Pobreza de tiempo y democracia radical
Una versión de este texto fue leída el domingo 8 de septiembre en el foro «Las mujeres en la construcción de una democracia radical», organizado por el Movimiento Amplio de Mujeres.
Para mí el feminismo es la lucha por la igualdad de las mujeres. Pero esta no debe ser entendida como una lucha por la realización de la igualdad para un definible grupo empírico con una esencia y una identidad comunes, sino más bien como una lucha en contra de múltiples formas en que la categoría ‘mujer’ se construye como subordinación.
-Chantal Mouffe, Feminismo, ciudadanía y política democrática radical
I
Cuando uno no logra salir de la Universidad, como es el caso de quienes somos profesores, la vida está perpetuamente organizada por fechas en las que hay trabajos para entregar y en asignaciones que hacer. Cuando a finales del verano las compañeras del Movimiento Amplio de Mujeres me extendieron la invitación a participar de este foro que acepté gustosamente, anoté en mi calendario una fecha y una asignación. Tanto Nitza como Leila, Sara y Jossie fueron muy generosas y para la asignación me permitieron escoger uno de dos temas que plantearon. Fui yo, por mi curiosidad de escucharlas a ustedes, la que escogió el tema de la participación política de las mujeres y su importancia para la radicalización de la democracia. Podemos estipular, como dicen las compañeras abogadas, que sin las mujeres la democracia no puede cumplir con la promesa de su nombre. No puede llegar a ser el gobierno del demos. Puede ser, a lo sumo, el gobierno del demi demos, el gobierno de la mitad del pueblo.
Antes de cederles la palabra para que ofrezcan sus contestaciones a la pregunta que nos convoca, voy a intentar hacer una demostración en vivo de lo que hacemos día a día los que entrenamos en el viejo y hermoso arte de la filosofía ante cualquier pregunta. La filosofía puede definirse coloquialmente como el arte de hacer preguntas. Una que otra vez contestamos alguna, aunque para lo que guardamos particular afecto es para la belleza de las preguntas. Como nos dedicamos a ellas y tras más de 2,500 años tenemos una hermosa colección donde faltan aún especímenes varios, sabemos muy bien que no hay ninguna que no contenga ya dentro de sí la fuerza insospechada de decenas de contestaciones. No hay ninguna pregunta filosófica que si no se trata con cuidado no nos impulse con el propio peso de su formulación en una dirección u otra. A veces nos lanzará muy lejos; muchas veces a lugares donde no queremos ir. Por tanto, el filósofo o la filósofa trata cualquier pregunta como si se tratara de un pequeño artefacto explosivo cuyo mecanismo debe descifrar sin activarlo, para decidir, antes de contestar, si quiere ser impulsado por la fuerza de la onda expansiva de la interrogante que tiene ante sí. La pregunta sobre la democracia y la participación de las mujeres no es la excepción. La coloco aquí sobre una mesa imaginaria para que escuchen su acompasado «tic tic tic tic» marcando los minutos que tengo para hablar antes de que sin querer la haga estallar.
Les presento la pregunta que recibiera con la invitación a compartir con ustedes hoy.
Como sabemos […] las mujeres somos más y tenemos múltiples responsabilidades sociales cruciales (cuidado de otros/as, educación, salud, etc.). No obstante, de forma sistemática se obvian nuestros derechos, nuestras perspectivas, necesidades y nuestro desarrollo. La necesidad de participación, de insertar voces en discusiones públicas y en espacios de poder para la toma de decisiones que nos afectan diariamente es indispensable. La democracia no puede reducirse a votar cada cuatro años. ¿Cómo lograr una integración y participación más amplia y efectiva que a su vez sea más crítica a la estructura patriarcal y sus vínculos con el capitalismo?
