RBG: un arquetipo de jurista progresista
Reading is the key that opens doors to many good
things in life. Reading shaped my dreams,
and more reading helped me make my
dreams come true.
–Ruth Bader Ginsburg
Por supuesto que la calidad, autoridad y competencia de un juez o jueza no se mide por el grado de popularidad que haya alcanzado en la opinión pública. No obstante, en el caso de la jueza Ginsburg esa popularidad está directamente vinculada tanto a su profesionalidad como a sus convicciones de justicia social durante su larga trayectoria como abogada feminista y adjudicadora excepcional. Su nombramiento representó un quiebre con los perfiles tradicionales de miembros del Tribunal Supremo de Estados Unidos. Algo que ha sucedido en ocasiones extraordinarias, como por ejemplo fue el caso del nombramiento del juez Thurgood Marshall –uno de los litigantes antisegregacionistas más destacados de su época y primer afroestadounidense nombrado a ese foro– y de la jueza Sonia Sotomayor– primera mujer latina y de procedencia socioeconómicamente modesta.
Antes de ser nombrada como jueza del Circuito de Apelaciones para el Distrito de Columbia, la abogada Ginsburg, en gran medida como cofundadora y directora del Proyecto de Derechos de la Mujer de la Unión de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), argumentó ante el Tribunal Supremo federal seis casos sobre leyes discriminatorias por razón de género, de los cuales ganó cinco. El argumento legal más preeminente fue que el discrimen por razón de sexo o género infringía la cláusula de igual protección de las leyes de la Decimocuarta Enmienda de la Constitución. Disposición constitucional de la post–guerra civil que originalmente tenía como objetivo impedir el discrimen por razón de raza.
Este argumento dio origen al importante caso Reed v. Reed (1972), en el que por primera vez el Tribunal Supremo federal determinó que la referida cláusula de igual de protección de las leyes prohíbe el discrimen por razón de sexo, al igual que por razón de raza y otras clasificaciones sospechosas (aunque con niveles de protección diferentes). Esta determinación tuvo un efecto inmediato en la legislación estatal y federal del país. Ginsburg fue una de las abogadas –como parte de la ACLU– que escribió uno de los alegatos que dio fruto a esta importante decisión. Su estrategia litigiosa durante la década de 1970, previo a ser nombrada como jueza del Circuito de Apelaciones, fue tan ingeniosa como brillante.
En una judicatura copada por hombres, de la cual la Corte Burger era también ejemplo, Ginsburg decidió impugnar el discrimen sexista mediante la representación de hombres que habían sufrido algún tipo de lesión a sus intereses en virtud del discrimen por sexo (el término género todavía no había arraigado en el discurso jurídico). Dicho de otra manera, defender a hombres ante un tribunal de hombres fue una estrategia muy sagaz para que los adjudicadores empatizaran con el representado. Sin embargo, lo que más importaba era la repercusión que tendría el razonamiento del tribunal al adjudicar si existió o no discrimen por razón de sexo en virtud de la cláusula de igual protección de las leyes. Si bien el discrimen afectaba también intereses de los hombres, lo preponderante era que se acogieran jurisprudencialmente criterios más estrictos para evaluar la constitucionalidad de normas legales que discriminaban contra la mujer.
Así, por ejemplo, en Frontiero v. Richardson (1973) –primer caso que Ginsburg argumentó ante al Tribunal Supremo federal– la ACLU solicitó que las disposiciones legales que hacían alguna distinción por razón de sexo se consideraran clasificaciones sospechosas a las que había que aplicarles el “escrutinio estricto” cuando se evaluara su constitucionalidad. Un argumento legal que se había esbozado en Reed, pero que no había sido acogido enteramente. En efecto, que se utilizara el máximo escrutinio constitucional para evaluar disposiciones legales que discriminaran por razón de sexo, lo que tradicionalmente había ocurrido con normas discriminatorias por razón de raza.
