Por la colegiación de los filósofos
A Rosa Luisa Márquez
‘To corrupt the youth’ is, after all,
a very apt name to designate the philosophical act...
—Alain Badiou
Existe una ley que obliga a los actores y teatreros puertorriqueños a colegiarse. Los obliga a pagar una cuota y a someterse a los criterios y al escrutinio de un organismo (el colegio de actores) que determina quién es y quién no es actor, quién puede o no presentarse en los teatros y plazas del patio. Este año esta organización ha detenido, o amenazado con detener varias producciones, como por ejemplo, la producción del grupo Y no había luz de la obra “Como Bueno” del dramaturgo Joaquín Octavio y “Oh Natura” de la directora y dramaturga Sylvia Bofill, obligándolos a pagar cuotas de colegiación provisional.Este incidente me dio mucho que pensar. ¿Tal vez deberíamos hacer algo parecido los filósofos? En un contexto social como el nuestro, tan colmado de opiniones solapadas unas sobre las otras sin ton ni son; en un foro público donde la ciencia, la pseudociencia, la buena argumentación, las falacias, los hechos, los mitos y el conocimiento comparten el mismo escaño en la jerarquía de los saberes… Ahogados como estamos en un mar de interpretaciones tal que no se nos permite siquiera levantar la cabeza el tiempo suficiente para llenar nuestros pulmones de la gaseosa verdad que nos espera justo en la superficie. Valdría la pena proponer la colegiación de la filosofía. El establecimiento de un organismo que certifique y ratifique quién de entre todos nosotros está autorizado a ejercer libremente la actividad del pensamiento.
Así es que, habiéndole dedicado algo de tiempo a la reflexión sobre el tema e inspirado por el buen ejemplo del Colegio de Actores, quisiera con este escrito proponer la colegiación compulsoria de los filósofos, pues me parece mentira que una profesión tan potencialmente peligrosa como la nuestra, que desde la antigüedad ha sido acusada de corromper a los jóvenes, no esté regulada por un organismo que pueda certificar quién es y quién no es un verdadero filósofo, quién puede o no puede fungir como el intérprete de las más generales de todas las cosas.
Basta echar un vistazo a los comentarios que le siguen a muchas de las columnas de este foro para ver que cualquiera entra al debate y a cualquiera le contestan. Por ejemplo, ¿cómo es posible que en una publicación de la talla de 80grados, donde publica Eduardo Lalo (ganador del premio Rómulo Gallegos), Francisco José Ramos (autor de la trilogía filosófica La estética del pensamiento), Lilliana Ramos Collado (Directora del Instituto de Cultura Puertorriqueña), Rafael Aragunde (Exsecretario de Educación), Nelson Rivera (dramaturgo autor de Sucio Difícil), entre muchísimos otros como Rubén Ríos Ávila, Mara Negrón, Marta Aponte, Juan Duchesne, Rafael Bernabe, Félix Jimenez, por mencionar solo a algunos de los más destacados, pueda comentar cualquiera y entrar en debate con tamaños gigantes de la palabra y del pensamiento local e internacional? Me parece que ya es hora de separar la paja del grano: ¡Pensar es de y para los pocos! El resto que escuche, lea y obedezca. Los filósofos deben colegiarse para que así el público pueda sentirse seguro de que lo que escucha y lee es conocimiento y no mera opinión. Basta ya de esa changuería liberal que tiene a la tolerancia por la máxima de las virtudes, esa sensibilidad y apertura a las ideas de cualquiera. Basta ya de ese infantil encaprichamiento con el Otro. ¡Sí! —¿cómo no?— concedamos al dicho: “¡Quien tenga oídos que escuche!” Pero está pasada de castaño a oscuro la hora de añadir: “¡Y que solo el que tenga cabeza hable!”
Que solo aquellos de nosotros que hayamos publicado artículos peer-reviewed, o libros en editoriales reconocidas en el mundo académico, que tengamos doctorado otorgado por una universidad reconocida o, ¿por qué no?, que hayamos recibido el aval del Estado y la Legislatura como institución reguladora —so pena de multas o represalias— podamos pensar públicamente. ¡Colegiémonos! (¡Que los “niños” intelectuales piensen cuando las gallinas meen!)
