Reflexiones de un chino en Puerto Rico
Cuando estaba en primer grado, recuerdo cómo el maestro de educación física me colocó frente a mi hermano para que diéramos una demostración de karate, cuando en China lo que se practica es el Kung-Fu. Sin embargo y con honestidad, ambos -el Karate y el Kung-Fu- eran ajenos para mí. Obvio, en mi casa no se practicaba ninguno de los dos. A la hora del almuerzo o la merienda, los niños más crueles me preguntaban si en casa comíamos perros o gatos, entre otras barbaridades; tal y como si la vaca no fuera sagrada para algunos. Otros un poco más sutiles me daban dos lápices y me pedían que les enseñara a comer con palitos, cuando yo siempre comía con tenedor. A pesar de todos los años transcurridos, todavía muchos me siguen haciendo ese tipo de preguntas.
En la ciudad de Ponce, donde me crié, viví mi niñez rodeado de inmigrantes chinos. Los pocos días libres que tenía mi padre los compartíamos visitando a sus amigos en los restaurantes donde trabajaban. Aún recuerdo claramente los nombres de los establecimientos: El Pacífico, El Mandarín, Pagoda y Peking, entre otros. Muchos de sus paisanos se llamaban: Juan, Lorenzo, Julio, Rogelio, Felipe, Jorge y múltiples José. Nombres sencillos, fáciles de pronunciar y recordar, pero que no eran los suyos. ¿Cómo se acostumbra uno a que lo llamen diferente a como fue nombrado? ¿Acaso el nombre no es parte de la identidad? Seguro ya casi todos han muerto, al igual que mi padre. ¿Dónde descansarán; dónde habrán decidido morir? Más aún, ¿con qué nombre habrán muerto?
Durante esas visitas, el intercambio de periódicos chinos era habitual, algunos ya rotos y amarillentos que podían tener hasta dos años. Así aprendí desde pequeño que, a pesar de la distancia, estar en contacto con el país de nacimiento era algo necesario, aún cuando no se estuviera muy actualizado. El arraigo cultural también era evidente en los medicamentos. Me crié viendo el ungüento del tigre, los té de plantas medicinales como el “ginseng” y otras especias chinas. Para mi padre y sus amigos estos medicamentos eran prácticamente imprescindibles. Muchos de estos remedios se terminaban mezclando con whisky u otro licor. Sus olores eran fuertes y hasta desagradables, pero de igual manera en ocasiones tuve que utilizarlos. ¿Cómo llegaban estos remedios chinos a Puerto Rico?, no tengo la menor idea, pero allí estaban: en la cocina de los restaurantes, en la mesita de noche de sus cuartos y en el pequeño botiquín del baño. Sin duda, eran parte vital de sus vidas. Para cada dolencia, enfermedad y síntoma tenían algo de su país que les aliviaba. Esos pequeños frascos con letras chinas y símbolos rojos, eran el antibiótico psicológico natural que les quitaba sus catarros, sus malestares y que simultáneamente los mantenía conectados con su país, raíces y costumbres.
Las casi 10,000 millas de trecho y la ausencia del concepto “globalización” o “transnacionalismo” no representaban una limitación. Todo lo contrario, era el desafío que personas casi sin escolaridad, ni recursos económicos, habían logrado superar. Llegué a ver y escuchar cartuchos de ocho pistas de música china, que también intercambiaban y compartían, algunos sumamente desgastados y deteriorados, como si los hubieran tenido toda la vida. Luego les tocó el turno a los casetes y películas en VHS, que grababan de forma muy anticuada, como en una especie de “piratería cultural”.
Todas estas experiencias y muchas más, así como mi pasión por la historia me hicieron entrarle a un tema que aún nuestra historiografía no había explorado con la seriedad y rigurosidad que merecía. Como resultado de mis vivencias y una ardua indagación llegó el reciente libro de Ediciones Callejón: Los chinos en Puerto Rico.