Aunque Ginsburg logró que en Frontiero se revocara una disposición federal que le concedía automáticamente a la viuda de un soldado beneficios de vivienda y otros, mientras que obligaba al viudo a probar que era dependiente de su esposa militar fallecida para obtener esos beneficios, el Tribunal Supremo federal no acogió del todo la pretensión de aplicar el “escrutinio estricto” a casos sobre discrimen sexista, aunque cuatro jueces estuvieron de acuerdo con dicho razonamiento. Al momento de decidirse el caso, sin embargo, es importante notar que la Equal Rights Amendment (ERA) había sido ratificada por alrededor de 30 estados, de los 38 que eran necesarios para su incorporación en la Constitución. Lo que pretendía materializarse mediante la Decimocuarta Enmienda en los tribunales, pudo haber encontrado cobijo directo a través de una enmienda constitucional específica. Según algún sector de la doctrina, quizá la existencia de esta propuesta de enmienda tuvo como resultado la timidez de algún que otro juez al no acoger el argumento esbozado por Ginsburg en toda su extensión.
No obstante, luego de vencido el término de ratificación, esta enmienda no contó finalmente con los votos de tres cuartas partes de los estados federados. Con más razón, por tanto, se hacía evidente que el Tribunal Supremo debía reconocer mayores protecciones para evitar el discrimen estructural que los movimientos feministas habían denunciado por décadas. La estrategia de Ginsburg y la ACLU en casos posteriores fue, en síntesis, la de ensanchar el marco de criterios bajo la igual protección de las leyes con el fin de evaluar el discrimen por razón de sexo en virtud de un escrutinio lo más cercano posible al estricto.
Esto último fue lo que ocurrió en Weinberger v. Wiesenfeld (1975), donde, aun sin solicitar la aplicabilidad del “escrutinio estricto”, se derogó una disposición legal del Seguro Social que solo contemplaba beneficios para las madres–viudas cuando hubiese fallecido su esposo, pero no a la inversa. En ese caso, Ginsburg –junto a Melvin Wulf– representó al viudo, a quien la referida normativa le impedía quedarse en casa con su recién nacido –la madre había muerto en el parto– y una serie de beneficios que sí aplicaban si hubiese sido mujer. El Tribunal Supremo, en esta ocasión mediante la cláusula de igual protección de la Quinta Enmienda por ser un estatuto federal, determinó que esta diferenciación era inconstitucional.
Asimismo, en Craig v. Boren (1976) se derogó una norma de Oklahoma que permitía que las mujeres pudieran comprar cerveza desde los 18 años, mientras que requería que los hombres esperaran hasta los 21 para poder hacerlo. Aunque originalmente el caso no lo atendió Ginsburg, sí presentó un potente escrito de amicus curiae –“amigo de la corte”: escrito para orientar al tribunal en áreas especializadas– en el que argumentó que debía utilizarse un escrutinio aún mayor que los anteriores para atender la constitucionalidad de dicha ley discriminatoria. El fruto de esta argumentación legal fue la adopción novel de un “escrutinio intermedio” para evaluar reclamos en virtud del discrimen por razón de género.
Este escrutinio intermedio fue utilizado en Califano v. Goldfarb (1976), caso que prácticamente resume y materializa el logro legal –social y político– de Ginsburg y la ACLU durante la década de 1970. Al igual que en Frontiero, Ginsburg alegó que una disposición de la seguridad social que favorecía automáticamente a las viudas de trabajadores fallecidos, y no a la inversa, donde debía mostrarse dependencia económica por parte del viudo, contravenía la cláusula de igual protección de las leyes. El Tribunal Supremo, por su parte, aplicó el escrutinio intermedio de Craig a la controversia, determinando que la norma en cuestión contenía una discriminación irrazonable por razón de sexo.
Las repercusiones de estas decisiones parecen reducidas a un grupo pequeño de controversias o casos. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Una decisión del Tribunal Supremo federal, de ordinario, repercute en múltiples áreas normativas de la jurisdicción federal y de los estados (y territorios). Su efecto es sobre millones de personas, por lo que es normal y deseable analizar las decisiones más allá de sus categorías meramente legales. El triunfo de Ginsburg y el equipo de la ACLU en adelantar notablemente la igualdad formal entre géneros desde la máxima instancia judicial de Estados Unidos fue, en gran medida, un fenómeno análogo a las victorias legales de la National Association for the Advancement of Coloured People (NAACP) y el movimiento de derechos civiles durante las décadas de 1940 a 1960.