El comunismo de la inteligencia, la filosofía, y el teatro de la vida
A estas alturas del texto debe resultar obvio por el subtítulo de este escrito y por la persona que lo escribe, que lo expuesto en los párrafos anteriores (la colegiación de los filósofos) no es, ni puede ser, una propuesta seria. La mera mención de la colegiación de los filósofos, incluso para el más conservador de mis lectores, debió sonar absurda y descabellada. Y sin embargo, la colegiación de los actores no parece haber presentado las mismas objeciones o reacciones intuitivas —a juzgar por la existencia y aprobación de la «Ley de Actores de Teatro de Puerto Rico» (20 L.P.R.A. sec. 3302), creada en 1986, que regula la profesión de la actuación en nuestro país. No parece, en su momento, haber levantado la sospecha de que hay “algo podrido en el Estado de Dinamarca [Puerto Rico]”, como parecería ser el caso con la colegiación de los filósofos. Sin embargo, quisiera demostrar en este texto que si estimamos que la colegiación de los filósofos es incoherente por razones de principio, entonces la de los actores lo debe ser en mayor medida, por razones que veremos. Escribo este texto como gesto de apoyo a los compañeros teatreros que actualmente conspiran y laboran para hacer una enmienda a la “Ley de actores” para eliminar el carácter compulsorio de la colegiación.
Si presumimos, como premisa, que alguien verdaderamente hubiese propuesto la colegiación de la filosofía, podríamos suponer también que la noción misma de una regulación del pensamiento, y aún peor, del libre ejercicio del mismo, le parecería a todo lector contemporáneo una afrenta a su propia humanidad. No solo a todo habitante de un estado democrático moderno, sino a todo habitante del planeta que sea heredero de la civilización griega. Después de todo, fue Aristóteles quien definió al ser humano como “animal racional.” Decir que tenemos que pedir permiso o cualificar para pensar equivaldría a decir que tenemos que pedir permiso o cualificar para ser seres humanos. Ahora bien, más allá de esta objeción general, la pregunta específica que nos debe interesar contestar es: ¿por qué? ¿Por qué nos parece tan evidentemente ofensiva la idea misma de un organismo dedicado a la certificación de las capacidades requeridas para el ejercicio del pensar?
Podría pensarse reflejamente (es decir, automática e irreflexivamente) que la respuesta tiene algo que ver con la libertad de expresión, con el derecho, avalado por la constitución tanto de Estados Unidos como de Puerto Rico y de tantos otros países, al libre ejercicio de la opinión pública, con la finalidad de garantizar que las opiniones minoritarias sean escuchadas y mantengan siempre en jaque al poder y la dictadura de las mayorías. Esta conclusión parecería inevitable en un contexto estatal moderno como el nuestro, pero no podría estar más lejos de la verdadera razón. La razón por la cual la colegiación de los filósofos, y por lo tanto, la regulación de la filosofía, resulta un sinsentido es porque esta contradice la esencia misma de la filosofía. Esto es, que el sinsentido de dicha propuesta se debe a que en su esencia la filosofía implica el comunismo de la inteligencia.
“¿Pero qué dice este tipo: comunismo de la inteligencia?” —se me podría objetar. “¡Si la filosofía es uno de los campos del saber más reconocido por su dificultad, más enrevesado, con más vocabulario técnico y solo para iniciados que ninguna otra disciplina!” “Por el contrario, parecería que el modelo político que más se le asemeja es el aristocrático, o como mínimo resulta evidentemente elitista en su manera rebuscada y técnica de hablar sobre cosas tan cotidianas como la vida, la muerte, la existencia humana y el mundo que nos rodea.” Quién así piense, sin embargo, confunde cosas muy distintas.
