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Le secret des grandes fortunes sans cause apparente est un crime oublié, parce qu’il a été proprement fait.
-Honoré de Balzac, Le père Goriot
De esas “medio verdades” está poblada la exhibición Un lugar para Puerto Rico: la colección contemporánea 1959–1965. Esta muestra, en el Museo de Arte de Ponce, destaca a su fundador, Luis A. Ferré, como coleccionista de arte puertorriqueño, con el propósito de “repensar” su figura. Es un intento francamente fútil, pues a estas alturas no tenemos por qué “repensar” a Ferré. Ni lo leímos en un libro ni nos lo contaron: sus contemporáneos lo conocemos de primera mano. Lo vimos construir la autopista de San Juan a Ponce con el cemento de su fábrica. Lo vimos profanar la memoria del verdadero prócer, Pedro Albizu Campos. Jamás olvidamos que lo vimos condenar a los estudiantes universitarios y felicitar a la fuerza policíaca justo después del asesinato, todavía impune, de Antonia Martínez Lagares. Y lo vimos levantar su museo a imagen y semejanza de los “robber barons” estadounidenses. Por lo tanto, huelga aquí discutir quién fue Ferré; lo que interesa es examinar cómo una curaduría usa obras de arte para encumbrar su imagen.
La exhibición lo propone como pionero en la presentación de exhibiciones permanentes de arte puertorriqueño. Celebra su idea de colocar nuestro arte en un tú a tú con el arte “universal”. De entrada, en el texto de bienvenida a la exhibición, al referirse a Ferré en 1959 (año en que inaugura su museo) se nos informa que, “su curaduría reclamaba un lugar para la isla dentro del canon de la historia del arte, mientras afirmaba la relevancia de objetos de épocas y lugares remotos en el Puerto Rico progresista y cambiante de la época—una filosofía que no ha vuelto a afirmarse de manera tan elocuente”.
Leemos esa oración y no sabemos por dónde comenzar a desmontar sus falsedades. ¿Que desde 1959, y por décadas hasta hoy, sea Ferré quien más reclame al arte puertorriqueño como parte de la historia del arte y afirme, “de manera tan elocuente”, su relación con el arte de otros lugares? Mueran los cientos de exhibiciones de arte e historia realizadas por tantas instituciones en Puerto Rico. Mueran los trabajos de tantos estudiosos que han investigado nuestro lugar en la cultura occidental y caribeña. Mueran el Ateneo (1876), el Museo de Historia, Antropología y Arte de la Universidad de Puerto Rico (1951), el Instituto de Cultura Puertorriqueña (1955), el Museo Casa del Libro (1955), por mencionar algunos. Ferré über alles.
En esa pared de entrada se nos informa que la exposición “estudia la presencia del arte puertorriqueño del siglo XX en los comienzos del museo” y que las obras en la selección se presentan “en el orden en que se adquirieron”. Todo curador sabe que el orden en que se exhibe una colección determina la visión que obtenemos de ella. Un grupo de obras expresa unas cosas u otras, dependiendo de cómo las obras se presentan, se ordenan, se combinan, qué espacios ocupan en sala, qué textos las acompañan. Todos esos elementos crean una lectura factible de una colección. He ahí la función básica de una curaduría.
En este caso particular, colocar las obras en el orden en que fueron compradas les niega protagonismo, para enfocar sobre el coleccionista. La muestra queda bajo la sombra de Ferré, cuya figura resulta ser su finalidad. El resultado de esta decisión es fácil de adivinar. Sin orden cronológico, sin atender afinidades, temáticas, estilos o escuelas, por necesidad impera la selección arbitraria de un individuo que a lo largo de los años va comprando obras según están disponibles. Esta organización ni siquiera permite que la obra de un mismo artista se mantenga unida.