La década de 1970, en la cual se desarrolló la labor de litigio de Ginsburg, tiende a infravalorarse por algunos sectores como una alegada “década perdida” en materia de derechos sociales, en comparación con la anterior. Sin embargo, esta apreciación no suele atribuirle al movimiento feminista una serie de logros sin precedentes que van desde el reconocimiento del derecho de la mujer a gestionar su embarazo como derecho fundamental (Roe v. Wade (1973)), las victorias legales sobre el discrimen por razón de género bajo la igual protección de las leyes, la aprobación del Título IX de las Enmiendas de Educación de 1972, hasta la casi aprobación de una enmienda constitucional que especificaba la prohibición expresa del discrimen sexista (ERA).
Estos logros democráticos, que como es habitual no son gratuitos ni mucho menos fortuitos, incrementaron el legado de muchas décadas de pretensiones igualitarias en una sociedad marcadamente patriarcal. Si el nombramiento de esta jurista –en el sentido no banalizado del término– al Circuito de Apelaciones fue una importante noticia para la profundización democrática de la judicatura estadounidense, su nombramiento como la segunda mujer al máximo foro judicial federal fue un momento trascendental en la composición de ese tribunal.
Su nombramiento como jueza asociada en 1993 para sustituir al juez White en el Tribunal Supremo, quien se retiró luego de más de treinta años en el puesto, fue una bocanada de esperanza para los sectores progresistas y, particularmente, para el movimiento feminista. La primera mujer nombrada a dicho foro fue Sandra Day O’Connor en 1981, por el presidente Reagan. Era la primera vez, luego de alrededor de dos siglos de historia de dicha institución, que una mujer tenía el poder de participar como igual en el órgano jurisdiccional más importante del país.
Sin embargo, aunque originalmente la nominación de la jueza O’Connor despertó la oposición de los sectores más conservadores el Partido Republicano, en parte por su apoyo a la ERA y su visión muy matizada sobre el derecho al aborto –fue un voto decisivo y la suscribiente en Planned Parenthood v. Casey (1992) para que no se derogara Roe–, sus posiciones jurídicas, en gran medida, no dejaron de enmarcarse en patrones tradicionales defendidos por administraciones públicas marcadamente conservadoras. El nombramiento de Ginsburg produjo un desbalance en esa tendencia escasamente liberal –en sentido estadounidense– del tribunal en aquel momento, ya sea porque logró convencer a sus colegas sobre sus posiciones, o por sus valiosas y potentes opiniones concurrentes o disidentes de las que tanto se ha escrito, y con razón.
Sin ánimo de hacer una compilación exhaustiva de sus decisiones y disidencias, labor que ya se ha realizado abundantemente desde hace años, la presencia de la jueza Ginsburg en el Tribunal Supremo comenzó a germinar concretamente a raíz de United States v. Virginia (1996). En ese importante caso, mediante una decisión 7–1 (el juez Thomas se inhibió), dicho foro derogó la antigua norma de admisión exclusiva de varones que regía en la Virginia Military Institute. La jueza Ginsburg escribió la opinión mayoritaria, declarando que dicha norma era incompatible con la cláusula de igual protección de las leyes de la Decimocuarta Enmienda.
A pesar de que la vieja institución militar había propuesto un programa diferente para mujeres, y con ello pretendía justificar que no discriminaba por razón de género, el tribunal entendió que ese razonamiento infringía la igualdad entre géneros al provocar, entre otras cosas, que los varones egresados de dicha institución tuvieran más beneficios y más prestigio que las mujeres graduadas del programa especial propuesto. El juez Scalia, quien tuvo una notable amistad con la jueza Ginsburg desde que eran jueces en el Circuito de Apelaciones de D.C., disintió fuertemente al entender que la Opinión mayoritaria aplicaba un estándar de revisión más allá del escrutinio intermedio que exigía el precedente jurisprudencial. Su posición, sin embargo, no convenció a ningún juez.