Por ejemplo, una cosa es que para hacer filosofía haya que someterse a un “protocolo de argumentación”, como dice Alain Badiou, es decir, que haya que seguir ciertas reglas para participar de un debate filosófico, y muy otra es decir que este debate es por esencia exclusivo o para los pocos. Sería como argumentar que como para jugar baloncesto hay que driblear la bola, este deporte es elitista porque excluye a los que quieren correr con ella. Si se quiere jugar baloncesto, hay que aprender a driblear la bola y punto. Del que un juego del lenguaje, para usar un término de Wittgenstein, tenga unas reglas particulares, no se sigue que este sea exclusivo por esencia, sino solo que lo es accidentalmente.
Segundo, no se debe confundir el esfuerzo intelectual requerido por la disciplina con su ser elitista o no. La razón principal de la dificultad, tanto en el vocabulario, en la claridad conceptual, así como en la forma de la argumentación que exhibe la filosofía se debe a que su tarea principal es “la corrupción de la juventud” y, como veremos más adelante, esta tarea requiere de conceptos y palabras nuevas para hablar de cosas cotidianas. Por lo tanto, el servirse de un vocabulario a veces rebuscado y técnico no surge de un afán exclusivista, sino de la dificultad de su tarea. Podemos decir, siguiendo a Badiou y al pueblo ateniense que condenó a Sócrates a beber la cicuta, que la tarea de la filosofía es “la corrupción de la juventud” si definimos “corrupción” de la siguiente manera:
“To corrupt here means to teach the possibility of refusing all blind submission to established opinions. To corrupt means to give youth certain means to change their opinion with regard to social norms, to substitute debate and rational critique for imitation and approval, and even, if the question is a matter of principle, to substitute revolt for obedience.” –Alain Badiou, Philosophy for Militants, p. 10.
Si tales son las metas de la filosofía, invitar a la juventud a cambiar de opinión respecto a las normas aprendidas y dadas por sentado, enseñar a debatir y criticar racionalmente lo heredado y creído por fe (obediencia ciega), y, de ser necesario, instigar la subversión y la revuelta allí donde la obediencia y la opresión ya no dan espacio para todo lo anterior, entonces no se le puede acusar de ser críptica, difícil o compleja. Ya que estas características se vuelven necesarias toda vez que cumplir su tarea requiere enseñar a la juventud a desnaturalizar su mundo y a reconstituirlo casi por completo, la filosofía nos invita a generar un mundo nuevo y para eso hace falta un vocabulario nuevo.
Por ejemplo, si la filosofía le quiere decir a los jóvenes que la “realidad” que nos han enseñado a ver como La Realidad, no es la realidad, la filosofía no le puede llamar, so pena de ser malinterpretada, “realidad” a la realidad. Le tiene que llamar “Ser”, “fenómeno”, “sustancia”, “acontecer”, “physis”, “différance”, “multiplicidad inconsistente,” “lenguaje”, “vacío”, “apeirón”, etcétera. De lo contrario, se corre el riesgo de que los jóvenes no entiendan que la “realidad” no es la realidad y que piensen que el filósofo es un mero sofista que le quiere llamar “multiplicidad inconsistente” a la realidad cuando muy bien podría llamarle simple y sencillamente: “realidad”.
Pero dejando esto a un lado, y aun si me diesen la razón en lo que acabo de argumentar, quedaría la pregunta por la relación entre la filosofía y el comunismo de la inteligencia. Una cosa es demostrar que la filosofía no es difícil por elitista sino por necesidad, y muy otra es decir que esta implica necesariamente la hipótesis de la igualdad de la inteligencia.
La clave está en ver que en la filosofía se da una relación esencial entre el pensamiento y la política. La filosofía, nos dice Badiou, está ligada a la democracia en su origen. La filosofía es en su esencia democrática, en la medida en que la filosofía requiere de la hipótesis de la igualdad de la inteligencia. Para que haya filosofía todos tenemos que poder pensar y participar de la inteligencia en igual medida. Allí donde hay jerarquías y prejuicios pre-establecidos para la admisión del pensamiento, allí donde hay inteligencias en plural, no hay, ni puede haber, filosofía. La filosofía requiere de la premisa de la unidad y la igualdad de la inteligencia. Es decir, que no hay una inteligencia del monarca y una del súbdito, una inteligencia del burgués y una del proletario, una del hombre y una de la mujer, una del rico y una del pobre: la inteligencia es una, e igual para todos. Esa es la condición política de la filosofía.
