Pensar con los ojos, Topografía de Carlos Alberty
Una presentación de un libro es apenas lanzar las flechas del atisbo para que, quienes escuchan, tengan una noción del texto; pero también se trata de la ardua tarea de esbozar, de tratar de acercarse, apenas también, a quién produce los textos, esa cosa que se llama autor y que tan llevada y traída ha sido para, en última instancia, quedarnos con él: el homo sapiens que produce una obra literaria. A mí eso me interesa.
Conozco a alguien que, cada vez que va a una exposición de arte y una pieza le llama la atención, siempre pregunta: “¿Y quién piensa así?”, que me parece un modo, no sé, más genuino y cándido de hacerse una pregunta muy inteligente. Esa es la pregunta que a mí, en este caso, me interesa contestar y veremos si en estas breves palabras lo logro.
Topografía, un volumen de 242 poemas, da inicio con una sección en la que los ojos lo determinan todo; constituyen la entrada del mundo a la psique del poeta, facilitan (o son) la fuente de conocimiento. Desde ya, hay algunas revelaciones inquietantes: la manifestación de una agitación, de una incandescencia, una reverberación (como le interpela a Juan Ramón Jiménez), una vibración extraña. Nos dice Alberty: “En la noche de las culpas / y del sueño nervioso, / nos aferramos a la cama / para no caer, / de tan alto que estuvimos de día.”… y cómo esa agitación se da desde el abandono del mundo de la noche —con sus deseados sueños, los torturantes símbolos, la comodidad de una oscuridad nutricia, como en Palés— para llegar a la entrada del día, motivo de conflicto y emoción también para el autor.
Un pequeño paréntesis para otro punto de contacto con Palés: unos versos que tan cerca estarían de nuestro guayamés, de Rubén Darío y de tantos otros poetas previos con relación a la poesía: “Que todo ya se desdibuja / tan pronto se describe”. Fijémonos, no obstante, que no dice se desvanece tan pronto se escribe. Desdibujar y describir tienen que ver con el poder de los ojos, con lo visual.
Con Alberty, algo pasa desde el alba hasta la noche y, al final, no sabemos qué es; por más que el día esté colmado de asuntos, novedades, nobles circunstancias domésticas y extravíos, es algo que se escapa, una gran ausencia, algo que no sabemos si es pérdida o algo que nunca ha estado, pero vacío enorme al fin y al cabo. Ese lapso de tiempo entre el inicio del día y el comienzo de la noche (“los dos reinos que se miran”, nos dice) comienza a poblarse; de la noche vienen sueños que él sabe que son símbolos de cosas que no atina a descubrir, pero sí sabe que tienen que ver con el conocimiento, con la verdad científica. Algo evidente podemos señalar: sin la luz no existe la imagen. Por su desorientación diurna, el autor oscila en mantenerse en los territorios de la noche: “la mente que no entiende se ase a lo oscuro”.
Traté de encontrar una filia para la pasión de Alberty por el comienzo de las primeras luces del alba, por los amaneceres, por la luz, pero no la encontré. ?Acaso luxfilia o lumenfilia, aurorafilia? Si alguien la encuentra, me avisa. Pero, recordemos que, como toda filia, tiene su dialéctica de pavor, así que entraña temores.
Desde las primeras páginas de Topografía, Alberty también deja plasmados sus principales recursos poéticos: la ausencia de títulos —como si se tratara de un solo y largo poema todo Topografía—; el uso de la paradoja —con la que hace que los poemas den, cerca de su final, unos virajes (podríamos decir viajes) poéticamente sorprendentes—; el tono coloquial gracias a la interpelación constante a ese otro que es él mismo y que taaaan bien construye gracias a esa trasposición de la primera persona a la segunda persona y viceversa; y el uso, como Alejandra Pizarnik, de palabras insólitas en lugar de las que el texto nos sugiere que van a surgir, lo cual también produce vueltas sorprendentemente poéticas. Basten en este punto dos ejemplos de los muchos que hay en el libro. En el poema de la página 29 nos dice: “Cada paso es atentado…”, cuando hubiéramos esperado “intentado”; y un verso en la página 58: “con la corteza de ser yo”, cuando esperaríamos la palabra “certeza”.