En ese caso, como si por justicia poética fuera, se utilizaron los precedentes antes referidos de la década de 1970, y en los que Ginsburg fue figura clave en su litigio, para elaborar una opinión mayoritaria que desprende una visión de la interpretación constitucional tan expansiva como viva. No es casualidad que dicha decisión termine con las siguientes declaraciones:
A prime part of the history of our Constitution, historian Richard Morris recounted, is the story of the extension of constitutional rights and protections to people once ignored or excluded. VMI’s story continued as our comprehension of «We the People» expanded. There is no reason to believe that the admission of women capable of all the activities required of VMI cadets would destroy the Institute rather than enhance its capacity to serve the «more perfect Union.
Esta visión de la Constitución como norma viva es acorde con los reclamos de ensanchamiento de garantías que los diversos sectores sociales tanto marginados como discriminados habían llevado a las instituciones desde la presión en las calles. Es una óptica diametralmente incompatible con el método originalista o textualista que jueces como Scalia, Bork (en el Circuito de Apelaciones), Alito, Gorsuch o la nominada Amy Coney Barrett han utilizado como marco teórico para entender la Constitución y adjudicar controversias difíciles (“hard cases”) desde el estrado. Una visión expansiva de la Constitución pretende incluir a quienes fueron excluidos en su momento constituyente. Una visión originalista pretende seguir excluyendo de la interpretación constitucional a quienes fueron excluidos originalmente, pero haciendo hincapié en que su inclusión debe provenir de las legislaturas tanto estatales como del Congreso.
Por su parte, la jueza Ginsburg representó la versión más “radicalizada” de interpretación garantista y liberal en las diversas composiciones que tuvo el Tribunal Supremo durante su estancia, desde la Corte Rehnquist hasta la Corte Roberts. No es casualidad que su presencia, trabajo y expresiones hayan encontrado resonancia y reverberación en amplios sectores que políticamente se siguen sintiendo infrarrepresentados o, de plano, marginados de las instituciones de poder. Muchas de esas voces de protesta y disidencia en la calle –y en tantos otros espacios– hallaron una rara representatividad en las posiciones de Ginsburg, particularmente en sus escritos disidentes.
No es un secreto que las opiniones donde disienten los jueces del Tribunal Supremo federal tiendan a ser opiniones mayoritarias décadas después. Los ejemplos son bastante notables, y tan variables como las propias condiciones sociales y políticas lo han permitido. Esto nos debe llevar a reflexionar sobre la importancia trascendental que ostentan las posiciones disidentes en los foros apelativos. Usualmente son las opiniones que se dejan de lado cuando se lee una decisión de un tribunal, pero quizá contengan la raíz de la norma que derogará la que anuncia la decisión mayoritaria en ese momento. Su importancia, tanto para estudiantes, abogados/as como ciudadanos/as, es elemental a la hora de entender los razonamientos encontrados que posibilitan la decisión de una controversia jurídica. Recordemos que el derecho reacciona dinámicamente –aunque tardíamente casi siempre– a los cambios sociales, y las disidencias pueden ser ese germen de cambio que todavía no encuentra resonancia mayoritaria en una institución también cambiante.
La jueza Ginsburg fue una disidente extraordinaria. Por citar algunos ejemplos, aunque esta vez como voz concurrente (discrepa de los fundamentos utilizados por la opinión mayoritaria, pero coincide en el resultado de la decisión), en Grutter v. Bollinger (2003) se trajeron a colación fuentes del derecho internacional público para justificar la validación de las normas de acción afirmativa que se encontraban en controversia en ese caso (la valoración adicional de raza a la hora de evaluar admisiones en la Escuela de Derecho de la Universidad de Michigan). Esto representa una anomalía en la historia del Tribunal Supremo federal.
Dicha institución ha tendido fuertemente a excluir cualquier fuente de derecho internacional público (como las que surgen de los tratados e instrumentos internacionales) para resolver controversias “domésticas”. Esto, a pesar de que las disposiciones de los tratados ratificados, por mandato constitucional, tienen jerarquía de ley en Estados Unidos. Asimismo, dichas disposiciones pueden arrojar luz –de manera persuasiva– sobre controversias que no encuentran suficiente claridad en la normativa doméstica. Ese breve voto concurrente de la jueza Ginsburg abrió una ventana para que se discutiera de manera más fértil la importancia del derecho internacional público en las decisiones de los altos foros judiciales de ese país.
