Poetas en el parque
César Vallejo está sentado en un parque
—más español que peruano, el parque,
(unas boinas delatoras flotan en el aire)—
y luce unos zapatos similares a los que mi padre
usaba cuando mi infancia era más cerca del suelo.
Con el pasar de los años, los pies de Vallejo
y los de mi padre seguían iguales:
comprometidos con ese calzado lleno de minúsculos
boquetitos ornamentales por arriba
y los agujeros de la pobreza por debajo,
remendados con un pedazo de cartón
reclamado a algún embalaje.[1]
Sólo así podían los pies de ambos cruzar la calle,
la escuela, otros parques (no creo que la iglesia),
el cuarto del amor, pararse sobre la mesa servida,
alimentarse con el guiño de un pájaro,
con la ilusión de un retrato que cuelga
en el centro de la sala.
Sentados uno al lado del otro,
Vallejo y mi padre no conversan.
Solo miran la acera, los viandantes,
el celaje de sus sueños escaparse por los bocinazos
de los autos, el dobladillo de sus pantalones
tan gastados, el calcetín también roto y perseguido
Vallejo siente la electricidad de la foto
y piensa sus poemas —o viceversa—.
Mi padre siente el fulgor del trueno y piensa en mí,
que llegaré tan tarde
y no podré conocer al cholo para acariciarle la frente
o remendarle el corazón.
Tan tarde que de él no sabré sino hasta después de su muerte[2]
su hambre, su frío, el vértigo de las ausencias,
el conocimiento que estallaba en su cabeza
y no sabía qué hacer con él.
Ambos tienen soledad, noches de desparpajo,
tardes de nieblas y brebajes,
unos deseos inmensos de rascarse la memoria,
de lanzarse al asfalto, de ahogarse en el proceso de encontrar
otros parques, otras quimeras donde sentarse.
Ahora que mi infancia está
más cerca del cielo, abro la caja en que guardo
los zapatos de Vallejo,
que anduvieron por España, y me pregunto
por qué lugar de España andarán los de mi padre.
Sentados uno al lado del otro,
César Vallejo y Pedro Mariano Droz
se acomodan en el banco
con la distancia y el respeto debidos,
para no estorbarse, para que el tiempo pueda retratarse.
Y todo por unos zapatos que relampaguean.
[1] La planta del pie quiere seguir creciendo,
ampararse en la tierra o en el aire,
pero el cartón la protege de su andamiaje.
[2] Mi padre murió en San Juan
una mañana del mes de julio de 1990,
sin lluvia y con todos sus huesos puestos.