Reflexión breve sobre retórica y dilemas de la cultura
La cultura es también una contradicción cuando entra en las fauces de las instituciones encargadas de protegerla. Porque éstas pueden dictaminar, desde el poder estatal y el exceso de burocracia, el cómo debemos vernos y el cómo deberían mirarnos “los de afuera”; a veces tratada con la decidida tensión entre la perspectiva de los vencidos y la configuración social de los vencedores. La cultura no es una inversión programática, y no depende, totalmente, de la filantropía privada para eternizar sus mecanismos. La cultura no aprueba o desaprueba modalidades. Siempre suma, asimila y adopta expresiones de otros saberes. A pesar de que puede ser jerárquica, no institucionaliza sus particularidades como teorizaciones intelectuales de elegantes fragancias academicistas. La cultura somos usted y yo en este instante, tan impreciso como verdadero. Tan perecedero como indestructible. La cultura no necesita amparos diplomáticos, ni defensas con supuestos argumentos apodícticos. La capacidad heurística de todo ser humano la alimenta, la patrocina y la traslada. Pero la insistencia por objetivarla, por forjar una “política cultural” la puede colocar en un estado de reificación, convirtiéndola en una empresa que vende unidades identitarias al por mayor como un mero producto turístico con excesos mitológicos. La cultura no necesita protectores, dice Daniel Mantovani[i]:
-La mejor política cultural es no tener ninguna. Defender a la cultura…
Siempre se considera a la cultura como algo débil, algo frágil. Como algo raquítico que necesita ser custodiado, protegido, promovido y subvencionado. La cultura es indestructible. Es capaz de sobrevivir a las peores hecatombes […] Creo que la palabra cultura sale de la gente más ignorante, más estúpida y más peligrosa. Yo personalmente no la uso nunca.
Si bien las palabras de Mantovani poseen un magnifico y condensado tratado de lógica cultural, no son estas elucubraciones del todo acertadas. La cultura no necesita defensores carismáticos, porque quienes la hacen no necesitan defenderla, sino transmitirla. Institucionalizarla tiene sus beneficios, sobre todo a largo plazo. Pero no olvidemos que también existen dictadores de la cultura, esos que erigen construcciones artificiosas de las identidades de un país. Muchos de estos constructores y protectores “ignorantes”, “estúpidos” y “peligrosos” pueden serlo en la medida que ejerzan su poder con el más fervoroso individualismo que concibe la cultura como algo que debe ser siempre restaurado. Estos personajes pueden trabajar intentando complacer los dictámenes de quienes estén en el poder político para garantizar su propia estadía en el comercio cultural, creando una memoria histórica rudimentaria o, según Peter Burke:
“Como revelan las películas y los programas televisivos aún con más claridad que los libros, se constata un gran interés popular por las memorias históricas. Este interés creciente constituye probablemente una reacción a la aceleración del cambio social y cultural, que amenaza las identidades escindiendo lo que somos de lo que éramos”.
Por supuesto, lo que somos hoy no es lo que éramos ayer, ni lo que seremos mañana. Pero ante tal grado de incertidumbre, la suma de todo ello constituye, al menos, una identidad provisional. Un relajante para la historia de la memoria que muchas instituciones culturales procuran prescribir como placebo anecdótico. La cultura puede ser también una versión novedosa de un pasado que nunca existió, o de un futuro suculentamente estereotipado. Por ahora, parece ser que los rituales epistemológicos de los que dominan y sus subordinados seguirán surtiendo efecto en nuestra cultura contemporánea como dilemas de un descontento antropológico distorsionado. En este panorama es donde el formidable estoicismo de muchas instituciones culturales gestiona su participación mesiánica y reivindicadora, en un contexto sociocultural similar al “Pueblo Blanco” de Joan Manuel Serrat, que bien podría ser “Salas” el pueblito de Daniel Mantovani.