Asimismo, su disidencia en Shelby County v. Holder (2013), donde se declaró inconstitucional la sec. 4 de la Voting Rights Act (uno de los mayores logros legislativos del movimiento de derechos civiles), fue tan contundente como enérgica. Mediante esa determinación se concluyó que el requisito de preautorización (por parte de la jurisdicción federal) de ciertas jurisdicciones para enmendar el sistema de votación era incompatible con la Constitución en ese momento histórico. El Congreso, sin embargo, había extendido la fórmula original para determinar qué jurisdicciones eran las que debían ser preautorizadas en casos de cambios en el sistema electoral.
La jueza Ginsburg le dio amplia deferencia a la intención parlamentaria del Congreso de extender esa fórmula y sostener ese requisito de preautorización en un país donde todavía el racismo está muy presente en cada una de sus instituciones de poder. En resumen, su posición se expresa claramente en la siguiente metáfora: “Throwing out preclearance when it has worked and is continuing to work to stop discriminatory changes is like throwing away your umbrella in a rainstorm because you are not getting wet.”
Asimismo, en Gonzales v. Carhart (2007) la jueza Ginsburg escribió una importante opinión disidente en la que advirtió que el razonamiento de la mayoría del Tribunal se alejaba del respeto hacia la facultad de la mujer de decidir sobre su propio cuerpo. En ese caso, en esencia, se validó la Partial–Birth Abortion Act, que pretendía limitar el proceso de Dilation and Evacuation (D&E) sin aducir ninguna excepción por razón de la salud de la mujer. En esa ocasión, advirtió lo siguiente:
As Casey comprehended, at stake in cases challenging abortion restrictions is a woman’s ‘control over her [own] destiny.’ Their ability to realize their full potential, the Court recognized, is intimately connected to ‘their ability to control their reproductive lives.’ Thus, legal challenges to undue restrictions on abortion procedures do not seek to vindicate some generalized notion of privacy; rather, they center on a woman’s autonomy to determine her life’s course, and thus to enjoy equal citizenship stature.”
Esta determinación limita aún más el derecho al aborto –aunque en relación con un procedimiento particular de cese de la gestación– que desde Roe ha estado en la mira de importantes sectores conservadores del país. No es casualidad que en estos momentos probablemente sea el tema más importante ante la nominación de la jueza Barrett al Tribunal Supremo federal. Si hay un asunto recurrente, y en peligro constante en el sistema judicial–apelativo de Estados Unidos, ese es el derecho de la mujer a gestionar su cuerpo durante el embarazo.
La jueza Ginsburg fue, sin duda, una gran opositora a la reducción de este derecho adquirido en 1973 y que sigue siendo una de las victorias feministas más importantes luego del derecho al sufragio establecido en la Decimonovena Enmienda. Así se demostró en su Opinión concurrente en Whole Woman’s Health v. Hellerstedt (2016), donde el Tribunal invalidó una ley de Texas que le imponía serias restricciones a los proveedores de procedimientos de aborto.
Asimismo, como ejemplo de la potencia fecunda que contienen las posiciones disidentes en foros apelativos como el Tribunal Supremo federal, su importante disidente en el caso Ledbetter v. Goodyear Tire & Rubber Co. (2007) provocó la aprobación y firma de la primera ley de la administración del presidente Barack Obama, conocida como la Lilly Ledbetter Fair Pay Act de 2009. En ese caso, cuya posición mayoritaria fue esbozada por el recién nombrado juez Alito, quien sustituyó a la jueza O’Connor, el Tribunal Supremo determinó que cada pago del salario que se impugne como discriminatorio bajo el Tíulo VII de la Civil Rights Act por razón de género (o raza) no constituye una renovación del término de 180 días que se dispone para incoar el reclamo.
Dicha determinación revocó las decisiones de los foros inferiores que habían concluido que a lo largo de 19 años a la señora Ledbetter se le había discriminado salarialmente por parte de su patrono, un gigante de la automotriz. En su disidencia, la jueza Ginsburg acogió una clara perspectiva de género al evaluar la controversia estatutaria, y expresó lo siguiente: “The court does not comprehend or is indifferent to the insidious way in which women can be victims of pay discrimination”.