Por consiguiente, no hay lectura posible del arte en la exhibición. Imposible descubrir en ese arte unas inclinaciones, unas preocupaciones o asuntos de interés colectivo que aborden los artistas en sus trabajos. Imposible ver el desarrollo de un modo de hacer arte. Imposible ver afinidades o contradicciones entre artistas contemporáneos. La ordenación lo cancela. En sala nos topamos con un ir y venir de una imagen a otra, de un arrabal a una montaña a un prócer a una abstracción a un pescador, todas desconectadas, en un ejercicio —perverso— de aplanar toda significación.
Las obras de los artistas quedan supeditadas al afán por elevar a Ferré como paladín del arte puertorriqueño. Que aquí, resulta paladín de nada, pues “arte puertorriqueño” es un concepto ausente en esta curaduría. Apreciar el arte puertorriqueño a través de su práctica no es del interés de los organizadores de esta muestra. De acuerdo con lo que allí vemos, ¿cómo definir “arte puertorriqueño”, si la incoherencia es la condición de esta exhibición? ¿Si da igual pintar un arrabal que un autorretrato, abstracto que figurativo? ¿Cómo reconocer una congruencia en la producción artística de una colectividad particular durante un periodo determinado, el desarrollo de una estética en común, si el corpus se presenta desorganizado? “Arte puertorriqueño” queda definido únicamente como un desbarajuste de pinturas y esculturas hechas aquí y compradas por Ferré. Prevalece su figura, con su mención recurrente en los textos que acompañan las piezas.
La incoherencia de la muestra niega igualmente la historia del mismo museo. Quien visitara el MAP en los años ochenta recordará que la colección puertorriqueña y latinoamericana colgaba en una misma sala. Podíamos constatar una visión compartida entre artistas de diversas nacionalidades. Permitía reconocer la calidad de lo nuestro frente a la producción más cotizada del extranjero. Esa visión, otrora apoyada por Ferré, brilla hoy por su ausencia en el MAP; la colección latinoamericana y puertorriqueña permanece hace mucho tiempo, ya en la invisibilidad de sus depósitos, ya en la segregación de sus salitas.
Si bien la curaduría impide una lectura del arte en la exhibición, empero, sí podemos hacer una lectura de la exhibición misma. Así se van revelando y deshilvanando sus costuras, particularmente en los textos en las paredes. Tantos calces con información dudosa y ambigua no pueden ser producto del descuido; esas inexactitudes son intencionales. A lo cual hay que preguntarse: si Ferré realmente es tan importante para la plástica, ¿por qué hay que apuntalar esa declaración con información cuestionable? Por ejemplo, se nos informa que “hasta el 1967, el MAP era el único museo de la isla con una exposición permanente”. La nota no especifica que esta exhibición “permanente” era mayoritariamente de arte europeo y la selección puertorriqueña únicamente de arte contemporáneo. (Resulta excesivo calificar esta selección como una “curaduría”.) Por lo tanto, la muestra del MAP en 1959 es en modo alguno equiparable a la exposición permanente del Museo de Bellas Artes del ICP, que ofrecía un panorama de obras puertorriqueñas realizadas desde el siglo XVIII hasta el XX. La declaración del MAP ignora asimismo al Ateneo, al Museo Histórico de Puerto Rico (de Rosita Coll, en Santurce), y al MHAA, y crea la incorrecta impresión de que solamente a Ferré se le ocurrió establecer un museo en Puerto Rico. Consideremos, por dar un ejemplo, que en 1918, diez meses después de la muerte de Francisco Oller, Trina Padilla, La Hija del Caribe, publica en Puerto Rico Ilustrado el siguiente reclamo, dirigido —inútilmente— a nuestros legisladores: “Fomentemos las artes, dándole toda clase de liberalidades democráticas…levantemos un Museo de pintura y escultura…y, con eso haremos más patria, que con polémicas personales…” (MHAA, 121). Como este, muchos otros intentos se hicieron para conseguir ese museo que finalmente se inauguró en el año 2000. ¿Por qué silenciarlos? Es un gesto mezquino de parte del MAP echar tierra sobre tantos proyectos trabajados por tantos puertorriqueños durante toda la primera mitad del siglo XX. Obviar, ignorar, ocultar los esfuerzos de aquellos que carecieron de los recursos económicos de Ferré con tal de engrandecer su imagen, a fin de cuentas no hace más que empequeñecer su legado. De este modo, el MAP viola uno de los deberes de una institución museística: el de dar cuenta cabal de una historia.
