Profeta del ocaso inmóvil: entrevista a Eduardo Lalo
El escritor puertorriqueño Eduardo Lalo ha estado labrando, desde que salió su primer libro en el 1986 (En el Burguer King de la Calle San Francisco), un cuerpo literario sólido y deliberadamente contracorriente. Siempre sospechoso de los proyectos literarios que pretendan inscribirse en el canon (o que terminen haciéndolo porque al escritor canonizado se le domestica la mirada), su trabajo es una constante puesta en función del performance visceral de la escritura. Heredero de la tradición cínica clásica, Lalo sale a pasear por la ciudad y nos entrega una imagen brutalmente honesta que, como el errante filósofo de Sínope, sabe que la escritura y el pensamiento son actividades. La entrevista a continuación fue realizada con motivo de la publicación de Los países invisibles, que recibió en España el Premio Juan Gil-Albert-Ciutat de València en 2006.
>El texto comienza con una cita del escritor húngaro Imre Kertez que, como todo epígrafe bien pensado, recoge el espíritu del ensayo que el lector está a punto de leer. Esto acerca tu proyecto a la tradición de los grandes exiliados de Occidente, Kafka, Pessoa, etc. ¿Cómo te inscribes en esa tradición? Bien mirado, la literatura en Occidente parece una larga procesión de exilios, lo que convertiría en redundante el gesto del exilio; es decir, ¿es posible alejarse de Occidente?
>Para mí el exilio no es solamente una metáfora. A pesar que desde muy temprano en la niñez asumí la identidad puertorriqueña, este hecho no anula la realidad de que nací en un lugar que no es éste y que quedó perdido. Aparte de esto, mi padre tuvo en dos ocasiones que emprender el exilio: a partir de la Guerra Civil española en Cuba y de la Revolución Cubana en Puerto Rico. Este hecho marca más de lo que se sospecharía a primera vista. No siento ninguna nostalgia. Mi lugar en el mundo, el único que verdaderamente me pertenece, es Puerto Rico y, en especial, la ciudad de San Juan, pero aun así esta pertenencia se da con la conciencia (que por muchos años fue extremadamente tenue) de que, en realidad mis vínculos –cualquiera de ellos: nacionales, personales, afectivos- se daban en la precariedad. Esta es quizá la marca del exiliado (y de una historia familiar marcada por los exilios): es como si cada mínimo detalle del mundo le dijera, aprovecha de lo que tienes. Por haberlo vivido muchas veces, el exiliado se acerca a los fenómenos con una suerte de pre conciencia de su fin. Nada queda, pero también esta sentencia se transforma y deviene algo así como: “se ha exagerado el valor de la memoria”. El exilado, al menos el puertorriqueño exilado que soy yo, descree de lo que perdura y, por tanto, construye un relato no oficializado. Desconfío con igual tranquilidad del Estado Libre Asociado, las religiones monoteístas o la invención de Occidente. Para mí caminar por los Campos Elíseos representa exactamente lo mismo que caminar por la avenida Américo Miranda. En ambas tengo los mismos zapatos y cargo la misma mochila. Una no me parece superior a la otra, son dos fragmentos del mundo que mi gesto de atravesarlos convierte en pensamiento o en literatura.
>Las figuras de movimiento inundan las páginas del texto: tránsito, caminante, etc. Dos títulos de las secciones, “El viaje” y “La carretera número 3” sugieren lo que contienen en el cuerpo, una ida y un regreso, signos epistémicos de la extranjería. ¿Por qué la literatura se siente en casa con la condición del viajero? La pregunta literaria se podría formular así, ¿crees que Ulises sigue siendo el emblema de la escritura?
>Los países invisibles es parcialmente el libro de un viaje, pero lo es también de una permanencia. Está el que viaja –el que se exila- y éste es el personaje que ha privilegiado la literatura desde Homero. Sin embargo, hay otro tipo en la especie humana (y en la literatura) que no ha merecido los mismos homenajes y cuyos “viajes” muchas veces han pasado sin pena ni gloria. En donde lo llamé el quedado. Más que un escritor viajero (o exilado, en el sentido simple del término) soy un escritor quedado. El viaje al exterior de Los países invisibles fue, como se indica en el texto, un hecho excepcional para mí, pero el viaje interior que se recoge en dos de sus tres partes ha sido una constante, una práctica cotidiana casi ininterrumpida. La Odisea nos enseña muchas cosas, pero no hay que olvidar que es la crónica de un regreso. Es la vuelta tortuosa y casi imposible a un lugar que ningún otro equiparaba. Y éste aún en el texto y época homérica era un lugar marginal –una isla perdida en el océano, Ítaca, que no interesaba ni a los compañeros de armas de Ulises-. El héroe no viaja para ver el mundo sino que ve el mundo para regresar al único lugar en que un perro ha quedado esperándole y puede reconocer su olor. Hay pocos textos que sean más contrarios a la globalización que La Odisea.