Tic, tic, tic, tic, tic…
II
Comencemos por la sencilla aseveración con la que nos encontramos de frente: las mujeres somos más y constituimos la mayoría de la población. Vale plantear un pequeño caveat. Las mujeres y las niñas somos la mayoría excepto entre los recién nacidos y entre los presos. (No voy a explorar la analogía). En todo el mundo (al menos, en ese mundo donde se llevan estadísticas) se ha constatado que nacen unos 105 niños por cada 100 niñas. Sabemos también que cuando las niñas tienen el mismo acceso a alimentación y cuidados médicos que los niños, su tasa de mortalidad infantil es menor que la de los varones. Cuando esa paridad de cuidados se mantiene, las mujeres acrecientan su ventaja en las estadísticas demográficas y terminan constituyendo una clara mayoría poblacional. Aunque comencemos con una ligera desventaja demográfica, si obtenemos los mismos cuidados médicos y nutricionales que nuestros contemporáneos, la proporción de niños y niñas al nacer se invierte, siendo común a Europa, Japón y Bouncy Castle Norteamérica el contabilizar 105 mujeres por cada 100 hombres.
No ocurre lo mismo en todas partes del mundo. En diciembre 20 del 1990, el economista indio Amartya Sen, laureado con el Premio Nobel de Economía ocho años después, publicó un ensayo en The New York Review of Books en donde argumentaba que en la población mundial «faltaban» aproximadamente 100 millones de mujeres que estarían entre nosotros si no hubiesen sido privadas durante su infancia de la alimentación y cuidado médico que recibieron sus coetáneos. Es la negligencia, dice Sen, de sociedades patriarcales en el norte de África y buena parte de Asia (en particular en el sur y el oeste), la que elimina la ventaja natural que constituye para cada niña su misteriosa resistencia fisiológica y hace de las mujeres una minoría demográfica en vastas regiones del mundo. Sen nota que la pobreza de por sí no es un factor suficiente para malograr parte de la población femenina y que incluso dentro de un mismo país pueden encontrarse diferencias importantes. Cita el caso de los estados indios de Punjab y Haryana, los que se encuentran entre los más ricos de la India y en los que la proporción entre mujeres y hombres es de 86 por cada 100. Estos datos contrastan con los de Kerala, una región más pobre, en donde se observa una proporción demográfica similar a la de los países ricos, con 103 mujeres por cada 100 hombres. En regiones como Punjab y Haryana 19 mujeres por cada 100 hombres fueron asesinadas por una distribución discriminatoria de bienes y servicios básicos a la vida, sancionada como legítima por algunos elementos de la cultura.
Por tanto, debemos notar que las mujeres somos más solo donde nos tratan igual; al menos en relación a solo dos variables: alimento y medicinas. Cuando este no es el caso, somos, literalmente, diezmadas ab initio. Podemos pensar en muchos otros ejemplos en los que cierta sociedad o cierta cultura (por ejemplo, la nuestra) socavan las múltiples maneras en las que se expresa la resistencia de las niñas y las mujeres poniendo en peligro, cuando no la vida, al menos nuestro desarrollo. Una de las maneras en la que esto ocurre en nuestro entorno (y en muchos otros) es precisamente sobrecargándonos de tareas y responsabilidades múltiples. Todas conocemos a alguna o hemos vivido en carne propia la articulación de una biografía que requiere que nos hagamos cargo desde muy temprano en la vida –y la mañana– de las tareas que reproducen la vida en común del núcleo al que pertenecemos. A esta responsabilidad, mejor o peor distribuida, se le suman las individuales de estudiar y trabajar, las familiares de cuidar hijos propios o ajenos, enfermos cercanos o distantes, hermanos menores o abuelos y padres mayores. Todo esto, mientras intentamos mantener un régimen de cuidado de nosotras mismas que se modela, no en función de nuestra salud o bienestar, sino de acuerdo con los cada vez más irrealizables estándares estéticos que las diversas formas del capital nos bombardean sin piedad. A la primera jornada del trabajo asalariado se le suma la segunda, dedicada a todas las tareas necesarias para reproducir la fuerza laboral propia y ajena. A ambas, agregamos una tercera, durante la cual velamos por nuestras comunidades y entornos. Me pregunto en voz alta si en vez de fundamentar nuestro reclamo de mayor participación en la toma de decisiones colectivas señalando la cantidad ingente de tareas que ahora realizamos y su innegable importancia socioeconómica y cultural no sería estratégico –además de justo– (re)establecer como un primer reclamo colectivo una redistribución más igualitaria de ese bien socialmente escaso llamado tiempo. En una sociedad pobre de tiempo, sospechamos que las mujeres lo somos aún más. Si no lo fuéramos, muchas cosas serían distintas. Entre ellas nuestra participación política sería más amplia y su efectividad aún mayor.