El excesivo empeño por presentar a Ferré como una gran figura se colma con la insistencia con que se nos informa que adquiere obras de artistas independentistas. Así, leemos que, “aunque [Carlos Raquel] Rivera era separatista y Ferré apoyaba la integración de Puerto Rico en (sic) Estados Unidos, Ferré simpatizaba con los sentimientos de estas (sic) dos grabados satíricos que compró”. Pero, ¿a quién le iba a comprar si no, si nuestro único artista abiertamente anexionista ha sido Julio Tomás Martínez, y no está representado en la colección? Para que no haya duda de las inclinaciones políticas de nuestros artistas, citemos a Luis Hernández Cruz: “…aquí no hay ningún artista que no sea independentista, quizás había alguno, pero vaya usted a saber si era artista; resulta que aquí nunca ha habido artista que no sea independentista, es decir, que siempre ha habido esa actitud” (MACPR, 17). Ciertamente, si algo define el arte puertorriqueño, desde José Campeche hasta nuestros días, es su inquebrantable postura anti-colonial. Sin embargo, la exhibición pretende presentar a un Ferré tolerante de sus antagonistas políticos, justamente lo que no fue, pues es precisamente durante su administración que recrudece la violenta represión contra los independentistas que caracterizó la terrible década de los setenta, como no se veía en Puerto Rico desde la gobernación de Blanton Winship en los años treinta. A Dios orando, arte comprando, y con el mazo…
Insistir en la “imparcialidad” de Ferré a la hora de adquirir obras de independentistas desvaloriza una historia mucho más rica: la de unas relaciones personales asociadas a las obras adquiridas. En efecto, estas adquisiciones de Ferré fueron acompañadas por relaciones directas con los artistas, con lazos amistosos que no deberían ser degradados con etiquetas politiqueras. Por ejemplo, la relación personal de Ferré con oponentes políticos tales como Lorenzo Homar o Jack Délano —quien le donó su obra maestra Contrastes— manifiesta la historia compleja de un país pequeño en el que convivimos tantas personas con diversidad de ideales políticos y en el que, sin embargo, encontramos puntos de enlace. Con todas las objeciones concretas que podamos levantar a su figura, Ferré es otro ejemplo de esa historia rebosante de contradicciones que es la nuestra. Lamentablemente, en su afán por promocionar la imagen de su fundador, el MAP pierde la oportunidad de adelantar y destacar esa historia, al degradarla a rivalidades políticas.
El arte, sin embargo, se impone. Independientemente de cómo fueron colocadas en sala, esas obras testimonian nuestra dura experiencia colectiva. Llama la atención la cantidad de imágenes, ya sea pintura o escultura, en la que domina el tema de la pobreza. Eso está bien lejos de ser una casualidad. Desde las obras más conservadoras, como las de Oscar Colón Delgado, hasta las más arriesgadas, como la de Myrna Báez, se evidencia el impulso concreto, casi el programa, de todo un grupo de artistas comprometidos con visibilizar la miseria. Ese corpus fue un esfuerzo consciente de negar el discurso oficial que validaba la colonia como espacio de “progreso”, de desmentir el supuesto “Puerto Rico progresista y cambiante de la época”. (Esas obras son el complemento plástico a los tiros de cuatro héroes en el Congreso de los Estados Unidos.) Ante la mentira oficial del “progreso”, estos artistas insisten en pintar arrabales y seres humanos enfrascados en una dura supervivencia diaria, con tonalidades sucias y pinceladas toscas que impiden el uso de esas imágenes como decoración. Luis Rafael Sánchez los retrató muy bien en el monólogo de la mujer burguesa que decora su casa, en La guaracha del Macho Camacho: “yo quisiera llenar unos espacios sobrantes con cosas de aquí, también los del patio son hijos de Dios…algo de ese Homar, algo de esa Myrna Báez, algo de ese Martorell: pero son tan trágicos que si los coloco en el comedor quitan las ganas de comer, que si los coloco en la sala quitan las ganas de charlar” (205-6). La finísima inteligencia de nuestros artistas puesta en práctica.