A estos procedimientos añadamos el uso constante del tiempo presente, lo que proyecta la ubicación inamovible del ojo vigía; la pregunta retórica (que es una forma del diálogo, aunque no espere respuesta) y el paréntesis (en ocasiones ambos combinados) como mecanismos para cuestionar una presunta certeza a la que se ha llegado; y los cambios en los verbos, que convierte en reflexivos los que no lo son, lo que provoca una dislocación del yo poético que nos deja desconcertados (función de toda buena poesía), como desconcertado está el autor ante el mundo que le dan sus pupilas, el sueño y la luz.
El libro va desplegándose y comienzan a hacer presencia los animales, la flora, el pasado, la infancia y la casa de esa infancia como reducto de espejismos (igual que la noche, igual que el día), la casa actual (un piso cerca del cielo) como observatorio del mundo, el espacio doméstico (allá en lo alto) como recinto de la paz del mundo y la vida conyugal como jardín, el ciclo de la vida y la muerte desde distintas referencias, los cambios de estaciones del año, el aire y sus variantes —la brisa, el viento, las ráfagas— como determinantes de la topografía, figuras mitológicas, leyendas y otras referencias literarias. A mitad del libro se nos pone erótico y místico y de ahí adquieren gran presencia mujer y poesía, la descendencia y los vínculos filiales, el árbol familiar que se repite, la certeza de la senectud y el olvido, el dolor de las heridas y de las pérdidas, desplazamientos por la ciudad que analiza desde aquel observatorio doméstico, unos lagartijos que recuerdan a aquellos que describió su padre y que El Topo musicalizó y, dentro de todo eso… poemas casi haikús (que dan cuenta del poder visual del autor), otros, como dije, cercanos a la poesía mística, y otros, más al final, como fragmentos de una narración épica con la que interpela a alguien.
Pero todo esto puede sonar como un largo catálogo de temas abordados por el autor —recordemos que estamos hablando de 242 poemas—, un inventario que puede coincidir con el de tantos otros poetas. Lo importante es cómo lo asume, desde qué lugar…
Y me atrevo a decir que este autor, además de padecer de una agonía constante porque pretende escapar de sí mismo y, obviamente, no puede, pugna, Segismundo ríopedrense, por distinguir entre realidad y ficción, entre sueño y vigilia, la realidad del primero y la inmaterialidad de la segunda. Y no es necesario porque, en su pensamiento paradójico, son lo mismo. Alberty lo sabe. (Como lo sabemos todos, más allá de un recurso literario).
En el poema de la página 65, al autointerpelarse, nuestro Segismundo dice: “?Qué dirás de ésta, / otra gente / que ves ahora, / y que te cree despierto / como parte de ella?” ; y más adelante, en el texto de la página 156: “Sea luna o sol en las banderas, / todo es sueño, / incrédula creencia vivida en este punto / que semeja una tienda. // Esta noche no sé qué soñaré, / tampoco el pensamiento de mañana.” También pudo haber dicho: “Esta noche no sé qué pensaré, / tampoco el sueño de mañana.” Y todo ello desde el cuestionamiento constante, como el Borges perplejo de El enigma de la poesía, cuya postura ante el conocimiento es la duda siempre, la agonía y la ventaja de estar siempre en arenas movedizas.
No obstante, ese doloroso e irritante lugar ocupado es también el de la creación. Al hablar de uno de sus pacientes, Julia Kristeva describía el “hueco negro” del melancólico como “su casa, su morada, el hogar narcisista donde se abisma y también se recupera”. Es decir: la pérdida, la atracción del abismo, como algo cómodo, el lugar de una confortabilidad desde la cual se escribe. Ahí está Alberty.
