Que solo la carne mande
Las palabras me funcionan como otro tipo de cuerpo, ha dicho. Un cuerpo alterno. Perenne. Transitorio. Huidizo también.
Ese jueves la vi al final de la escalera. Primero las puntas de sus botas y luego de cuerpo entero. Estaba sentada en una esquina del rellano, junto a las plantas parcialmente oculta.
Eran poco más de las siete de la noche. Yo venía del trabajo, tras una jornada bastante aburrida, y no la esperaba. En verdad, nunca la espero.
Hacía mucho de su última visita y, por tanto, le había perdido el rastro. Pero eso importa poco pues al verla todo lo que traía en mi mente se disipó como humo en ventolera. Siempre me ocurre. Es parte del sortilegio.
—¿Qué haces aquí? —dije.
Soné torpe, lo sé. Reharía la escena solo para lucir más cordial, interesante, prudente. Pero el pasmo me hizo pifiar la jugada. Frío olímpico ante tanta hermosura.
Corrieron algunos segundos. A ella le fascina el recurso dramático.
—Esperándote, eso hago. ¿Violo algún decreto?
Sus manos en los bolsillos traseros del mahón. Mirándome. Aura de recato que no es tal.
Traté de esquivar su mirada. Es una mantis religiosa que te engulle por sus ojos color miel.
Flojo intento el mío.
Como le sucede a cualquier presa, en su mirada adquiero otra textura. Bocado crunchy al que ella le unta, palmo a palmo, una substancia semejante al escualeno. Sus métodos son siniestros y deleitosos. Menguo ante la bestia sexy. Su avidez me paraliza.
Saqué las llaves de mi bolsillo y reí. Los nervios. La indefensión. La testosterona venenosa que me inunda, que me traiciona, que me dicta órdenes desde su torre de control.
—Ningún decreto emitido al respecto pero, ahora que lo dices, puedo considerarlo. No es mala idea.
Lo digo como si fuera la línea propicia frente a un personaje de profusa y descarnada maldad. Simple aguaje.
Un beso suyo impactó la esquina de mi boca. Ante el cruento ataque no hago nada. La disparidad de fuerzas es evidente. Paquidermo que no se mide, ella.
Atajar es su arte. También minar defensas. Entre otros.
—Te ayudo— dijo y agarró mi maletín.
Entramos. Prendí la luz.
Nos recibe Fes. Apenas permite moverme. Sección de maullidos insinuando reproche por abandono. Miente. A ella también le gusta el drama.
—¿Dónde estabas? —pregunté a Miranda antes de cotejar el plato de Fes.
Sonríe y respira profundo. Cabeza ladeada, cavilando sus palabras.
—Siempre me ha gustado el aroma de tu casa. Es agradable. Raro en un hombre, usualmente descuidados con el detalle.
Un comentario recurrente, cierto, pero hago silencio. No es el tema. Quiero que mi pregunta prevalezca.
Miranda es muy perspicaz.
—Estuve en Peñuelas, y en otros lados.
La observo directo a los ojos. Me encanta mirarlos. Es lo chulo de las perdiciones. Pero Fes reclama su comida. Ya voy, le digo, y lleno su plato.
Regreso a la cocina y retomo el tema.
—¿Todo este tiempo estuviste allí?
—Estuve varias semanas, y luego vine por lo del primero de mayo.
—¿En Peñuelas por lo de las cenizas?
—Sí, trabajando con la comunidad.
Me sirvo un vaso de agua y le ofrezco. Lo rechaza con la mano.
—¿Cómo va eso? He visto algo en las noticias, cosas sueltas.
Miranda me observa. Sabe que no miento. Apenas le presto atención a tales temas. Para mí son algo distante, extraño. Es otra burbuja la mía.
Deja de observarme y lee las notas que tengo pegadas en la puerta de la nevera. Son muchas y de todo tipo. La dejo. No me disgusta su entrometimiento.
— Me busca la policía. Alegan que fuimos nosotras las que quemamos los camiones. También las que intentamos asfixiar al guardia de la Fuerza de Choque.
Lo dice así, poca cosa.
—¡Ah!, los camiones, los heridos. Un policía que casi muere asfixiado entre gomas de carro prendidas en fuego. Una hoguera. El incendio como marca, ¿no?
Silencio.
—¿Tú y quién más?
Miranda se echa a reír. Malévola.
—Qué se yo. Eso dicen ellos. Yo no sé nada. Tú sabes bien que siempre le espetan culpas al primero que se les antoja. Vieja costumbre de los ineptos.
La escucho. Trato de sonreír y no me sale del todo. Es imposible creerle. La conozco y he escuchado cuentos de sus amigas, las del colectivo. La fama les precede. Fieras sañudas.
—¿Y vienes a esconderte en mi casa?
Me da la espalda y abre la nevera. Observa qué tengo. Displicente. Elige una cerveza con sabor a toronja.
—Sí y no.