Imaginemos, entonces, la colección puertorriqueña agrupada en un mismo espacio, bajo el respeto de una curaduría responsable y culta. Constituiría una declaración poderosísima de los artistas de los años cincuenta y sesenta ante el fraude oficial sobre la “prosperidad” colonial. Mostraría también el desarrollo de un lenguaje plástico propio, sensible y comprometido con nuestras necesidades. Las obras se revelarían como lo que son: advertencias del porvenir, retratos de nuestro presente. (Grandes, nuestros artistas.) En vez, ¿qué encontramos? Todas esas piezas desarticuladas y enmudecidas por su separación en varias salas, acompañadas por textos que agreden el intelecto. Ejemplo: junto a Vita Cola (1961) de Rafael Tufiño, se nos informa que, “el cuadro muestra empatía con problemas sociales que preocupaban a Luis A. Ferré: la pobreza y la desigualdad cada vez mayor en un momento de crecimiento económico”. Hay que ser bien cínico para colocar ese texto junto a esa imagen. Preguntamos: “crecimiento económico”, ¿para quién? ¿Y a quién le debemos el aumento de “la pobreza y la desigualdad”? La curaduría está hábilmente calculada para evitar tales preguntas, para que no atemos cabos entre la miseria denunciada en las obras y el capital económico y político de la persona que las compró. El MAP bien lo sabe; eso sí que sería destapar una olla de grillos.
La muestra tiene momentos de una falta de respeto que dejan sin aire. ¿Cómo colocar, frente a frente, como una misma cosa, un busto de Eugenio María de Hostos y uno de Antonio Ferré Bacallao, el padre de Ferré, y señalarlos, al segundo como “padre”, y al primero como “padre intelectual” de Ferré (¡!)? En el calce se nos informa que “pese a diferir en su preferencia respecto al estatus ideal de la isla, Ferré fue un gran admirador de Hostos”, a lo cual nos preguntamos qué mérito podría tener la opinión de Ferré sobre un titán como el Ciudadano de América. (La intención es clara: demostrar que Ferré no discriminaba contra los independentistas.) ¿Es que no entienden quién fue Hostos? ¿Dónde queda la devoción? ¿Y qué de la humildad?
La insensibilidad hacia nuestro arte lleva a calificar a esas dos piezas maestras de Carlos Raquel Rivera, Huracán del norte (1955) y Elecciones coloniales (1959), como “grabados satíricos”. Satírica es la imagen de turistas grabada por Lorenzo Homar. Elecciones coloniales, en cambio, expresa un desgarre trágico, una angustia sorda y dolorosa ante la violencia del coloniaje. Observémosla con reverencia: la sobrecogedora imagen de Rivera presenta a nuestro pueblo, enajenado y agredido por la violencia imperialista estadounidense, suicidándose en masa. Parapelos. Esta imagen no es ni remotamente graciosa. Dista mucho de ser una crítica a algo tan trivial como “las elecciones de 1956”, como se nos dice en el calce. Por el contrario, en esta imagen se delibera la historia de una brutal relación colonial, incuestionable síntesis visual de toda una época.
Este error del MAP es la consecuencia de su mirada hegemónica a nuestro arte. En la curaduría de Un lugar para Puerto Rico, y a tono con la filosofía del museo, predomina la visión eurocéntrica que Ferré inicialmente impuso, un eurocentrismo aceptado por sus sucesores sin cuestionar su utilidad al manejar obras de arte de la periferia. El acercamiento es incorrecto, pues las condiciones en que un Lucien Freud trabajó no son comparables con las de su contemporáneo Carlos Raquel Rivera. No son equiparables una exhibición histórica de arte europeo y una de arte puertorriqueño; las situaciones de esas obras son tan distintas que aplicarles los cánones europeos no es sino un acto de imposición—sí, usemos la mala palabra—colonialista.
