Posar para Martorell
Para Pablo Camilo
También el odio contra la bajeza
desfigura la cara.
También la ira contra la injusticia
pone la voz ronca.
-Bertolt Brecht
Ver los dibujos y hojear el portafolios que de éstos se deriva pone a pensar en cuán difícil se hace expresar, vivir, este horror de perder el piso que nos sostiene. Y cómo Martorell puede hacerlo. No deja de asombrarme la capacidad de este hombre para tomar cualquier desastre—el coloniaje, la alienación humana bajo el capitalismo, su casa bajo el polvo negro del FBI o destruida por el fuego—y transformarlo en arte. En estos meses post-huracán, en los que la palabra “catástrofe” es la base sobre la cual muchos caminamos, ver ese trabajo de Martorell, su entusiasmo por lo que hace, y su prodigiosamente inacabable inventiva, nos hace sentir un tanto avergonzados por nuestro descenso a la desesperanza. Preguntarnos cómo él logra estar siempre bien puesto ante la calamidad.
Demasiadas veces he leído esto de que retratarse es un acto de vulgar narcisismo. Y ahí me veo pues, sí, me alimenta el ego pensar en mi imagen plasmada en un dibujo de Martorell, cómo no. Al mismo tiempo me aterra, pues, ¿y si no me gustara el resultado? Vanidad de vanidades…
Me toca escoger un texto y lo hago sin pizca de esfuerzo. Tras tres infames meses sin electricidad, violentado por la corrupción gubernamental y el coloniaje más obscenamente evidente que nunca, amén del genocidio—“exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad” (RAE)—estoy lo que se dice por ahí, “jarto de odio”. Y preguntándome cómo transformar esa furia demente en energía creativa, no para hacer arte, que ya arte hemos hecho de más, sino para hacer lo que nunca hemos hecho: tomar el edificio, castigar el bandidaje, instaurar la justicia en nuestra sociedad. (Tamaña tarea.) Con todos los debates de género que se han suscitado recientemente, sé que ese escrito “fundacional”/“seminal” tiene que ser de la autoría de una mujer. Y para no dejar fuera del sopón al difamado nacionalismo que intensamente amo, me exijo que el texto sea de una puertorriqueña.
Sencillo. Escojo el fragmento final de La Borinqueña de Doña Lola Rodríguez de Tió: “Nosotros queremos la libertad,/ y nuestros machetes nos la dará…/ Vámonos, borinqueños,/ vámonos ya,/ que nos espera ansiosa,/ ansiosa la libertad.” El himno proscrito. El apremio por la revolución armada. Mujer “cañonera”, como la inmortal zaragozana del grabado de Goya. Un impaciente anhelo por la independencia. Justo todo aquello que en la colonia complacidamente desestimamos, mientras yo, imbécil, sueño con el retorno del Ejército Popular Boricua a esta colonia tan bocabajo que semanas antes perdió la oportunidad de su historia al permitir salir con vida al íncubo naranja. Mi eñangotada, tan amada nación. Doña Lola, pues.
Escasamente unas semanas antes, había presenciado en Mayagüez el estreno del filme documental Filiberto de Freddie Marrero Alfonso. Del mismo surge, nuevamente, la compleja discusión de la utilidad de la violencia en la consecución de justicia, libertad, paz. Filiberto Ojeda tenía ese debate resuelto, y en su acción comprueba una de las razones para acceder a la violencia política: el sentido de honra que ofrece ver esos aviones, tan bellamente achicharrados, en la Base Muñiz. Así lo explica Frantz Fanon, en 1961:
La aparición del colono ha significado sincréticamente la muerte de la sociedad autóctona, letargo cultural, petrificación de los individuos. Para el colonizado, la vida no puede surgir sino del cadáver en descomposición del colono. Tal es, pues, esa correspondencia estricta de los dos razonamientos. Pero resulta que para el pueblo colonizado esta violencia, como constituye su única labor, reviste caracteres positivos, formativos. Esta praxis violenta es totalizadora, puesto que cada uno se convierte en un eslabón violento de la gran cadena, del gran organismo violento surgido como reacción a la violencia primaria del colonialista. Los grupos se reconocen entre sí y la nación futura ya es indivisible. La lucha armada moviliza al pueblo, es decir, lo lanza en una misma dirección, en un sentido único. [85]
Recuerdo entonces a Mohandas K. Gandhi, en 1925:
