones que pudiendo votar han optado por no hacerlo son como los jíbaros que prefieren sus tisanas por que desconfían de los remedios que ofrece el médico del pueblo. Ahora resulta que cualquier razón que hubieran tenido para desconfiar se ha quedado corta. Muy corta. ¿También a ellos hay que endilgarles la derrota de cuánto nos pasa?
Junto a los desconfiados de antes, están los que ahora votan meticulosamente fuera de los partidos “con oportunidad de prevalecer” y entre unos y otros están las minorías más lúcidas que haya tenido el país. Esas que por décadas, o al menos por algún lustro, nos llevan advirtiendo que el progreso debía ser otra cosa, que el desarrollo económico no se lograba atrayendo más inversión extranjera a costa de los subsidios que todos pagamos y que los indicadores económicos sugerían el desgaste del modelo económico que cimentó la colonia de Muñoz y Moscoso. E pur si muove, reafirmaron como Galileo, solo que nuestro movimiento, advertían, iba hacia al abismo que hoy miramos. Responsabilizarlos también a ellos, ahora que todos finalmente todos podemos ver el presente que atisbaban cuando yacía agazapado es negarnos lo que de sabios y clarividentes hayamos podido tener. Y esto es cruel y muy mezquino. No es un injustificado sentido de culpa lo que nos hace falta para continuar. Tampoco es esta renuncia apesadumbrada a las decisiones democráticas como si hubiésemos consentido a todo lo ocurrido. Es precisamente toda nuestra sabiduría y clarividencia y mucho más arrojo lo que necesitamos para evitar que esta vez nos lleve Pateco.
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Del Valle, Sara. (1993, Octubre 8-14). “Plebiscitos y referendos celebrados en Puerto Rico”. Claridad, pág. 9.
Ramos González, Carlos. (2016). “Disposiciones sobre la deuda pública en la Constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico: Breve reflexión histórica-constitucional”. Revista Jurídica UPR. Vol. 85. Núm. 3. 705-720.