>En tu libro anterior, donde, esbozas lo que podría llamarse una política del lugar. En ningún texto de la literatura puertorriqueña actual se encuentra tan viva la acción de los espacios sobre los cuerpos y las mentes. ¿Podrías trazar brevemente cómo enlazan, o qué relación hay entre donde y Los países invisibles? ¿Hay, en tu opinión, una continuidad operativa y estético-política entre ambos textos?
>Sin lugar a dudas donde y Los países invisibles tienen relación. Diría más, veo una continuidad discursiva entre Los pies de San Juan, donde y Los países invisibles. Esos tres libros van abriendo el campo de acción de una mirada a través de actos de pensamiento. Se pasa de la consideración del espacio de una ciudad “natal”, que adquiere esta cualidad a través de la intención de volverla una ciudad literaria, a la invención de un concepto –el “donde”- que vendría a resignificar y alterar las usuales consideraciones de la identidad a, finalmente, una disquisición sobre el continuo visibilidad/invisibilidad en un marco mucho más amplio. Pienso que no se puede considerar un lugar sin que se consideren todos los lugares. De lo contrario, no se trasciende lo estricta y pobremente geográfico. La mayor parte de los países del mundo no son para Occidente más que geografía, o, a lo sumo, notas al pie de página del efecto devastador de su paso por el mundo. La situación política, cultural o literaria de Puerto Rico no es un cúmulo de incapacidades. Ha parecido así, porque al escribir de lo propio nunca se enfrentaban ni abordaban los gestos de aquellos que olímpicamente nos interpretaban como tullidos. En este sentido, estos libros contienen el itinerario del descubrimiento de un cuerpo reconstruido que ambiciona ser operante. Nada de discapacidades ni de posicionamientos en los lugares en los que el discurso del Otro nos relega. Los países invisibles aborda una empresa inaudita pero a mi modo de ver posible: la desestabilización de Occidente. Su imperio ha sido efectivo porque su discurso (la invención y defensa de unas particulares versiones de su canon; la creación de listados excelsos de autores y conceptos) ha tenido hasta ahora la oportunidad, a la manera eclesiástica, de pasar por progresivas etapas de beatificación y santidad. Pero perdura una sombra, una grieta, en los más sólidos monumentos y por medio de ellas, se puede, acaso tenuemente, hacer vivir un cuerpo que escribe. Un cuerpo arcaico, preplatónico y precristiano, que a mi modo de ver puede resultar sorprendentemente una de las grandes aventuras de nuestro tiempo. En este sentido, estos libros se enfrascan en una lucha por la libertad de pensamiento. Y en este combate, descubro cuán viva aún está la Conquista del mundo. Ésta, de hecho, no ha acabado. Sencillamente nos hemos acostumbrado a una tregua de silencios y genuflexiones. Si algo descubrí al escribir Los países invisibles fue la enorme fluidez de los sólidos que limitan extraordinariamente el catálogo de los fenómenos del mundo.
>El ensayo literario recupera en tus trabajos una vitalidad que no es frecuente en la literatura puertorriqueña. (Tenemos desde luego a Concha Meléndez y a Tomás Blanco, pero tu ensayismo aparenta estar a cierta distancia de esos proyectos.) La porosidad estética de este género ha sido exquisitamente desarrollada (con Borges a la cabeza) en otros países. En Puerto Rico, en cambio, abundan proyectos narrativos y poéticos. ¿A qué tú crees que se deba este estancamiento del ensayo (hay excepciones, por supuesto) en la producción puertorriqueña? ¿Qué importancia tiene para ti el ensayo? ¿Podrías trazar una corta historia personal de tu relación con el género?
>Quise ser un novelista (y probablemente lo sea pues he publicado dos novelas y actualmente termino otra). Es decir, pensé que este género me bastaba. No obstante, la escritura novelesca lleva una larga temporada de decadencia en parte por la debilidad de sus manifestaciones y en parte por su comercio y banalización editorial. Desde el comienzo de mi trabajo, el ensayo fue una reacción a las limitaciones conceptuales de la novela. Mi primer libro En el Burger King de la Calle San Francisco fue escrito en 1985 como una suerte de paréntesis en el trabajo de una novela que luego deseché. A la larga, esta circunstancia me parece una especie de acto fallido. Quizá descubría imprevistamente una tendencia personal hacia el ensayo entendido como un género con unas posibilidades creativas inmensas. Mis ensayos contienen secciones narrativas, poemas, fotos, dibujos y a la vez son textos en que se piensa. Considero que mi práctica del ensayo tiene mucho que ver con un género asociado a las artes visuales. No pretendo hacer otra cosa que una performance. El ensayo es la mostración de un cuerpo que actúa, que se mueve, tiene que ver con la filosofía y la literatura pero también con lo visual y con prácticas musicales como la improvisación. Es un gran espacio abierto al que hay que acercarse sin preconcepciones pero por esto mismo con un rigor tremendo.