Vacía la mitad en mi vaso.
—A ver— digo—, sí y no qué.
Mientras toma de la lata, me fijo en su cuello, el líquido bajando.
—Vengo a esconderme, pero no en tu casa si no en ti.
—¿Cómo dice la señorita?
Sonrisas.
—Escuchaste lo que dije. No eres sordo.
Ahora soy yo quien la observa. Su respuesta —boba, clichosa, estúpida— circula en mi cabeza como una bala hiperactiva. Palabras sospechosamente empalagosas. Un poemita de escuela elemental.
—Ya. Bonito. Romántico. Excitante. Te quedó más o menos bien. ¿Es un juego? Algo en esa línea, ¿verdad? Esconderte en mí. Ahora soy tu madriguera y vienes a hibernar. Y basta que me trague esa dosis de anestesia espiritual para ovillarme en tu mullida placidez. Nice.
Su mano en mi cara. Suave. Una caricia que alcanza mi pelo. Lo acomoda detrás de las orejas. Delicada en sus modales. Y me escudriña con calma. Sus labios, abiertos y húmedos, lucen cautamente demandantes.
—No seas así, chico. Agitarte te descompensa, y pierdes perspectiva sobre la mecánica gravitatoria del nosotros que componemos.
Lo dice y se acerca más. Mohín cínico dibujado en su rostro. Su pelo huele a coco. A albahaca fresca su piel.
Proceso lo que dice, mecánica gravitatoria del nosotros, y cuando voy a comentar algo ella añade:
—¿Tú crees en los juegos?
La miro. No tengo otra alternativa. Sus saltos me aturden, y me divierten.
—¿Juegos? Siempre he creído en juegos. Son algo esencial. Sobre todo, por su poder de cohesión. Es la parte más fascinante. Además, soy creativo en una agencia de publicidad. Jugar es mi negocio.
Le doy la espalda y busco algo de comer en la nevera. Así resisto un poco más. Lo quiero, me place. Luego ocurrirá el desenfreno, la rendición.
—Un juego y te va a gustar—dice Miranda y arrima su pecho a mi espalda para también mirar dentro de la nevera.
La siento.
—¿Quieres comer algo? —le digo como si nada.
Su olor penetra potente mi nariz, gatillando sus efectos.
—Ahora no. Me basta la cerveza.
Agarro unas nueces y voy al sofá. A mi lado se acuesta Fes. Comienza su ritual de limpieza.
Miranda se fija en los libros que tengo sobre la mesa del comedor.
—¿Qué tal? —en sus manos uno titulado Por qué no soy feminista.
—Aún no lo empiezo.
Lee lo que dice en la parte posterior.
—Luego me lo prestas.
Lo coloca donde estaba. Mira otros títulos. Entonces se quita su jacket negro y lo acomoda en el respaldo de la silla más próxima. Es una pieza de ropa bonita y costosa. Lo sé por la marca y por sus gustos. Ella es una radical chic.
—¿Cuándo te vas? — lo digo y mastico mis nueces.
Miranda sonríe. Camina hacia mí lentamente. Sus botas suenan sobre la madera del piso.
—No llevo cuatro minutos aquí dentro y deseas deshacerte de mí. ¿Tan mala soy? ¿Soy una apestada?
Observo las nueces en mi mano. Parecen trozos de cerebro.
—Mala. Apestada. No diría eso. Eres difícil que es muy distinto. Inmanejable. Inapresable. A tu lado siempre salto al barranco. Además, la policía te busca. Eres difícil, inmanejable, peligrosa y además prófuga. Combinación explosiva.
—E inapresable. Tú lo dijiste. Me gusta el adjetivo. Como de campaña publicitaria. Deberías usarlo.
La miro. Me quedo sin palabras momentáneamente. Ella lo advierte.
—Ahora estoy aquí. Es lo que importa. Lo sabes. La policía que haga su función.
Suena tan segura. Se divierte hablándome así. Encandila y espanta. Su temeridad excede mi registro.
Entonces descubro su camiseta. Blanca con letras negras.
—¿Qué dice? — la señalo.
—¡Ah! Me la regaló una amiga. Mira.
Se desviste. Al descubierto su piel blanca salpicada de lunares rojizos.
Se acerca y me extiende la camiseta. De paso toma pleno control de la situación. Es tan ágil a la hora de imponer sus fuerzas, de expandirse como una onda de belleza y tentación.
—Esta cool, ¿verdad?
Que solo la carne mande. Subcomandante Marcos. Dice la camiseta. Y sonrió.
Se la devuelvo con gesto lánguido, débil, de derrocado.
Y pienso en la palabra carne. Denso, brumoso vocablo. Carne.
Miranda es más fuerte que yo. Es una de esas mujeres que no conoces sino contraes.
Cualquier otra palabra sobraría en esta tierna historia sobre las flaquezas humanas. La carne manda, inapelable, y yo me dejo ir, por ella, con ella, por lácteas vías.