Piero Manzoni, o la fe
Para E.R.J., con respeto.
Así, podríamos quizás decir que el arte es la destreza en preparar reproducciones de la vida de los seres humanos en comunidad, de tal modo que esas reproducciones conduzcan a las personas a un sentimiento, un pensamiento y una acción particulares, pensamiento y acción que no hubiesen sido estimulados del mismo modo o con el mismo alcance al solamente ver o experimentar la realidad que ha sido reproducida. -Bertolt Brecht, La compra del bronce.
He aquí la pieza que invariablemente se menciona a la hora de denunciar la “degeneración” del arte contemporáneo. Se trata de una serie de noventa objetos, todos iguales, latas de metal etiquetadas con un texto en cuatro idiomas: “Mierda de artista/ contenido neto 30 gramos/ conservada al natural/ producida y enlatada en mayo 1961”. La parte superior de la lata lleva la firma del artista y el número de la serie. El artista es el italiano Piero Manzoni (1933-1963).
Para un artista como Manzoni, quien durante su corta, pero productiva carrera empacó, además de su excremento, su aliento y su sangre, firmó personas, e instaló pedestales para que espectadores y el planeta entero se colocaran en el espacio privilegiado de la pieza de arte, no es de extrañar sea ésta, su más comentada obra. No obstante, por lo innegablemente controversial del gesto, suelen perderse de vista otros elementos de esta composición, elementos significativos que forman parte de una sólida estética desarrollada por Manzoni a través de años de trabajo.
Recordemos lo que usualmente se omite al mencionar esta pieza, esto es, la exigencia de Manzoni de que la galería vendería cada lata tomando en consideración el precio de treinta gramos de oro el día en que la pieza se vendiera. Puesto que treinta gramos es un peso ligero, el precio de cada lata no llegaría a alcanzar ni los cincuenta dólares (al menos en 1961), haciendo de ésta una obra “barata” en relación con los estándares de venta de ese momento, en que las obras de arte alcanzaban precios exorbitantes en el mercado. La imposición, por parte del artista, de un precio de venta como parte imprescindible de la obra resulta, inevitablemente, en un comentario sobre la mercantilización del objeto de arte a mediados del siglo veinte.
Esta pieza sería impensable sin el modelo del ready-made de Marcel Duchamp, elaborado por el maestro francés medio siglo antes. La relación de Manzoni con Duchamp es directa, pues en los años sesenta compartieron la galería de Arturo Schwarz en Milán. Schwarz no sólo fue responsable de la producción de series de ready-mades de Duchamp (1964), sino que también fue unos de sus más importantes críticos, autor de la monumental publicación Las obras completas de Marcel Duchamp, de 1969. Entre los muy discutidos aportes de Schwarz se destaca la idea de la relación de Duchamp con la alquimia, esa arcana “pseudo-ciencia” que tanto insistió en la unión de la investigación científica con la superación filósofica. La transmutación de materiales vulgares en oro se presentaba, en la alquimia, como metáfora activa de la superación física, intelectual y espiritual del ser humano, actividad que, para Schwarz, continuaba Duchamp en el siglo veinte.
Lejos parecería estar la contemporaneidad de tal actividad, en la cual la obtención de oro persigue fines filosóficos en vez de monetarios, tan contraria al proyecto capitalista. La propuesta de Manzoni, con su combinación de excremento y oro, ciertamente sugiere la posibilidad de la alquimia como un inacostumbrado modelo de su creación artística. Sus latas, empero, no están solas en los años sesenta, durante la consolidación del arte pop, pero una comparación de este trabajo de Manzoni con el de otro de sus contemporáneos puede mostrar hasta qué punto difiere la obra manzoniana de expresiones similares. Se trata del estadounidense Andy Warhol (1928-1987), quien en 1962 exhibe, por vez primera, su ya célebre imagen de latas de sopas Campbell’s.Las latas de Warhol—pintadas, bidimensionales—contienen, supuestamente, alimento. (Son el opuesto, en este sentido, de las de Manzoni.) Este alimento es, sin embargo, el del capitalismo, producido en masa, aquél que prostituye la alquimia de la cocina, esa que siempre produce sorpresa a la hora de la degustación. Las sopas Campbell’s, por el contrario, están diseñadas y manufacturadas para que su sabor jamás varíe y nos sea imposible encontrar algún indicio, por mínimo, de la mano humana en su confección. De que no es “alimento” da fe la cantidad de aditivos y preservativos necesarios para realizar este producto, pensado para una masa indistinta que, atada a la explotación capitalista, carece de una relación con la tierra, enajenada de su capacidad para proveerse una alimentación, una vida, digna.Warhol, siempre renuente a comentar su trabajo, dejó una pintura que excepcionalmente contextualiza sus imágenes de las latas Campbell’s. En su Mrs. McCarthy and Mrs. Brown (1963, de la serie Tunafish Disaster), muestra el inevitable resultado de tal “alimentación”: la muerte. Como otras veces se ha señalado, es la muerte el gran tema de toda la obra de Warhol, ejemplificado de manera obvia en esta composición, con su ausencia de color, imágenes en vías de desaparición, espacios descentrados y perturbadoramente vacíos. La muerte, en Warhol, es el único resultado posible para el ser humano bajo el capitalismo.