Sin embargo, elaborar un buen libro de historia requiere mucho más que vivencias, requiere años de investigación y estudios. El historiador más que una buena memoria, necesita destrezas que se aprenden estudiando. Saber datos, fechas y anécdotas al estilo Boricuazo, no te hace historiador. El historiador es una profesión y disciplina que se estudia por años con la misma rigurosidad que la ciencia, medicina e ingeniería; y que también conlleva una teoría y práctica.
Todo eso, y más, lo aprendí durante mis estudios en el Programa Graduado de Historia de la UPR-RP; después de rechazar la oportunidad de iniciar estudios doctorales en Estados Unidos y México, un sueño que siempre había tenido. En mi cabeza no cabía, que alguien sin el conocimiento sobre Puerto Rico pudiera dirigir adecuadamente una tesis sobre los inmigrantes chinos en la Isla. Mi intuición no me falló, aposté a mi pequeña Isla (en tiempos en que nadie pedía que nadie se quedara). Aquí por más de diez años tuve el mejor director, amigo y confesor, el Padre jesuita Fernando Picó; juntos continuamos una aventura, que yo desde mi niñez había iniciado.
El proceso fue lento, pero enriquecedor. Tener que investigar y a la misma vez, trabajar dando clases no fue fácil. Entre clase y clase visitaba el Archivo General de Puerto Rico; la congestión vehicular me hacía pasar más tiempo en el tráfico y buscando estacionamiento que en el Archivo mismo. Pero, cada minuto allí valía la pena, sentarse aunque fuera por una hora o terminar de transcribir aunque fuera un solo expediente era valioso. Al final, encontré 350 expedientes de confinados chinos que llegaron a Puerto Rico durante el siglo XIX a cumplir su condena, mayormente imputados de homicidios en Cuba. La mayoría trabajó por años en la construcción de la Carretera Central. ¿Serían los primeros chinos en llegar a Puerto Rico? Tres de estos expedientes incluían la foto del confinado chino, que posteriormente lograron cumplir sus condenas y se quedaron en la Isla.
Para conocer cómo o de qué murieron, me tocó visitar el Archivo Arquidiosesano, ubicado en el Viejo San Juan. Para seguirle la pista a los que salieron, los busqué en el Censo de 1910, 1920 y 1930, los disponibles para aquel entonces. Para adentrarme en lo cotidiano, pasé años revisando la mayoría de los periódicos publicados en la Isla entre el período de 1848-1910 y que aún se conservan microfilmados en la Colección Puertorriqueña de la Biblioteca José M. Lázaro. También consulté varios archivos digitales disponibles, como el Portal de Archivos Españoles. Además, revisé más de una centena de fuentes secundarias, periódicos contemporáneos, revistas y entrevistas informales sobre la comunidad china actual. Fueron años de continuos y nuevos descubrimientos.
Luego de todos esos años investigando y redactando, aprobé sobresalientemente mi disertación doctoral. Pero quedaba la otra parte del proceso: convertir una disertación doctoral en libro, tarea nada fácil. Aunque siempre traté de redactar mi tesis, pensando que posteriormente sería un libro, la realidad es que la finalidad de ambos es diferente. Una disertación es un ejercicio para obtener un grado, donde hay que probar a quienes van a otorgar el título que se conoce y domina el tema a plenitud. Pero, más que nada, hay que demostrar que se domina la teoría y metodología sobre el tema de investigación. El proceso de editar la tesis y convertirla en un libro me tomó algunos años más. Confieso que eliminé y añadí capítulos, al igual que datos e información, se había convertido casi como un cuento de nunca acabar.