III
El concepto de pobreza de tiempo refiere a la situación cada vez más común en la que el cumplir con todas las actividades productivas o reproductivas impide a un humano el tiempo mínimamente necesario para ocuparse mínimamente de su salud y bienestar. Estándares internacionales han establecido que requerimos, por ejemplo, al menos media hora diaria para cada comida, media más para el aseo, una hora al día sin asignación alguna de tarea, ocho horas para el sueño y un día a la semana sin trabajo productivo o reproductivo. Once horas diarias y veinticuatro cada semana para atender de manera escueta el cuerpo y la psiquis. Y esto aplica solo a individuos sanos que no requerieren cuidados especiales ni esperar largas horas para acceder a servicios médicos.
Estos mínimos constituyen un régimen verdaderamente espartano, análogo al de las 1,200 calorías que la Cruz Roja ha establecido como necesarias a cada refugiado para mantenerlo con vida. No incluye el tiempo médicamente recomendado para hacer ejercicios (al menos media hora diaria), ni el tiempo diario para cultivar relaciones importantes; sean estas con Dios, su amante o su perrito. Tampoco asigna tiempos mínimos para ir al baño, los que deberemos cargar al patrono.
Si en vista de esta distribución de tiempo tan estricta hacemos entre nosotras un ajuste cultural y nos asignamos una hora más al día, dispondríamos hipotéticamente de doce horas para el tapón, el trabajo asalariado, los cuidados a otros, las compras necesarias y la multitud de tareas que constituyen el trabajo reproductivo. Ojo: no hay tiempo tampoco para llevarse ningún trabajo a casa. Quien esté calculando mentalmente o con los dedos debajo de la mesa podrá constatar que en el Puerto Rico urbano es muy difícil que en doce horas podamos trabajar una jornada completa, transportarnos desde la casa a la escuela o centro de trabajo y realizar las demás tareas del día, como preparar (o comprar) tres comidas. Podríamos hacer un reality show muy entretenido para ver si alguna compatriota lo logra. En ese caso, le pediríamos consejo y le regalaríamos unas merecidas vacaciones.
Somos pobres de tiempo. La prevalencia y profundidad de esa pobreza constituye uno de muchos indicadores de la falta de bienestar individual y colectivo y por ende, del deterioro a la calidad de vida en el país. Quienes son pobres de tiempo se encuentran en la situación de tener que escoger entre tareas intransferibles e igualmente importantes –acudir a la cita médica o trabajar, dormir un rato más o hacer algo de ejercicio, pasar algún rato con los hijos o terminar el trabajo que nos llevamos a casa. Poder disponer de tiempo se ha interpretado, además, como una medida real de la tan cacareada libertad individual, la que junto a la privacidad –tan venida a menos en estos tiempos postSnowden– constituye el valor básico de las sociedades liberales democráticas. Solo la que tiene tiempo, y no solo acceso a recursos y servicios, puede escoger la vida que quiere llevar y puede decirse de ella que disfruta de cierto grado de libertad no formal.
Como el peso relativo de las tareas vitales, así como los tiempos mínimos necesarios para realizarlas, están muy configurados por la cultura, Bardasi y Wodon, economistas del Banco Mundial, propusieron en el 2006 una manera culturalmente relativa de establecer una línea de pobreza de tiempo.1 Esta depende de saber cuál es la mediana de la jornada conjunta de trabajo productivo y reproductivo en cada sociedad. Esta información se suele obtener a través de las llamadas encuestas de uso del tiempo, inexistentes hasta el momento en Puerto Rico. Bardasi y Wodon establecen que los pobres de tiempo son aquellos que trabajan 1.5 veces la mediana de la jornada de sus países (o regiones) y los muy pobres de tiempo aquellos que trabajan 2 veces la misma.
