Por La Bombonera abierta
Intenté abrir la puerta. Respondió el conocido retumbe de cerradura trancada, que niega nuevas entradas. Calculé la hora para descifrar el misterio de ver ese lugar cerrado que por más de un siglo ha mantenido sus puertas abiertas. Incliné mi cuerpo curioso para asomar mi rostro colocando mis manos en la vitrina continua a la puerta cerrada, como gríngolas para descifrar qué pasaba al otro lado. La vitrina estaba vacía, sin dulces de repostería ni inventos exquisitos de recetas que se pasan de generación a generación. No había nada, se escuchaba el mismo silencio como si se bautizara allí el silencio, como el que surge a media noche y se desgrana en la madrugada. Pero era soleado y la luz penetraba tímidamente al interior. Pude descifrar las sillas rojizas de la barra, solitarias como nunca. Sentí el olor a historia fresco, a padre, a madre, a pan fresco. No había nadie, ni tan siquiera tazas, ni saleros. Como un rollo de película me vi llegando desde niño las tantas veces a ese lugar de banquillos tapizados con rojo, pero que hoy ya no me recibía. Son esos pocos lugares que se prestan para recordar lo que a veces es muy fácil olvidar.
Es La Bombonera que lleva por más de 110 años viva, lugar en donde entre mallorca y mallorca se ha reencontrado el pueblo. Donde miles hemos pedido un café endulzado por la herrumbre de esa máquina que da señales de juventud y mejores tiempos, inmensa como el motor de cualquier carro moderno y que ha quemado sin resentimiento por su edad a sus operadores con la ruptura de una manga y otra que amamanta su corazón caliente. Para repararla hay que inventárselas porque sus piezas ya están extintas.
Su cierre sería muerte ventricular en parte de nuestro patrimonio, y aunque suena exagerado, no lo es. Cada lugar donde todavía se le rinde homenaje a nuestra cultura, sea con la barriga, con el oído, es un altar pequeñito a la patria y sin ellos otro futuro puertorriqueño muere, con la consecuencia de hacer latir con más fuerza la imposición silenciosa casi invisible pero certera, de la americanización con sus ganas de homogenizar el mundo para hacernos vestir, comer, y hasta hablar igual.He aprendido que dejar adormecer el respeto de esos rinconcitos equivale al triunfo de la Mcdonalización del mundo, de la cual Galeano nos ha hablado. Inquieta a cualquiera que a un par de metros todavía amenaza con sobrevivirle un centro de comida rápida, que de rápida tiene mucho más que de comida, porque de comida tiene muy poco. Significando un golpe siniestro a la autonomía de elegir dónde comer. Cada vez es más difícil elegir comer o estar en un lugar en donde uno se sienta en su país. Hoy hasta los restaurantes se importan prediseñados para hacernos creer que estamos en todos los países menos el nuestro, porque hacernos olvidar quien somos paga.
La San Francisco está de luto. De cerrar sus puerta, su sustitución puede ser imposible, y si es posible, lo sabremos de aquí a 110 años. Son de esos lugares extraños donde uno llega y te sirven el plato sin ordenar porque ya te conocen. Con un –¿Lo de siempre? es suficiente. Es de esos lugares donde el mesero te recibe por tu nombre y trata de sumar la cuenta con la mente como rebelión contra las calculadoras, de esos pocos lugares donde se despiden con ganas de verte de nuevo no porque quieren que regreses para una segunda ronda de propinas, sino porque quieren verte .
Sería muy triste para los que no podrán llevar o nunca llevaron a sus hijos o a sus nietos. Por los que iban para salir también más enamorados, de la ciudad colonial. La Bombonera es la que ha visto nacer, caer, renacer, transformar al viejo San Juan, con sus fantasmas, sus poetas, y luchadores como Don Ricardo Alegría.
Entre tanto se hacen filas para recibir dinero para alimentos de plásticos con tarjetas del gobierno, que pagan para mal alimentarse, para comprar comida que es casi gratuita aunque cuesta la vida, porque la acompaña alguna complicación arterial. Se trata de comer a cambio de olvidarlo todo, porque es verdad que la mala alimentación apaga la memoria que se hace como péndulo que no regresa, se incluye en el combo agrandado la amnesia para la memoria cultural, que puede defenderse hasta reviviendo la receta para almojábanas de mi abuela.
No podemos dejar morir un pedazo de la calle San Francisco, no será la misma cuando se pase por el num. #259 y se vea oscuro en su interior, sin nadie, sin que se escuche el ruido de los trastes en jornada chocando unos con otros. Ya no me esperará el señor de la boletería, al que nunca le compro pero siempre me sonríe. Ya no estará el señor de la guitarra con su sombrero, ni el del acordeón con su lazo al que algunos ya hemos visto caminar con menor velocidad y perderse momentáneamente entre nota y nota pero sin jamás detener el canto. En sus paredes quedarán las cientos de capas de pinturas una encima de la otra. Sus personajes, de los que hablamos en las mesas bajito, el que murmulla, o el que parpadea demasiado, el que sonríe mucho y parece que lleva sirviendo a todos desde la fundación. Las caras nuevas podían llevar ya una década, porque no existe la concepción de que la gente es desechable. Es agradable ver las mismas caras sirviendo entre las mesas y paredes de techos altos que por su tiempo ya hablan y conocen el secreto de las mallorcas.
Mi viejo me llevaba desde muy pequeño, La Bombonera era para mí como el Morro, como el castillo San Cristóbal y el Parque de las Palomas. Las primeras calles del viejo San Juan que conocí fueron las que me conducían a La Bombonera atravesando adoquines y negocitos hasta llegar, todas las demás eran –y aún son- una invitación para recordar mi mal sentido de dirección.
La gente que como nosotros iba siempre esos domingos antes del paseo por San Juan, me eran conocidos, aunque nunca los conocí más allá de intercambiar varias miradas furtivas. Aunque suene desmedido, el tranque de sus puertas sería la caída de un pedazo del Morro, del Castillo San Cristóbal, como espantar las palomas del Parque de las Palomas.
Acercarse más a nuestras raíces se convierte cada día más difícil, ya se van apagando las luces de esos lugares como La Mallorquina fundada en 1848 o el Café Turull fundado en 1916. ¿Quién dijo que no hay conquista? Solo hay que mirar para ver qué se ha conquistado, todo lo demás está, porque lo hemos defendido.
Qué le diré a mi hermano cuando regrese en su visita y me pida que lo acompañe a comer una mallorca como hacíamos con mamá y papá. Cuando regrese mi hermano, ¿habremos dejado las puertas como pulmones cerrados? Qué dirá al leer un letrero escrito con signos de bucles temblorosos en la misma vitrina que lea “Cerrado”. Sin La Bombonera la calle San Francisco estará de luto.*Publicado originalmente en el blog Cuerda Tensa Puerto Rico.