El Congreso, mediante la ley antes mencionada, rechazó esta norma jurisprudencial y estableció que cada pago salarial discriminatorio por razón de género o de raza es suficiente para facultar a una persona afectada a presentar una demanda por discrimen bajo la Civil Rights Act. Este es quizá uno de los mejores ejemplos sobre la notoriedad, pertinencia y efectividad de las opiniones disidentes en un sistema que no se reduce al ámbito jurídico-institucional, sino que salpica directamente tanto a la rama ejecutiva como legislativa.
Igualmente importante fue la opinión disidente que escribió en el controvertido caso Burwell v. Hobby Lobby Stores, Inc. (2014), donde se decidió que las corporaciones privadas con fines de lucro (“closely held for-profit corporations”) pueden estar protegidas por la Religious Freedom Restoration Act con el fin de exceptuarlas de tener que proveer cobertura para anticonceptivos de sus empleadas si esto contradice las visiones religiosas de los patronos. Ello, ante la obligación impuesta a estos por la Affordable Care Act –estatuto también en la mira para su derogación desde su aprobación.
En sus expresiones, la jueza Ginsburg advirtió lo siguiente: “The exemption sought by Hobby Lobby and Conestoga would override significant interests of the corporations’ employees and covered dependents. It would deny legions of women who do not hold their employers’ beliefs access to contraceptive coverage that the ACA would otherwise secure. In sum with respect to free exercise claims no less than free speech claims, ‘your right to swing your arms ends just where the other man’s nose begins.” En esta decisión se unen preceptos tanto del derecho a la libertad de culto, de la separación de Iglesia y Estado, como del derecho de la mujer a gestionar su cuerpo.
Acorde con esto último, uno de sus últimos disensos fue en American Legion v. American Humanist Assn. (2019), donde se declaró constitucional que una cruz cristiana de 40 pies de altura pudiera seguir en un espacio público en el estado de Maryland. Allí fue una de las dos juezas que disintieron (la otra fue la jueza Sotomayor) de dicha determianción mayoritaria cuyos fundamentos no convencieron del todo a la mayoría de jueces. Sin embargo, en su disenso, la jueza Ginsburg concluyó que “[b]y maintaining the Peace Cross on a public highway, the Commission elevates Christianity over other faiths, and religion over nonreligion. Memorializing the service of American soldiers is an “admirable and unquestionably secular” objective. But the Commission does not serve that objective by displaying a symbol that bears “a starkly sectarian message.”
Estas expresiones de disidencia, que solo son un puñado de un trabajo judicial de casi treinta años, no sólo han inspirado a operadores/as jurídicos/as a construir teorías que reten las normas vigentes que se consideren ilegales/ilegítimas, sino que han repercutido material y simbólicamente en amplios sectores de Estados Unidos y más allá de sus fronteras. Las expresiones jurídicas de Ginsburg la convirtieron en un icono no solo feminista y progresista, sino en un símbolo de la cultura pop misma. El famoso título “Notorious RBG” –y su iconografía pictórica– está inspirado en el popular rapero “Notorious B.I.G.” El lacónico “I Dissent”, que proviene de sus expresiones disidentes en Bush v. Gore (2000), también se ha tornado un eslogan fuertemente utilizado como símbolo de protesta popular.
No es raro ver disfraces de ella, parodias suyas en los programas más importantes de comedia, caricaturas, libros sobre su vida y obra y hasta juguetes inspirados en la jueza más popular que ha tenido el Tribunal Supremo en mucho tiempo, quizá en su historia. Una popularidad que puede rayar en la hagiografía, como este propio escrito, pero cuya intención es muy diferente. La jueza Ginsburg fue, como todos y todas, una persona con luces y sombras, tan imperfecta como brillante. Su obra, sin embargo, marcó una tendencia lo suficientemente progresista como para tener un impacto social muy transformador y trascendental. Nada más ver la cantidad de niñas vestidas con su toga negra y collar distintivo en su funeral –y en tantas otras manifestaciones– para darse cuenta del símbolo de democracia que representa en la historia de Estados Unidos.
Su vida como abogada y como jueza, a su vez, representa un arquetipo de jurista comprometida con convicciones muy arraigadas en una idea de sociedad que se dirige hacia mayores garantías de igualdad, inclusión y representatividad. A diferencia de otros momentos históricos, siendo cauteloso con no idealizarlos y redundar en la falsa nostalgia, los arquetipos en las diversas funciones sociales suelen escasear, mientras que abundan los modelos efímeros a seguir que van cambiando según la moda del momento. Una moda dictada a priori por una lógica más mercantil que ético-política o moral.