No ha de sorprendernos que los lugares en los que se ha hecho este análisis (por ejemplo, sitios tan dispares como Guatemala o Sierra Leona) las mujeres resultan ser más pobres de tiempo que los hombres. No es difícil tampoco correlacionar la pobreza de tiempo con el agravamiento de la pobreza material. El tiempo puede compensar el dinero. Como, en menor medida, el dinero puede compensar el tiempo. Considérese un ejemplo de otras épocas. Los pobres de Europa que no podían comprar pan ni trigo podían espigar los campos en busca de lo que dejaban los cosechadores, pagar al molinero con una parte de lo recogido y hornear el pan en la casa con la leña del bosque. Así sobrevivieron (y sobreviven) miles de personas sin acceso a los mercados. Todavía hoy espigan, donde hay campos de cultivo y tradición de ello. En muchos sitios buscan en los basureros. Ya ni se trata de espigadores sino de pepenadores. No conozco el nombre que designa a quienes comen si encuentran algo comestible en los zafacones de una ciudad.
La lógica que establece ciertas equivalencias entre tiempo y dinero establece con cierto optimismo que quien no tiene dinero, pero tiene tiempo algo puede producir en casa o comunalmente, quizá bienes y servicios que no podría adquirir de otro modo. Ahora bien, quien no tiene ni tiempo ni dinero sufre doblemente. Padece el embate de la carestía material y de la demanda insaciable sobre sus energías. La pobreza de tiempo ha sido relacionada también con la reproducción de la pobreza. Quien tiene todo su tiempo comprometido no dispone del necesario para participar de las actividades que le permitirían desarrollar otras capacidades productivas que podrían mejorar su acceso a bienes y servicios. En cualquier caso, la pobreza de tiempo es un expolio a los recursos físicos, psíquicos y emocionales de quienes la padecen. Siendo este fenómeno uno muy común entre las mujeres de otros países haría falta precisarlo en Puerto Rico en todos sus detalles.
Retomo la pregunta en torno a si la dificultad para quebrar los techos de cristal que dificultan nuestro acceso a las discusiones públicas y a los espacios de poder donde se toman las decisiones que nos afectan diariamente no tiene que ver con ese peso desmedido con el que las mujeres -sobre todo las más pobres- llegamos, con suerte, al umbral de estos espacios. Aumentar la participación política de las mujeres en todos los escenarios de toma de decisiones así como su efectividad puede requerir paralelamente un esfuerzo conjunto para aligerarnos de otras tareas, para desprendernos de otras demandas, para sacudirnos con fuerza pesos que ahora coartan nuestra participación.
Quizá hemos olvidado que la democracia de los griegos estuvo construida sobre un gran banco de tiempo que crearon las mujeres y los esclavos de Atenas para que los ciudadanos disfrutaran de la libertad de encontrarse en el ágora para debatir y dictarse las leyes que regirían sus vidas y la de la mayoría ausente. Ese banco de tiempo está también hoy invisibilizado, como lo están los sobregiros cotidianos que todas Inflatable Water Slide realizamos contra las menguantes energías de nuestros cuerpos, afectos, ánimos y mentes. Hay, sin embargo, otros tiempos igualmente invisibles en cada asamblea. El más importante, quizá, es el largo tiempo preparatorio que requiere animar el deseo de participar en ellas y el necesario para lograr hacerlo de un modo efectivo. A este otro tiempo invisible y predemocrático dedico mis últimos comentarios.
IV
Cuando logramos sobrevivir hasta ser, en efecto, la mayoría de la población y cuando nos sobran suficientes energías para plantearnos qué puede hacer la raquítica democracia contemporánea para ayudarnos a revertir, subsanar y prevenir las situaciones ya descritas, conviene preguntarse cómo se construye la subjetividad política que se siente en casa en la asamblea o el debate público. Podemos empezar por recordar que ser la mayoría (demográfica) no constituye a nadie en mayoría (política). Este fenómeno ha sido un verdadero quebradero de cabeza para la tradición marxista desde Marx mismo. Se puede entrever también en la famosa pregunta de Betances: ¿qué hacen los puertorriqueños que no se rebelan? Ser la mayoría no es en sí mismo ni una razón ni una motivación para actuar en favor de uno mismo o de los suyos. Por qué no aprovechamos la ventaja estratégica que parecen dar los números requiere en cada caso particular de análisis muy fino.