En Europa, el medio por excelencia lo constituye la pintura al óleo; el grabado es ciertamente importante, pero no es el medio primordial. En Puerto Rico, país sin museos ni galerías, el grabado, por el contrario, aventajaba a la pintura por su accesibilidad a un público amplio. Por ello, varias de las imágenes más significativas de nuestra plástica han sido consignadas al grabado en vez de a la pintura. Este es el caso de Elecciones coloniales. No más piénsese en esa misma imagen, pintada al óleo sobre tela de gran tamaño: he ahí nuestro Guernica. Bajo una curaduría más sensible, Elecciones coloniales ocuparía el lugar singular que indiscutiblemente le corresponde, en vez de colgar amontonado en un arreglo tan grosero que agrega el calce como parte de la composición, y rodeado de obras menores las cuales, por ser pinturas, ostentan espacios de privilegio. (De paso: nadie osaría colocar a Picasso codo a codo con Sáenz de Tejada; ¿por qué, entonces, hacer eso aquí?) Algo similar sucede con las esculturas de Rafael Ferrer, que en la muestra se despachan con ligereza, a pesar de que son piezas en las que Ferrer materializa su horror ante el poder bruto, a través de un trabajo duro, intencionalmente carente de amabilidad.
El arte que más sufre en esta exhibición es el de Lorenzo Homar. Tiene la mayor cantidad de obras, pero dispersas por todas las galerías, de tal modo que se imposibilita el aprecio de su estética. Algunas de sus piezas no han sido exhibidas en mucho tiempo, y una de las revelaciones es su pintura Serenidad (1958–60), con un planteamiento político/económico/estético que hoy se nos hace muy pertinente. Su ubicación, tan bochornosamente displicente, en una de las salitas laterales, asegura que pase inadvertida.
A todo lo anterior, es necesario añadir que esta irrespetuosa exhibición representa un espaldarazo a los bandoleros de este momento en que a los puertorriqueños se nos exige entregarlo todo. Con Un lugar para Puerto Rico, el MAP se incorpora a la expoliación de nuestro patrimonio al degradar la obra de artistas comprometidos con su colectividad, en aras de realzar la imagen de nuestro mayor anexionista, Luis A. Ferré. Continua el proyecto de levantar su figura por encima de la de su contraparte, Luis Muñoz Marín, justo ahora que nos ordenan plegarnos ante las órdenes anti-democráticas e imperialistas del invasor. Es esta la exhibición que ordena la Junta. Hoy podemos justamente indignarnos ante el mal trato que los sucesores de Ferré le dan al arte que coleccionó, y preguntar “cómo se atreven”. Pero sería una pregunta retórica. Conocemos la respuesta. En el MAP, las obras de nuestros artistas no son más que “bienes privados” para el uso y disposición de sus propietarios. Nuestro arte forma parte del botín de guerra. Con esta exhibición, el museo nos lo arroja en la cara: “Miren todo lo que tenemos. Poco nos importa su significado, lo que importa es que lo poseemos y lo falseamos. Y a todos los que se expresen, protesten, señalen, o denuncien, sean artistas o espectadores, ya sabemos con qué rociarlos”.
Obras citadas:
Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico. 2012. Oscar Mestey Villamil: Contramuro, obra 1975-2010. San Juan: MACPR.
Museo de Historia, Antropología y Arte de la Universidad de Puerto Rico. 1988. De Oller a los cuarenta: la pintura en Puerto Rico de 1898 a 1948. San Juan: MHAA.
Sánchez, Luis Rafael. 1976. La guaracha del Macho Camacho. Buenos Aires: Ediciones de la Flor.