Pienso que el mundo está cansado de rebeliones armadas. También estoy convencido de que una revolución sangrienta no tendrá éxito en la India, con independencia de lo que suceda en otros países. Un movimiento en el que las masas no desempeñan un papel activo no puede hacerles ningún bien. Una revolución sangrienta sólo puede acarrear más miseria al pueblo, pues impondrá una dominación que seguirá siendo ajena a él. La no violencia que yo enseño es la no violencia activa de los más fuertes. Pero los más débiles pueden participar en ella sin debilitarse aún más. Si participan en ella, serán necesariamente más fuertes. Las masas son hoy más atrevidas que nunca. Una lucha no violenta exige necesariamente el trabajo constructivo de las masas. [210-11]
Y a Ernesto Cardenal, en 1979:
Al principio nosotros habíamos preferido una revolución con métodos de lucha no violenta (aunque sin desconocer el principio tradicional de la Iglesia de la guerra justa, y el derecho a la legítima defensa de los individuos y de los pueblos). Pero después nos fuimos dando cuenta que en Nicaragua actualmente la lucha no violenta no es practicable. Y el mismo Gandhi estaría de acuerdo con nosotros. En realidad, todo auténtico revolucionario prefiere la no violencia a la violencia; pero no siempre se tiene la libertad de escoger. [5]
Sin olvidar a Pedro Albizu Campos, en 1949:
Los puertorriqueños no pueden ir a donde los extranjeros a pedirles nada, ni pueden esperar nada de sus verdugos, ni pueden esperar nada de los degenerados de Puerto Rico. Son los patriotas de Puerto Rico; está en la obligación todo el nacido en este país a contribuir con su vida y con su hacienda a la independencia de Puerto Rico. Yo espero que nadie fracase. Tenéis que levantaros como una sola alma y un solo cuerpo y hacer de sus derechos adquiridos una realidad. Tenéis que moveros como seres humanos, como una nación civilizada, de honor, de valor y de sacrificio. [Acosta, 124]
Ni a Julia de Burgos, en su poema Despierta:
Marcha tú, mujer boricua, en la fila delantera que defiende tu virtud
rompe el lazo miserable que te tiene encadenada a tu prisión
y resurge valerosa,
a ofrendar tu sangre hermosa
a la causa libertaria que te ofrece dignidad y redención. [256]
A ver.
Martorell me cita a las dos de la tarde, lo cual me daría tiempo para almorzar, pero como es día feriado—Martin Luther King—y los lugares vegetarianos en Ponce están cerrados, llego con el estómago medio vacío. No me preocupa, pues no creo que el proceso tarde más de una hora. (Poco después descubriré mi error.)
Justo antes de llegar al taller, he visitado el Museo de Arte. El contraste entre el arte en esa colección y el arte—siempre tan puntual—del taller de Martorell es brutal. El MAP tiene en cartelera una muestra de pinturas de Frederic Leighton, el de la afamada Flaming June (1895). Pintura que siempre me ha parecido del montón, pero que el museo estima como la joya de su corona. Para no confiar en mis prejuicios, observo cuidadosamente esta muestra enviada de Londres a Ponce, a ver si Leighton tiene algún talento que no he podido apreciar anteriormente. El montaje es excelente, uno de los mejores que he visto en el MAP. Corroboro mi opinión de que Leighton es un pintor académico intrascendente, condición que hasta en Europa se reconoce. (No hay más que examinar su representación de los textiles para saber cuán mediano es; compárese con las telas pintadas por José Campeche, por ejemplo.) Por no hablar de sus temas insustanciales, o de sus sujetos femeninos, reducidas ellas a inservibles adornos (como la flamígera durmiente), o a incontrolables viragos (como la asesina Clitemnestra). Leighton no hace arte, más bien pinta decoraciones para satisfacer el gusto de los explotadores de obreros.
Examino sus paisajes y no puedo evitar pensar en los de Francisco Oller, que por mucho le dan mano y muñeca a los de Leighton. Reviso las fechas de nacimiento y muerte del británico y descubro que es un contemporáneo exacto del puertorriqueño. (Leighton, 1830-1896; Oller, 1833-1917; igualmente de Edgar Degas, Édouard Manet, y Camille Pissarro.) Se desata la furia. ¿Cómo es que este museo emplea sus excelentes recursos en una muestra de un pintor—que artista no es—ordinario como este? ¿Y cómo es que mantiene ese formidable paisaje de Oller, La ceiba de Ponce (1888), confinado a una salita? Mortifica pensar que cuando Leighton pinta Flaming June, Oller exhibe El velorio en La Habana y en París, de donde traerá de vuelta a San Juan dos Paisajes franceses que ya quisiera Leighton, o cualquiera de sus contemporáneos británicos, haber pintado.