Marx, sin embargo, ensayó una contestación que pensó tan universal como la clase cuyos intereses defendía. A grosso modo la explicación marxista planteó que existe una serie de elementos de la cultura que son responsables de la relativa ‘ineficiencia política’ de los oprimidos. A estos elementos los identificó con el nombre de ideología. La ideología era para Marx aquello que sustentaba una imagen invertida de la realidad social y que distorsiona la apreciación que tenían los trabajadores de sus circunstancias, de modo que no pueden percibir correctamente ni el mundo que creaban con su trabajo ni su poder dentro de las relaciones de producción capitalista. Para desatar el potencial revolucionario de los trabajadores Marx concluyó que había que combatir las explicaciones ideológicas que circulaban, resaltando uno de los resultados más brillantes de su análisis: en la sistemática extracción de la plusvalía de los trabajadores se encuentra el misterioso origen de la ganancia capitalista. De esta forma, a la experiencia de la opresión (que para los miembros solidarios de otras clases puede ser vicaria, pero que para el trabajador es personal e intransferible) cada trabajador sumaría la comprensión intelectual del mecanismo de la explotación del capital. Con este entendimiento teórico y vivencial, los trabajadores no podrían menos que concluir que la clase capitalista resulta socialmente tan innecesaria y depredadora como ha sido la nobleza hasta nuestros días. Los trabajadores pasarían de ser una clase en sí para volverse una clase para sí.
A lo largo de las décadas en las que esta explicación ha sido ensayada y reformulada han surgido problemas, tanto prácticos como teóricos, con la explicación marxista de cómo dinamizar la construcción de la subjetividad política de los trabajadores cual proletariado. Detallo algunas que creo debemos tomar en cuenta cuando consideramos la pregunta de cómo lograr una integración y participación más amplia y efectiva de las mujeres con vista a radicalizar la democracia y adelantar agendas feministas. Marx y buena parte de los marxistas parten de la premisa de que en todo trabajador hay contenido un sujeto político. Su individualidad incuestionable, su inteligencia natural y la percepción clara de tener intereses que, además de propios, son claramente antagónicos a los de otros agentes sociales bastarán para anclar su capacidad de organizarse políticamente. Sin embargo, para algunos marxistas, como por ejemplo, para el historiador británico E.P. Thompson, no son estas cualidades individuales las que construyen la subjetividad política de los trabajadores ni las que hacen de ellos una clase antagónica al capital. Para Thompson es la experiencia colectiva de luchar por la vida que se les niega tanto como lo que podríamos llamar el «sistema histórico de razones» que alimentan las motivaciones de los trabajadores, lo que hace de los trabajadores una clase. Las razones a las que alude Thompson son de todo tipo, incluyendo razones de índole moral.
Para el filósofo político argentino Ernesto Laclau, quien junto a su colega y compañera belga Chantal Mouffe, dieron origen al término posmarxismo, no es ni siquiera la lucha en sí misma, ni las razones y motivaciones que la alimentan lo que conforma la identidad política de nadie sino, más específicamente, la manera como el poder responde a las demandas que se le presentan. Para Laclau, el sujeto político es un precipitado de las respuestas que obtienen las demandas que diversos grupos plantean ante las autoridades de una sociedad. No es el mismo tipo de sujeto político que se forma cuando un Estado entiende y atiende las peticiones que le presentan, que el que resulta en una situación donde el Estado deslegitima y deniega toda petición. Dice Laclau que en el primer caso surgen sujetos políticos democráticos; mientras que en el segundo los únicos sujetos políticos viables son los que él denomina populares. Tanto para Laclau y Mouffe, como para E. P. Thompson, la subjetividad política no está anclada en los individuos sino en los procesos históricos y las razones que los alientan. Para Laclau y Mouffe, más que en el proceso y sus razones, en las respuestas que estos provocan.