«Philosophy […] is a discourse independent of the place ocuppied by the one who speaks. […] Philosophy assumes that the search for truth is open to all. The philosopher can be anyone.» —Alain Badiou, Philosophy for Militants
La filosofía está abierta a todos irrespectivamente del valor social asignado a la identidad del hablante. Es un espacio, una forma discursiva que se somete a ser interpelada por cualquiera, a ser criticada por cualquiera. Y el principio democrático que simultáneamente origina la filosofía y rige todo intercambio filosófico es el comunismo de la inteligencia. El filósofo es aquel que le puede decir “No” al monarca. La filosofía es el espacio discursivo donde se hace posible esa subversión. El comunismo de la inteligencia es su condición de posibilidad epistémico-política, el presupuesto metafísico del darse de la filosofía.
La filosofía exige de cualquier hablante, de cualquiera que quiera participar de ella, solo dos cosas: que se someta a un protocolo de argumentación (unas reglas del intercambio discursivo) y que someta su enunciación al juicio y la crítica de cualquiera con independencia del lugar que ocupen en la sociedad; es decir, que olvide, al reaccionar a un juicio o una crítica filosófica, la posición social del hablante y solo tome en consideración el contenido de su juicio o crítica.
Cierto es que en este sometimiento a un protocolo argumentativo se esconde ya un sometimiento a una razón universal, o a la idea misma de que hay tal cosa como una razón universal. Este sometimiento presenta para muchos una limitación excesiva, exige un doblegarse a un paradigma racional eurocéntrico que excluye y/o supedita otras racionalidades a La Razón, que es siempre ya una razón blanca, masculina, heterosexual y europea. Como nos dice Enrique Düssel en su Filosofía de la liberación: “Antes del ego cogito hay un ego conquiro (el ‘yo conquisto’ es el fundamento práctico del ‘yo pienso’).”
Sí, es innegable que La Filosofía (la filosofía estatal) ha servido y sirve como discurso opresivo, como justificación ideológica de la vorágine de devastación y explotación del capitalismo anglo-europeo en todo lo ancho del globo terráqueo. Pero nos equivocaríamos si pensamos que la solución está en un tropel de discursos particularistas e identitarios, en otros etnocentrismos. Es precisamente lo contrario, es mediante un reclamo más fuerte de universalismo, fiel a la esencia comunista de la filosofía, que se critica al europeo por querer hacer de su razón La Razón. Detrás de la crítica al eurocentrismo se esconde un profundo universalismo comunista de fondo, un llamado a replantear la filosofía como un espacio epistémico-político que no admite distinciones y apellidos como filosofía “griega”, “francesa”, “alemana”; no admite el espacio donde “francesa” es superior a “africana”, o a “oriental”, o a “latinoamericana o caribeña”.
La filosofía es el discurso donde la potencia democrática del pensamiento admite como premisa que cualquiera pueda hacer venir abajo a un mundo —o lo que es lo mismo, a un Imperio— solo con su palabra. La filosofía es la promesa de un espacio ideal donde la palabra no tiene apellidos, donde ni siquiera Homo puede pretender privilegio. La filosofía es incluso el lugar radicalmente comunista donde un simio (César en Rise of the Planet of the Apes) le puede decir “¡NO!” a un humano.
Contrario a lo que pueda pensarse, es esta voluntad universalista la que justifica y da fuerza a la filosofía de la liberación de Düssel, la epistemología feminista de Sandra Harding o a la teoría queer de Judith Butler o Beatriz Preciado.