Allí pienso en el proyecto del Museo de Arte de Ponce. Años atrás, cuando llevé a un amigo mexicano de visita, me comentó asombrado, “en México no hay un museo así”. ¿Y por qué habría de haberlo? ¿Para qué? Un museo de arte europeo, creado en 1959, con edificio nuevo desde 1965, en un país caribeño que carecerá de un museo de arte “de Puerto Rico” hasta el año 2000. Sintomático este asunto de pensar primero en arte europeo antes de pensar en el nacional, como si no tuviéramos. De que cualquier cosa de afuera es mejor que lo de aquí. (Memmi: “Así es el drama del hombre-producto y víctima de la colonización: no llega casi nunca a coincidir consigo mismo” (207).) El edificio mismo expresa esa ceguera. Incluye tres jardines. A la derecha, el “Granadino”, para evocar la herencia hispánica; a la izquierda, el “Anfiteatro Lincoln”, para evocar al (falso) libertador de los afrodescendientes. Al centro, el jardín puertorriqueño, con su “Estanque de la identidad”, surtido por dos fuentes que su fundador y teorizador, Luis A. Ferré, describe como “fuentes de inspiración de la raza Española e inspiración de la democracia Americana” (Pérez-Chanis). Así como lo leen: España y U.S.A., las dos alas que sostienen al pájaro boricua. Isabel la Católica a un extremo, Abraham Lincoln al otro, y al centro, esta dichosa tierra que, al parecer, estaba deshabitada cuando llegaron los españoles y en la que nadie pero que nadie acusa ascendencia africana. De esta enajenada idea original hoy queda una sombra, pues tras la construcción de una nueva edificación en ese espacio, se redujo el tamaño y disposición del jardín principal y el Anfiteatro Lincoln desapareció, deshonrosamente sepultado bajo tierra y piedras.
(Guárdense las objeciones, que de sobra me las conozco: que palo si boga, palo si no boga; que tanto criticar la generosidad de un millonario que por lo menos se ocupó de crear un museo y hasta separó un cuarto para poner cosas de aquí; que cuál es la contrariedad por tener en Ponce un Cranach (la Judit, mi favorita de la colección); que aquí no se puede hacer nada sin que aparezca algún malagradecido-envidioso-criticón que se cree más puertorriqueño que el Papa; que muy nacionalista pero a que no renuncia a los billetes verdes y se va para Cuba a pasar hambre… Nju. Pueden balar todo lo que quieran; la realidad es que las bóvedas de las instituciones de este país guardan excepcionales obras de arte puertorriqueño que jamás vemos y que fácilmente llenarían más de cinco edificios de esos. La caridad comienza por casa, nos es mucho más apremiante ver lo nuestro que a Cranach. “Si alguno no mira por los suyos, sobre todo por los de su casa, ha negado la fe y es peor que un infiel.” -1era a Timoteo 5:8. Así mismo: peor que un infiel.)
Al llegar al taller, Martorell me informa que no ha comenzado su trabajo, así que tendré la oportunidad de ver el proceso completo. Me ofrece café, que lamentablemente tengo que declinar, pues no lo tomo. Sigo con hambre, pero como me parece de muy mal gusto comentarlo, callo; ya se enterará y me pelará cuando lea esto.
La hoja en blanco con rayas azules está lista. Martorell consulta un papel impreso con el texto incendiario de Doña Lola. Cuenta el número de versos; los divide y agrupa por las líneas de su hoja; mide los espacios. Entonces, comienza a caligrafiar con carboncillo. Martorell, brillante alumno de Homar el de la más preciosista caligrafía, no adoptó la costumbre de su maestro de cambiar su letra a partir de cada tema. Martorell solamente usa la inconfundiblemente suya. Copia cuidadosamente el texto, en letras con rabitos que ocasionalmente rebasan la línea. Cada vez que concluye un verso, realiza un gesto corporal enérgico, idéntico al de los bailarines de ballet cuando al final de una frase levantan triunfalmente una mano. Martorell revisa en el papel impreso cada línea antes de inscribirla en la hoja de dibujo. Observo el proceso, intranquilo ante la posibilidad de que haga una marca equivocada. Qué tonto: este hombre lleva más de medio siglo haciendo eso que le saldría hasta de cabeza y con los ojos vendados.