Empero, a pesar de estar en esas abrumadoras arenas movedizas, a pesar de no poderse quitar esa cabeza que hierve, la mirada del poeta se da desde una ajenidad inabarcable, desde una distancia de laboratorio. El observatorio aquel en lo alto lo lleva constante en los ojos y le sigue en el aire que pretende definir el espacio, ese aire… “…el puro aire / que desconocemos, / pero que adoramos como al sol, / cada mañana.”
Debo apuntar también que estas agonías y aflicciones de Alberty no se articulan en una poesía estridente, destemplada o recargada; es desesperada a veces, sí, pero estamos ante una desesperación pulida. Estamos ante una agonía concentrada, una poesía y cuestionamientos inteligentes, ante una restricción elegante que, en ocasiones, y dadas aquellas preguntas retóricas de las que hablábamos, a veces bordea el candor. Los ojos que miran tienen, en ocasiones, la ingenuidad del infante al que el mundo no le gusta. Esta es una postura que también salva al poeta.
Como Antígona aquella mañana presta a preparar el cadáver del hermano para unas exequias solitarias, todos los días Carlos Alberty se despierta presto a limpiar, con sus ojos, el cadáver del día, el cadáver del mundo. La agonía de mirar se convierte en la agonía de existir y viceversa: la agonía de existir se transforma en la agonía de mirar. De ahí la instantánea, la foto, el espejo, el reflejo, la sombra, la inversión que es la baraja, la noche como reflejo del día, el arriba y el abajo. Alberty piensa con los ojos —esos que “se creen tan fidedignos”— y, gracias al aire y a la luz, es siempre un animal en la intemperie.
En uno de los 242 poemas nos dice: “Mis ojos, / libres de pensar, / se adelantan, / hallan siempre dondequiera, / mientras yo, / atrás / Quedo / con mis ojos de pensar, / en mí cautivo (con mis propios restos, / ¿como de otro?).
Variaciones sobre un mismo tema, con Topografía Carlos Alberty ha querido “salir” de algo… Aquí hay varios libros y el autor algo se ha exorcisado. Con su topografía —el “arte de describir y delinear detalladamente la superficie de un terreno”, algo que presuntamente se da de modo exclusivo en/con el espacio— Alberty nos va dando cuenta de la biografía, algo que presuntamente se da en/con el tiempo.
Del mismo modo que para Alberty hay tantas cosas inaprehensibles, confieso que tratando de definir desde qué cabeza escribe, regreso a los versos aquellos de él del desdibujo del objeto tan pronto se describe. Y puede que me quede tan solo tratando de dibujar un fantasma.
Hay quizás un poema, entre muchos, que sea un mejor retrato de esa persona que “piensa así”:
“Se cansa de ver por la escafandra (p 162)
que quiere ser / perfecta esfera y se deforma. / Se cansa / de las botas de hierro,
para andar por el oscuro fondo. / Quiere / tranquilo / flotar
en la superficie de la luz, / con ojos cerrados,
sintiendo pasar las palabras / como peces voladores.”
Debo añadir dos observaciones, la primera una referencia inevitable; la segunda una humildísima petición.
En los años setenta conocí a Alberty —no a Carlos, sino a su padre, Roberto, a quien nunca llamé Boquio—. Más tarde en esos años y en los ochenta, Carlos comenzó a circular por Río Piedras y allí, en la esquina de La Torre, Alberty y yo lo mirábamos de lejos y lo identificábamos; él, por supuesto, antes que yo. Roberto Alberty empezó a mirar, entonces, de otro modo… Como su padre, Carlos tiene el poder en/de los ojos. Quiero pensar que aquel entrañable amigo estaría contento de que hayamos coincidido Carlos y yo para la presentación de Topografía.
La segunda observación, la petición, es la siguiente: Carlos Alberty, por favor, no porque me vaya a tocar a mí, pero… que el próximo libro de poesía sea breve…
*Texto de la presentación de Topografía, de Carlos Alberty, el jueves 12 de noviembre de 2015, en la Librería La Tertulia, Río Piedras.