Pequeño manifiesto antitubo
Pocas propuestas oficiales han sido tan rotundamente repudiadas como la del gasoducto. Un juicio así de generalizado no puede despacharse a la ligera. Desde la versión sureña empujada por el gobierno anterior hasta la norteña impuesta por la actual administración, el proyecto ha provocado la oposición militante de los más amplios y diversos sectores del País. Ni el fanatismo sectario ni el oportunismo pancista explican la magnitud del consenso.
Este drama lleva el sello de la ironía. Quienes condenaron el primer invento son los mismos que ahora impulsan el segundo. Quienes tildaban de “tubo de la muerte” al del sur, bautizaron “vía verde” al del norte. Los propulsores del presente embeleco nos ahogan en propaganda para vendernos sus bondades. Y los autores del concepto original guardan un mutismo decididamente sospechoso. Si la virtud rigiera la política, podría pensarse que callan por vergüenza. Quizás es que se acogen a una penitencia preventiva por pecados que no han prescrito.
Las razones para detener el gasoducto son tantas y tan sensatas que asombra la sordera del gobierno ante una opinión pública cada vez más firme e insistente. El hecho incontestable es que la instalación de una tubería de 146 kilómetros de largo con un radio de impacto de 100 metros de ancho desde Peñuelas hasta San Juan causaría un daño ambiental irreversible. Ya podemos despedirnos de los pocos bosques y ríos que nos quedan. Ni las montañas – ese muro de contención natural que mantiene a raya la voracidad de los desarrolladores – se salvarían del ecocidio.
Como si no bastara con el sacrificio despiadado de tierra, agua, flora y fauna, también se verían amenazados los yacimientos arqueológicos y los lugares históricos que tienen la desgracia de coincidir con la ruta diseñada. Así se pretende alterar, en aras de una insignificante reducción en la factura eléctrica mensual, la integridad del paisaje y la memoria del pasado. ¡Valiente trueque el de la pérdida por el ahorro! ¿No les duele el destrozo brutal de nuestra isla a esos paladines del progreso?
Los riesgos del disparate son tristemente predecibles. En un despliegue de ignorancia criminal, los burócratas a cargo desestiman las más obvias realidades geográficas y geológicas. Ya se sabe que, por su ubicación en el planeta, Puerto Rico está sujeto a fenómenos cíclicos violentos. No es difícil predecir lo que sucedería en caso de huracán, terremoto o tsunami. Si cualquier aguacero precipita inundaciones y derrumbes, las secuelas catastróficas del menor remeneo sísmico incluirían derrames y explosiones. Imaginar el catálogo de desastres que podría propiciar nuestra crónica fobia al mantenimiento tampoco es para tranquilizar a nadie.
Completan el cuadro funesto la expropiación de viviendas y el desalojo de comunidades. Arrancar a los vecinos de sus hogares para acomodar el tubo invasor implica deshacer de un tirón los lazos afectivos que ligan individuo y entorno. No es novedad que el desplazamiento forzoso perturba profundamente la salud física, mental y social. La expulsión de los habitantes no sólo devastaría familias y vecindades sino que despoblaría aún más las regiones agrícolas y agravaría el hacinamiento urbano.
Aquí entra una dimensión particularmente asqueante del asunto. Recién nos enteramos por la prensa del chorrete de contratos prematuros otorgados antes de la proclamación de la alegada “emergencia energética”. Sin que se hubieran obtenido los permisos reglamentarios, ya se repartía a manos llenas el bacalao del tumbe. Imposible esquivar el veredicto. Hipotecar el patrimonio común a beneficio de un puñado de amigotes es corrupción de la peor calaña.
Dada la terquedad de los jerarcas de turno, el panorama luce bastante sombrío. Más oscuro se pondría si permaneciéramos cruzados de brazos. Es buen momento para recordar los triunfos resonantes que se ha apuntado este pueblo cuando le ha salido del alma tirarse al ruedo. Puede ser que otras causas le parezcan abstractas, innecesarias y hasta inútiles. Pero cuando se trata de proteger a esta pequeña cordillera entre dos mares que llamamos patria, el instinto de conservación inscrito en su genoma se vuelve voluntad inquebrantable.
No es delirio idealista, lectores descreídos. Lo evidencian, entre otras, las luchas victoriosas libradas contra el superpuerto de Añasco, la planta de carbón de Mayagüez y la explotación minera de Adjuntas, Lares y Utuado. Sin olvidar, por supuesto, la defensa del Valle de Lajas y el rescate de Culebra y Vieques.
Boricuas de todas las tendencias y procedencias, inmigrantes convertidos en puertorriqueños: hay que sacudirse la modorra. Y hay que hacerlo a tiempo. Esta vez sí que nos va la vida. Esta vez tenemos que echar el resto.
*Publicado originalmente en El Nuevo Día.