>Redacto estas preguntas en Aibonito, que es una periferia dentro de la periferia, frente a una ventana que da a una montaña totalmente deshabitada cubierta de yagrumos que tambalean en el aire los dos lados de sus hojas. En Los países invisibles comentas que escribes sobre ciudades porque siempre has vivido en ellas y si vivieras en el campo escribirías sobre el campo. Sin embargo, si te leo con cuidado sospecho que te falta claridad en este aspecto, ¿tu escritura no estará irremediablemente marcada por el pathos urbano? O mejor, ¿toda escritura consciente de serlo hoy día no emana de la condición urbana, borrando así del horizonte escritural occidental la posibilidad de mirar el campo?
>No estoy seguro de lo que dices. Es indudable que la literatura antigua y moderna está atada a la ciudad. La ciudad ofrecía la concentración humana para la interlocución y esto es necesario para el surgimiento de un espacio literario. En mi caso, la presencia de las ciudades se explica por el hecho de que siempre he vivido en ellas. No puedo, por tanto, partir de otro lugar. Aun así, dada la actitud performativa de mi escritura no existen espacios excluidos. De estar en esa situación, es decir en el campo, no veo por qué no aprovecharla. Dicho esto, existe en mí una tendencia muy definida hacia lo urbano y estoy convencido que atravesar a pie una ciudad, cosa que he hecho por muchos años con mucha frecuencia, es hacerlo como si fuera un bosque, una sabana o un desierto.
>En varias instancias del texto se descubren las claves de la oposición visibilidad/ invisibilidad, una ecuación que me atrevo a llamar aquí la política de la mirada. La mirada y el acto de mirar atraviesan muchos de tus textos, pero en Los países invisibles te adentras con mayor espesor filosófico en el asunto de la mirada. Lo visible y lo invisible son condiciones de la existencia en el mundo globalizado. A la luz de esta oposición podrías comentar esta cita que extraigo de tu texto: “la labor más importante que puedo concebir: negar la mirada de otro”.
>Quizá sea una especie de compensación, pero nosotros (es decir, los puertorriqueños, pero cabría decir con variaciones secundarias y de contexto, los venezolanos o los indonesios o los kurdos) imaginamos que nuestra realidad humana es percibida claramente por los grandes discursos o, lo que es lo mismo, por el discurso del Otro. Al decir “nuestra realidad humana” no incurro con el adjetivo en una redundancia. Cabe afirmar que nuestra humanidad básica aún no ha sido ganada. Occidente no es una región del mundo sino una lista de libros –una escritura- cuya monumentalización esconde políticas de exclusión. Éstas se han dirigido también dentro del mismo Occidente, pues cabría cuestionar, por ejemplo, el predominio casi avasallador del platonismo en detrimento de otras escuelas de pensamiento. Algo similar podría decirse del cristianismo romanizado y posteriormente medieval, que no es sino el resultado de enormes renuncias y desfiguraciones. El canon occidental está diseñado para no ver. No recurro a una imagen poética; no es una metáfora. De poder actuar de otra manera, lo occidental estaría obligado a ponerse en duda. Occidente, la práctica conceptual de este término, no es más que una sucesión de premisas que la tradición trata con guantes de seda, deferencia que no se le concede a ninguna otra formación cultural. Esto está hasta tal punto internalizado, que ocupa un lugar semejante al que en otras épocas ocupaban conceptos medievales como el de los ángeles, el de la Virgen o el de Dios. Ante ellos, ante su cuestionamiento, estamos ante el anatema. De hecho, como afirmo en Los países invisibles, Occidente es el cuarto monoteísmo. “Negar la mirada de otro”, por tanto, consistiría en negar la condición invisible que nos ha sido reservada, recuperar el valor y la dimensión trágica de nuestra condición humana, en una palabra, honrar nuestro dolor.
>Si lo fuera a expresar de manera un poco torpe, diría que las primeras dos partes del texto son un diagnóstico, mientras la última es la propuesta, que es una propuesta cínica. El sujeto peripatético de Los países invisibles reaviva el significado original de la filosofía: la filosofía es una actividad no una ciencia o una doctrina. Así la entendían los cínicos clásicos antes de que Platón y luego San Pablo domesticaran el filosofar. ¿Cómo vinculas tu escritura a esta práctica? ¿Ves en el cinismo de Diógenes de Sínope una forma de practicar la toma de conciencia para ver el mundo de forma clara?
>Los países invisibles es, entre otras cosas, una revaloración del cinismo de la época clásica. Considero de suma importancia este gesto. Los cínicos fueron una de las primeras víctimas de Occidente. Marginados, sus textos destruidos, desfigurados por los padres de la Iglesia, relegados por Hegel a la minucia anecdótica. La filosofía, es decir eso que se estudia en departamentos de filosofía o en cursos de Humanidades, es una autopsia textual. Tiene su importancia, su lugar, pero poco más. No es, en realidad, una práctica filosófica. Olvidamos que la filosofía antes de que el cristianismo la volviera en escolástica, era una forma de comer, de caminar, de actuar o de sentarse en el suelo. El texto era su documentación. Nada más. Los países invisibles es la documentación de mi mirada, cómo me siento en el piso, el lugar más bajo del mundo, con una libertad que he ganado.
* Originalmente publicado en Diálogo, marzo 2008.