Dentro de un escenario como ese, con sus notables excepciones, la jueza Ginsburg ha sido un arquetipo de jurista no meramente por ser progresista, sino por defender unas profundas convicciones de justicia social con un enorme esfuerzo y trabajo investigativo, litigioso y adjudicativo. No por ser una mujer brillante su trabajo rindió frutos en las instituciones de poder judicial. Fue, además de su inteligencia, por su empeño y desempeño desde que era estudiante de Derecho hasta que murió siendo una figura jurídica de amplio prestigio en el país. Una estudiante con responsabilidades familiares muy complejas de compatibilizar con un desempeño académico de excelencia.
Dicho eso, las posiciones ideológicas de los jueces y juezas son importantes, porque no hay decisiones jurídicas que sean neutrales, aunque sí pueden adoptar marcos de objetividad deseables. No creo que sea correcto equiparar el desempeño de un o una jurista para reducir derechos en una democracia, para no reconocer mayores garantías para las personas en una sociedad tan desigual en muchos sentidos, con el de uno o una que se dedique a utilizar su inteligencia, conocimiento y puesto para adelantar la posición de aquellos sectores que históricamente han sido desfavorecidos tanto social, política, económica como culturalmente.
En una sociedad cuyo sistema legal es tendentemente conservador –pretende conservar el statu quo–, asumir una postura de aparente neutralidad ante la adjudicación de controversias difíciles es una posición más sencilla y acomodaticia que pretender modificar racionalmente la norma para cobijar legalmente a más sectores minoritarios y contribuir a cerrar la brecha de desigualdades que se reproducen culturalmente generación tras generación. Por tal razón, la vida de la jueza Ginsburg, desde sus inicios como litigante, está plagada de convicciones igualitarias que parten de una idea de justicia y democracia tan viva como dinámica.
Esto debe servir para que aspiremos a tener ideas claras de justicia que nos guíen en nuestro desempeño como operadores/as jurídicos/as y como ciudadanos/as. La profesión legal, cualquiera que sea su ámbito de organización, tiene una responsabilidad directa con un proyecto democrático allí donde pretenda tomar en serio el concepto de justicia, que no es meramente justeza de las normas vigentes.
Para ello, desde y particularmente desde la formación de operadores/as jurídicos/as es necesario hacer un esfuerzo transformador para desarrollar un pensamiento crítico que exija reflexionar constantemente sobre ese concepto de justicia que debe ser el norte de nuestro trabajo como profesionales del Derecho. No es un concepto fijo ni mucho menos monolítico, es uno cuya ambigüedad y vaguedad dan testimonio de su plasticidad según el contexto histórico, cultural, político y social en el que se elabore. Esto no implica una reducción al absurdo ni un relativismo radical sobre lo que es justo, sino una anotación sobre su dinamismo intrínseco.
Para la litigante Ginsburg, supongo, era mucho más sencillo adoptar el rol social que en su momento el sistema legal le imponía como mujer abogada. Sin embargo, retó el sistema con teorías legales que para muchos/as en aquel momento eran radicales –como término despectivo–, descabelladas o imposibles. ¿Cómo es posible que una enmienda constitucional que no menciona el discrimen por razón de género se utilice para invalidar disposiciones discriminatorias por esta razón? Para un originalista esto podría ser una imprudencia jurídica, un acto de “activismo judicial” atrevido, pero para abogadas como Ginsburg y sus compañeras/os de la ACLU –y finalmente para el Tribunal Supremo federal– esto era lo más democrático que podía suceder ante una controversia basada en el discrimen por género.
Que sirva su ejemplo de modelo a seguir. Que su legado redunde en inspirar cada vez más personas para ver más allá del texto de las normas positivas una miríada de posibilidades de justicia social. Que nos sirva como arquetipo de la profesión jurídica, ahora más que nunca, cuando se vislumbra una composición del Tribunal Supremo federal muy desbalanceada hacia las posiciones más conservadoras. Una democracia sedienta de equidad no merece menos.