Cuando pensé que ya todo estaba casi listo, llegó otro momento importante: buscar una editorial que quisiera publicar el libro. Hoy día, publicar un libro no es tan complejo como antes. Pero, ante la crisis económica que vivimos, el reto es conseguir una buena editorial que desee publicar e invertir en lo que uno cree que es bueno, pero que no necesariamente lo es. Hoy las editoriales no se pueden dar el lujo de publicar cualquier libro y tener pérdidas económicas o cajas de libros amontonadas en almacenes; o en el peor de los casos en las marquesinas de sus casas. Yo tuve la dicha y fortuna de que Ediciones Callejón, una de las mejores editoriales en Puerto Rico, acogiera con agrado la publicación de este texto.
Como señala el distinguido profesor Gervasio García en la contraportada de mi libro, “esto no es un cuento chino más”. Durante los pasados años, muchos han utilizado la imagen de los chinos para crear personajes de ficción, construyendo en ocasiones visiones erróneas y estigmatizadas aludiendo a la casualidad. En mi caso, estudiar a los chinos no fue una simple casualidad. En el libro presento historias de vidas, micro historias, no importa como quieran llamarle. Parte de la historia de mi padre y madre, de mi propia historia y la de miles de chinos que trataron de buscar la prosperidad. En fin, más de tres siglos de historia que abarca la presencia china en la Isla. Estas historias reales, no ficticias, nada fáciles de construir, van más allá de la fantasía y la imaginación. Con este libro, les presento lo que significó y significa ser chino en Puerto Rico.
Me resisto a identificar a los chinos como una comunidad invisible, como algunos medios y artículos le han denominado. Con alrededor de 17,000 habitantes y 600 restaurantes en la Isla, ¿cómo una comunidad puede ser invisible? Cómo es posible denominarla de esa manera, cuando no hay pueblo de nuestra Isla sin restaurante chino. Más visibles no pueden estar. Los chinos son una comunidad callada, tranquila y trabajadora, nada problemática. No confundamos la palabra invisibilidad con algo que no necesariamente los identifica. La mal llamada invisibilidad, al igual que ocurre con muchas otras cosas, solo viene de nosotros, que los hemos ignorado.
Lamento no presentar en el libro una historia de éxito; esta es una historia de sobrevivencia, única, injusta y trágica. Una historia paralela a la que viven muchos escritores, historiadores y otros profesionales comprometidos con su disciplina en estos tiempos. En mi caso, tardé más de 12 años en realizar la investigación, redacción y edición de este libro. Hubiese querido terminarlo antes, pero algunos investigamos sin recursos económicos, ni tiempo, teniendo que enseñar 8, 10 y hasta 12 cursos cada semestre; no para vivir, sino para sobrevivir. Muchos no contamos con un trabajo permanente, pasamos más tiempo en nuestros autos que en el propio salón de clases, no tenemos ni plan médico y tenemos que mendigar semestre tras semestre por un par de clases en distintas instituciones. Muchos existimos a base de la sobrevivencia diaria, no muy distinto al caso de los confinados chinos y otros grupos de inmigrantes alrededor del mundo. No quisiera tener que decirlo, pero, vivimos en un país donde muy pocos auspician, valoran y apoyan nuestro trabajo, dedicación, esfuerzo y empeño en la investigación y escritura. Y ni hablar del descarado padrinismo y favoritismo, evidente tanto en las instituciones públicas como en las privadas. Así es la historia, no necesariamente siempre tiene un final feliz y justo, como las novelas.
Con perseverancia, disciplina y la ayuda de muchos, logré más de lo que me propuse. En pocos meses de circulación del libro, la reacción del público ha sido muy buena, en especial de la comunidad china. Ahora, más que nunca, estoy seguro de que los puertorriqueños somos mucho más que la consabida trilogía cultural.
Aprovecho este espacio para agradecer esa gran acogida que ha tenido el libro. En especial, a todos los que han sacado de su tiempo para estar en las presentaciones realizadas; todavía quedan algunas. La alegría y nostalgia de haber culminado un libro solo se compensa comenzando otro. Pero por el momento, solo me queda esperar que los lectores disfruten de Los chinos en Puerto Rico, tanto como yo disfruté el proceso de hacerlo.