“La inteligencia filosófica nunca es tan verdadera, válida, clara, tan precisa como cuando parte de la opresión y no tiene ningún privilegio que defender, porque no tiene ninguno.” —Enrique Düssel, Filosofía de la liberación
O como diría Sandra Harding, el punto de partida del oprimido y marginado no garantiza mayor objetividad (o universalidad, en este caso), pero es su condición de posibilidad, pues solo desde el lugar de aquellos que padecen de la actual organización del mundo, puede surgir un pensamiento emancipador: una propuesta de mundo más equitativa y más justa. Los privilegiados (en el sentido que sea) no están en posición ni tienen la inclinación de enterarse de lo que anda mal con el mundo; no tienen motivación para cambiarlo. O para usar una metáfora de Nietzsche, es el cordero el que odia al águila, el águila no odia al cordero, no lo ve como rival, lo ve como comida. Desde la perspectiva del águila, todo anda muy bien en el mundo, y por tanto, solo un cordero nos puede salvar.
Es el oprimido el que necesita a la filosofía, necesita el espacio que ignore las jerarquías que distinguen al amo del esclavo. Es el oprimido el que responde al llamado filosófico de la “corrupción de la juventud”. Y es esta la razón por la cual postular la creación de un organismo que regule el ejercicio del pensar atenta contra nuestra libertad, no la de expresión, sino de acción; atenta contra nuestra capacidad de actuar libremente.
Derrida decía que la universidad sin condición consistía en “el derecho primordial a decirlo todo, aunque sea como ficción y experimentación del saber, y el derecho a decirlo públicamente, a publicarlo.” Pero esta visión limitada de la tarea de la universidad, del pensamiento y de la filosofía, corre el riesgo de confundirse con la tan burguesa libertad de expresión que se ha convertido en las sociedades democráticas representativas en el bobo que tranquiliza al “niño”, mientras los “adultos” se sirven de su sudor y su sangre con la cuchara grande. ¿En qué se distingue esta postura de Derrida del “obedece y piensa lo que quieras” kantiano? Kant, en su “Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la ilustración?”, nos invita a aceptar un menor grado de libertad civil a cambio de una mayor libertad intelectual. Incluso en Kant, la libertad de pensamiento suponía una libertad de acción futura —de otro modo no tendría sentido someterse a la coacción política. Pero Kant no vislumbró lo que el mundo contemporáneo haría con su máxima reformista. Kant no previó un momento en que la libertad de pensamiento (encarnada en la libertad de expresión mediante el uso público de la razón) se redujese a la vulgar equivalencia entre opiniones, y por lo tanto, a la imposibilidad de toda futura acción.
Ese mundo insospechado por Kant es el nuestro, donde podemos decir, pensar y publicarlo todo, y sin embargo, nada llega a pasar. Es por esto que Foucault, en su respuesta a Kant del mismo nombre (“¿Qué es la ilustración?”), reencuadra el asunto en un marco ético que reclama la simultaneidad de la libertad del saber y la libertad del hacer invitándonos a hacer una ontología crítica de nosotros mismos:
“And this critique will be genealogical in the sense that it will not deduce from the form of what we are what it is impossible for us to do and to know; but it will separate out, from the contingency that has made us what we are, the possibility of no longer being, doing, or thinking what we are, do, or think. It is not seeking to make possible a metaphysics that has finally become a science; it is seeking to give new impetus, as far and wide as possible, to the undefined work of freedom.” –Michel Foucault, “What is Enlightement?” [mis cursivas]
Hacer pensar que un mundo distinto es posible, es decir, que este mundo es un producto histórico y contingente, no significaría nada si no implicase que tenemos el imperativo ético de cambiarlo, como nos invitó a hacer Marx. De manera que la hipótesis del comunismo de la inteligencia no es sino la premisa epistémico-política que le permite a la filosofía proponer otro orden distinto para el mundo, que nos permita a su vez pensar, pero sobre todo actuar de otro modo. De un modo más libre y más justo.
¿Y qué somos todos sino actores en el escenario del mundo? La pregunta por el porqué de la colegiación de los filósofos se transforma, por mor de la relación indisoluble entre la libertad de pensamiento y la libertad de acción, en la pregunta por el porqué de la colegiación de los actores. ¿Si admitimos que la colegiación de la filosofía atentaría contra nuestra potencia intelectual revolucionaria (la posibilidad de pensar un mundo distinto), no estamos obligados a decir lo mismo de la colegiación de los actores? ¿No atenta esta contra nuestra potencia práctica revolucionaria: contra la posibilidad de cambiar el mundo? ¿Después de todo qué hace un actor y qué es una obra sino la puesta en escena de otro mundo posible?