Por consiguiente, el afán por contar las mayorías como si estas estuvieran previamente constituidas en virtud de cualidades que son extrapolíticas hasta que no han aparecido las demandas que las conglomeran es siempre un seductor espejismo. No basta con contar cabezas y clasificarlas de acuerdo con la clase, género o raza para estimar cuántas personas impulsarán un programa político (o social o cultural) que promueva los intereses de los grupos con los que alguien los identifica. La subjetividad política requiere de otras fraguas y de otras temperaturas. El problema importante que se soslaya con esta visión näive de sujetos políticos preconstituidos es el del rol central de las demandas como unidad básica del análisis político. Para que estas surjan hay que abonar con experiencias de participación y con la mayor cantidad de razones, el tiempo largo antes de la primera asamblea.
Ese tiempo puede ser en efecto más largo de lo que se desea o de lo que se necesita. Hay sin embargo tiempos políticamente densos en donde en pocas días, meses o años, se fusionan mayorías frágiles, pero insospechadas. A veces, sin embargo, hay que atender consideraciones que descartan los que esperan el creciente rumor de los pasos de una marabunta enardecida. Fue el gran teórico latinoamericano de la educación, Paulo Freire, el que nos hizo cuestionar la premisa política y pedagógica de que la otra que tengo frente a mí se piensa a sí misma con las mismas coordenadas de la individualidad (no digamos ya la identidad) con la que nos pensamos nosotros. En Pedagogía del oprimido (México: Siglo XXI, 1978) Freire comenta que proponer a un campesino europeo, como problema, su condición de hombre, le parecerá posiblemente algo extraño. Ya no es lo mismo hacerlo a campesinos latinoamericanos cuyo mundo, de modo general, se acaba en las fronteras del latifundio, cuyos gestos repiten en cierta forma los de los animales y [los] de los árboles y que ‘inmersos’ en el tiempo, no es raro que se consideren iguales a aquellos. (245)
A pesar de los 45 años que han transcurrido desde la publicación de la que es probablemente su obra más importante, la individualidad como la define Freire –como el no permanecer ‘adherida’ a mi entorno o a la figura concreta o difusa del opresor– es un logro cultural destinado a unos pocos y unas pocas. No es, como a veces pensamos, un atributo casi natural de cada cuerpo humano saludable. Ser capaz de desafiliarme del entorno y mejor aún, de quien he sido, para desear lo que no me ha tocado, dista mucho de ser un proceso unidimensional o mecánico para el que bastan unas cuantas lecciones filosóficas o políticas.
El trabajo más importante para la radicalización de la democracia es la democratización de las dimensiones moleculares de toda interacción social, la puesta en circulación de los soportes discursivos para ello y la generación de experiencias concretas que nos animen a desear lo que no vemos e imaginar cómo construirlo. Tenía razón Freud: el malestar está siempre en la cultura que construye y mina nuestras individualidades y sus sentidos de agencia, pero que se esmera en tallar en cada una susceptibilidades al expolio ajeno.
Aunque el malestar está en la cultura, la cultura es un mar lleno de posibilidades. Sumergidas en él nos abraza y nos agita muy fácilmente. Como el mar, sabemos que la cultura desborda la línea imaginaria de cualquier horizonte. Puede ser infinitamente enriquecida y cultivada y en ella, cualquier gesto sirve de ejemplo para la supervivencia. La cultura es lo que mantiene a lo social en movimiento, a pesar de la inercia que suele ejercer sobre ambas las estructuras políticas. Propongo, para terminar, una metáfora en el espíritu de la concepción de Laclau y de Mouffe sobre la relación entre lo político y lo social. Podemos pensar lo político como lo social en estado sólido. El hielo es al agua lo que lo político es a lo social. Con suficientes movimientos moleculares se hace imposible mantener las temperaturas bajas que requiere el estado de lo político. Es cuestión de moverse, aunque para ello tengamos que dejar de hacer muchas otras cosas. La participación política de las mujeres exige muchas microhuelgas. Y movernos: bien fuera en pequeños o amplios movimientos como el que aspiran y construyen las compañeras del Movimiento Amplio de Mujeres.
- Elena Bardasi & Quentin Wodon. «Measuring Time Poverty and Analyzing its Determinants: Concept and Application to Guinea», en M. Blackden y Q. Wodon, Gender, Time Use and Poverty in Sub-Saharan Africa. Washington: World Bank, working paper no. 73. [↩]