La caligrafía queda hermosa y si por mí fuera, ahí quedaría la cosa, pero Martorell hace arte. De modo tal que comienza la segunda—y detestable—tarea, que consiste en ensuciar los versos con una esponja y agua. Martorell mutila el texto con el mismo cuido y gozo con que lo caligrafió. Que esto no es decoración, es arte. Mutilado queda. Bello y terrible.
Ya no hay vuelta atrás y es el momento de posar para el maestro. Allí me coloco en actitud de indiferencia, de aquel que está demasiado habituado a que lo dibujen, porque no es cuestión de que Martorell se dé cuenta de que en realidad estoy aterrorizado y preguntándome por qué dije que sí, a mala hora. Para colmo, unos días antes había terminado una biografía de Cézanne, de Alex Danchet, en la que cuenta cómo el maestro de Aix se iba en brote si su modelo se movía, y abandonaba el lugar a gritos tirando la tela, los pinceles y los óleos al aire. Si bien me consta que Martorell no hace esas cosas, no me atrevo a moverme ni una milésima de centímetro. Trinco el cuerpo, fijo la mirada en una escalera que está detrás del maestro de Santurce en Ponce, y hago un esfuerzo por no observar cómo me dibuja.
Vano empeño, pues aprovecho las veces que Martorell dibuja y no me mira, para observar cómo lo hace. Qué bueno que miro. El maestro está en-su-saaaal-sá. ¡Óigame, pero qué gustazo el de ese hombre cuando dibuja! Su rostro, su cuerpo entero destila una hemorragia de gozo de apaga-y-vámonos. (La jouissance, diría Barthes.) Trabaja con sanguina, ese medio que solamente asocio con el divino Miguel Ángel y que en modo alguno puedo imaginar conmigo, tan pobre mortal. Tras un buen rato de trabajo, descubro con alarma que Martorell suelta la sanguina para esgrimir una goma de borrar. Entonces me invento la telenovela: que el retrato se dañó, que he quedado fatal, que tendrá que quemar la hoja y terminaré prematuramente en cenizas. Pero no. Martorell utiliza la goma como instrumento de dibujo, y realiza los mismos donosos movimientos con la goma que con la sanguina y el carboncillo.
Han pasado casi dos horas desde que llegué, y el esfuerzo físico que realizo por mantener la postura, sumado al hambre, hacen que comience a marearme. Siento náuseas, sudo. Pido agua y una silla, Martorell me dice que descanse. Me recupero. Me sugiere que aproveche la pausa para ver lo que ha dibujado. Por los muchos años que lo conozco—alrededor de treinta y cinco—sé que espera mi comentario y eso me crea más tensión. Prefiero no mirar.
El retrato, sin embargo, no está terminado. El maestro sigue trabajando aquí y allá mientras trato de desentenderme. Finalmente anuncia su conclusión y sin remedio me obligo a observarlo con detenimiento. Nunca olvido aquella sentencia de Edward Weston citada por John Cage de que cada fotógrafo, no importa qué retrate, siempre se retrata a sí mismo. En efecto, eso que ha retratado Martorell no soy yo, sino su visión de mí. Me reconozco físicamente, pero me desconcierta la actitud. El retratado exhibe un semblante de paz—Martorell lo describe como una aparición benéfica—que ni remotamente registro en este tiempo en que, como dije, vivo “jarto de odio”. Me sorprende que el maestro rescate esa parte de mí. Que me recuerde que mi ira responde únicamente a mi ansia de justicia para todos mis atribulados, explotados congéneres, los de ahora, los de antes, y los que vendrán. Sobre esa hoja de papel, Martorell proclama su confianza en que, algún día, nos haremos respetar.
Salgo de su taller exhausto, hambriento, sin deseos de guiar de vuelta a San Juan. Agradecido. Feliz. “Vámonos, borinqueños, vámonos ya…”
Obras citadas:
Acosta, Ivonne. 2000. La palabra como delito. Río Piedras: Editorial Cultural.
Burgos, Julia de. 2013. Obra poética completa. La Habana: Casa de las Américas.
Cardenal, Ernesto. 1984. Nostalgia del futuro. Managua: Nueva Nicaragua.
Fanon, Frantz. 2007. Los condenados de la tierra. México: Fondo de Cultura Económica.
Gandhi, Mohandas K. 2004. Escritos esenciales. Ed. N. K. Bose. Santander: Sal Terrae.
Memmi, Albert. 1971. Retrato del colonizado. Madrid: Cuadernos para el Diálogo.
Pérez-Chanis, Efraín. 1966. “Luis Ferré o, un Mecenas contemporáneo.” En: Urbe 15, dic 1965-feb 1966.