El teatro es simplemente la formalización estética de nuestra capacidad para cambiar nuestros modos de ser en el mundo. Mucha gente olvida que a la famosa cita de As You Like It de Shakespeare: “All the world’s a stage,/ And all the men and women merely players” le siguen los siguientes versos: “They have their exits and their entrances, /And one man in his time plays many parts.” “Y actuamos muchos papeles…” esa es la lección, la esencia del teatro. Recordarnos una y otra vez que podemos jugar otro papel en este mundo. Cuando vemos a una actriz ser otro, transformarse a voluntad en otro, en Antígona, en Antigona Pérez, en Madre Coraje; cuando Teresa Hernández se hace reina, guardia de seguridad, un chamaco, o cualquiera de sus personajes en el escenario, nos recuerda con su cuerpo, no solo que nosotros somos personajes en el drama de nuestra vida, sino que también nosotros podemos, tenemos la capacidad, de ser otros, de que las cartas no están echadas.
El siglo veinte desde sus inicios hizo uso consciente de esta capacidad ejemplar del teatro. El cambio social y las radicales transformaciones políticas del pasado siglo han ido de la mano del teatro casi sin excepciones. Y la teorización sobre el teatro por parte de los mismos dramaturgos ha sido una exploración explícita de la incapacidad de trazar la frontera que separa el arte de la vida y de la política. Esta teorización llevó a Peter Brook a decir que donde hubiese un espacio vacío y alguien que lo transitara había teatro. ¿Qué es esa definición sino la forma más abstracta de ser en el mundo: un ser humano caminando sobre la faz de la Tierra? ¿No es esta tal vez la única constante de nuestra existencia?
Augusto Boal, con su teatro del oprimido, llevó —quizá más que ningún otro— a desdibujar completamente la línea que separa una propuesta estética de una propuesta política. En una de sus primeras sesiones de teatro foro algunos campesinos salieron directo de la “función” a tomar las armas. ¿No es este el vivo ejemplo de la potencia práctica para cambiar el mundo que encierra el teatro? ¿No es esta la encarnación del llamado filosófico a corromper la juventud? ¿Qué es el efecto de enajenamiento de Brecht sino un fuerte golpe al estómago de nuestra complacencia, una advertencia a la “juventud” de que nos están tomando el pelo, y de que no nos dejemos engatusar?
Pretender determinar y controlar, bajo los criterios que sean, quién es y quién no es actor, quién puede y quién no puede representar una obra de teatro es pretender determinar quién puede o no existir (con todo el peso ontológico que Heidegger y Badiou le dan al término), pues existir, no es otra cosa que ser/actuar en el mundo.
La vocación del actor, de la dramaturga, de los teatreros, es presentarnos un sinfín previamente indeterminable de formas de ser-en-el-mundo, de experimentos existenciales, de formas de ser otro distinto al que me tocó, la posibilidad de pensarnos coexistiendo con otras normas y bajo otras premisas. Su función es presentarnos un glosario fantástico de mundos posibles y dejar en nuestras manos qué hacer con ellos.
En Puerto Rico hay una noble estirpe de individuos que se han dedicado a esta tarea, entre los que se encuentran Rosa Luisa Márquez, Antonio Martorell, Nelson Rivera, Lowell Fiet, Teresa Hernandéz, Pedro Adorno, Deborah Hunt, Teófilo Torres, Puchi Platón, Eduardo Alegría, Yamil Collazo, Javier Cardona, Jorge González, Aravind Adyanthaya, Sylvia Bofill, Israel Lugo (y los Abracadabra), Kisha Tikina, Eyerí Cruz, e Y no había luz, por mencionar solo algunos de los que me son allegados. Pretender limitar y fiscalizar su libertad de criterio, método, forma y estética es atentar contra la esencia misma de nuestra humanidad: es pretender ponerle límites a nuestra capacidad y deseo de explorar nuevas formas de cambiar el mundo.
Actores de Puerto Rico: ¡Descolegiaos!