En el mercado capitalista, la apariencia, la etiqueta, lo es todo, aquello que se utiliza para maquillar la pobreza y el fraude de la mercancía. De ahí el color primario de mucha de la pintura de Warhol, su seductora brillantez, que oculta la muerte bajo un tentador empaque que nos promete gozo con una compra. Warhol, el más exacto documentalista del siglo veinte, simula que no tiene “nada que decir”, pero su reticencia es incisivamente elocuente.
El arte de Warhol es un arte que parte de una particular experiencia estadounidense (“arte regional”, lo llama Marta Traba), si bien hoy abocada a convertirse en experiencia “universal”. El arte de Manzoni, por el contrario, es un arte que parte de la experiencia europea, que mantiene la confianza en que sí hay “mucho que decir”, aún con la conciencia de que las reglas de “decir” han cambiado (Samuel Beckett: “Try again. Fail again. Fail better.”). De su conciencia de que la expresión en el capitalismo siempre está en peligro de sucumbir a la mercantilización, es que para Manzoni, y en esta pieza en particular, la apariencia debe hacerse nada y lo interior, lo invisible, el todo. El empaque de este producto no nos seduce; si acaso, nos conduce a su rechazo. (Su tamaño es insignificante, aproximadamente igual al de una lata de comida para gatos.) Nada nos invita a mirarlo. El énfasis se desplaza de lo que observamos hacia aquello que nos llevamos al contacto con el objeto, esto es, nuestro propio pensamiento. Manzoni no nos deslumbra con el objeto, pues bien lejos estamos del asombro que nos provoca un trabajo de Miguel Ángel, o de un buen diseño de empaque; el artista, en vez, nos deslumbra con lo pensado, con el concepto. Permanece en nosotros lo inmaterial, aquello que no puede convertirse en mercancía, que no tiene valor de cambio, sino de uso. Tan fuerte es la idea aquí, que podríamos prescindir del objeto totalmente, pues solamente una descripción sería ya suficiente para lanzarnos a la aventura estética.
Este es, por lo tanto, un arte que se niega a conmover, a seducir, a convencer, a conmocionar. Es un arte que conscientemente intenta presentar una imagen del mundo del modo más objetivo posible, por emotivo que sea el tema. El proyecto de objetivación de la experiencia humana ha sido uno de los más significativos del arte del siglo veinte, siglo lleno de artistas –pensemos en Schoenberg, Joyce, Brecht, Picasso– que intentaron expresar las emociones más intensas de la manera más objetiva y distanciada posible, no por negar las emociones, sino por colocarlas en su lugar apropiado por razones de ética.
Eliminar la conmoción de la obra de arte implica desterrar el espectáculo mercantil de la genialidad del artista. (Yoko Ono: “Soon there will be no need of artists…”) Aquí la tarea del artista no es conmover, sino estimular nuestro pensamiento. Ya los artistas no tienen que vender la imagen del Rey, ni la doctrina de la Iglesia; conmover no es su objetivo. Conmover, para efectos de los siglos 20 y 21, no es tarea del arte, sino de la publicidad. Conmover es, obligatoriamente, la función principal de la publicidad y ésta carece de ética, que no sea la de su propio interés. Conmover para que compremos, para que aceptemos, para que no pensemos, sino consumamos: el “shock and awe” no es tarea de artistas, sino de publicistas y asesinos.
Manzoni produce su pieza unos siete años antes que el poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini publicara un retante texto sobre la situación del intelectual joven.
Sentencia en 1968, apocalípticamente, Pasolini:
La burguesía está triunfando, está volviendo burgueses a los obreros, por una parte, y a los campesinos ex coloniales, por otra. En suma, a través del neo-capitalismo, la burguesía se está convirtiendo en la condición humana. Quien ha nacido en esta entropía, no puede de ninguna manera, metafísicamente, estar fuera. Todo ha acabado. Por eso provoco a los jóvenes, ellos son, presumiblemente, la última generación que ve a los obreros y a los campesinos: la próxima generación no verá a su alrededor más que la entropía burguesa. [Empirismo herético (Córdoba: Brujas, 2005); p. 220.]
Esta visión pesimista reverbera en el último filme del malogrado maestro boloñés, Salò (1975), en el que literalmente sirve en bandeja de plata el contenido de las latas de Manzoni. (Pero este pesimismo no es sólo de Pasolini; recordemos que los sesenta son también los días del “todo es espectáculo” de Guy Debord en Francia, idea que posteriormente se extenderá en las “simulaciones” de Beaudrillard y el “fin de la historia” de Fukuyama, por mencionar dos.)“Todo ha acabado”. El arte de Manzoni es un intento por negar esa escatología. Su obra se reafirma como una alquimia: Del excremento al oro; del desecho al tesoro; del infierno al paraíso; de la muerte a la vida; de la negación a la afirmación. Su propuesta, mostrar el inagotable poder transformador de la acción artística, ausentes el cinismo, la inacción, el pesimismo y la derrota. Ante la “última generación que ve a los obreros y a los campesinos”, de cara al triunfo incontestable de la “entropía burguesa”, frente a todas las contundentes e inequívocas señales del fin, Manzoni se confía y se abandona sin reservas a la imaginación, a la creatividad.
Conmovedor, ¿no?