Reseña de El cuerpo del milagro, de Juan Carlos Quintero Herencia
Ser isla. Vivir “en un puente de arena”. Como el mangle, flotar raíces. En El cuerpo del milagro (2016), el poeta y académico Juan Carlos Quintero Herencia, aborda a través de un alucinante imaginario acuático la condición del ser-isla. Más que leer, parece que nadamos en ese “caldo que preparan las sirenas”, piel con piel, escama contra escama, con toda la fauna marina: peces, moluscos, cangrejos, caracoles, esponjas; el libro, convertido en criatura de mar, va dejando su rastro de sol, de viento, de sal. Incluso los paisajes más urbanos así como los fríos inviernos en Maryland, tienen su deuda con el salitre. No obstante, esta fijación con todo cuanto remita a la isla o a las islas, no se traduce en una celebración de la cultura o del ethos nacional. De hecho, lejos de poetizar la vida de los trópicos, o de evocar, desde la típica nostalgia que emerge en la distancia, una imagen integradora de la isla, el lenguaje y el paisaje evocados aquí, remiten a un desorden recurrente, a un cierto caos que parece dominar la vida de los pueblos del mar.
Desde el primer poema, “Naturaleza muerta”, todo lo que rodea a la isla aparece bajo el signo de la suciedad y la enfermedad:
Sobre la esponja hinchada
el viento va apiñando lancetas,
su vigilia sobre la isla despliega
saciada su corrosión diminuta,
ponzoña que se retira,
cangrejos que la merecen,
la bella dormita tras el festín.
Desposados el mercader, el Líder, la congregación,
sus autos, sus peinillas, sus pozomuros,
concebidos y untados al sedimento de la caverna marina,
mueren de ruido y pringue,
molusco que hiede en la sombra,
basural bajo la palma que merodea el perro sato.
Enredada en la verja como un temporal,
la vieja mata de parcha ahoga la extensión del algarrobo,
los rótulos estrenan óxidos…
Palabras como “lancetas”, “corrosión”, “ponzoña”, “pozomuros”, sintetizan una mirada muy particular en torno a la isla. El paisaje es tan corrosivo como los personajes que la habitan: “el mercader, el Líder, la congregación”, son entidades tan bajas como “el molusco que hiede en la sombra”, o “el perro sato” que merodea el basural. Incluso, hasta cuando lo que se evoca es la luz, esta se describe en términos negativos: “…esta luz hace de la hoja un espejo sin escrúpulos/ irresponsable que no revela ningún cuerpo/ ningún vidrio, / luz inacabada y golosa…” (“Un día claro: superficie dos”). Por momentos, El cuerpo del milagro dialoga con “La isla en peso”, de Virgilio Piñera, en tanto ambos textos ofrecen una versión negativa de la isla, una versión que, para decirlo muy sucintamente, arroja luz sobre lo pobre, lo bajo, lo decadente, y lo perverso, rompiendo así con una tradición que prefiere un arte cuyo fin sea realzar, a través de la imagen poética, los valores cívicos y espirituales de la nación.
El libro consta de cuatro partes: Mirabilia, Arena en los ojos: culinaria, Linfáticos, y Umbra. En Mirabilia, el ojo, y todo lo relacionado a él, como la visión y la ceguera, ocupa un lugar central. En esta parte el poeta es un espectador que observa, no sin cierto desdén, las circunstancias que rodean a la isla: “El paisaje del Caribe es esta alharaca de guineas, / la papaya que devora al murciélago, / hojarasca a la que la brisa añade una bolsa de plástico” (“Teluricidad marina”). Quintero Herencia se da a la tarea de des-poetizar una serie de imágenes que han condicionado nuestro propio diálogo con la isla, y con la condición del ser-isla. Esa bolsa de plástico redirige nuestra mirada: en vez de un mar cristalino, un “pozomuro”; en vez de un cielo claro, “un basural bajo la palma…”
Pero no todo son bolsas de plástico, ni murciélagos devorados por papayas. De hecho, uno de los atributos más notables de Quintero Herencia es la fluidez con la que se mueve exitosamente por varios registros, sin traicionar su voz. Abundan en El cuerpo del milagro poemas de una belleza sobrecogedora que contrastan con los fragmentos ya citados: “Esta noche mi cuello es una columna y/ la noche se ha llenado de pájaros turbados…” (“Insomnio”); “La luna es un címbalo de arena/ dejado en la oscuridad por la oscuridad” (“Litoral acústico”); “Como la cabeza de una tortuga que rasura el sol de la laguna, / el misterio medita incluido en ti” (“Posteriores postres”). El poeta se las arregla para, en medio del ruido y el sofocón isleño, entregarnos la música ciega de la noche, audible en ese címbalo de arena que se ha quedado solo y a oscuras.
Los poemas de la segunda parte son los más barrocos de libro, y los más que se centran en el cuerpo. Esta parte, entre otras cosas, es un homenaje a Luis Palés Matos, a esa manera muy suya de poetizar lo que, hasta ese entonces, no había nacido para ser poesía. El lenguaje empleado aquí es más explícito, más voluptuoso, más sensual. Los ritos culinarios que inician esta parte son escenarios sangrientos en los que la muerte y la vida convergen bajo la mirada de Oggún: “El vientre excavado muestra un colibrí hirviente, / las entrañas su hedor cedían y sus mierdas oscurecían […] La sangre entonces coagula/ ya resina, / vulnerada en su capilla” (53). Hasta cierto punto, los ritos culinarios son una extensión del paisaje decadente descrito en la primera parte del libro. No obstante, la decadencia, lo crudo, lo explícito, eso que seguramente ofenderá el recato de muchos, no está exento del misterio, ni es inmune a la belleza. De modo que, la fijación en el cuerpo no pasa por alto el misterio poético que lo habita. En el poema que le da título a la colección, el cuerpo de la amada es aquello que, aunque se deje poseer, sigue siendo un enigma, un misterio irresuelto, un recinto otro que no se puede asir del todo:
De su cuerpo deseo lo que nunca podré ver,
adoro el parpadeo negro de su carne,
que me devuelve la mirada
donde el ardor pide perdón al fuego […]
Lo que amo de su cuerpo apenas estuvo aquí,
lo que seguiré amando en su desaparición y la mía
su inmediatez imposible,
su inmediatez eterna,
su inmediatez desvanecida,
el sol muerto de sus temblores,
la obscenidad de todo ojo/ en ese recinto.
En este bellísimo poema, el milagro consiste en la persistencia del deseo, de la pasión, y del amor, a partir de los cuerpos, pero también a pesar de ellos. Amar lo que no se puede ver, amar a ciegas, amar lo que apenas estuvo, amar después del cuerpo, que es como decir, amar después del tiempo, o fuera de él.
En la tercera parte, “Linfáticos”, la voz del poeta comienza a hablar desde una experiencia más íntima. Es decir, va cediendo su lugar de espectador para convertirse en actor. La isla reaparece, aunque ahora se experimenta desde un adentro que incluye la experiencia urbana. El mar, los caracoles, el cangrejo y las esponjas siguen siendo parte del contexto y del paisaje, pero el foco ahora se centra, no en los objetos en donde se posa la mirada, sino en el ánimo del poeta: “Un día nublado/ común y sereno en su machaca de humedad, / un día manso/
apendejado ante la crisis…” (“La mitad de la semana: resonancia magnética”). Desde este poema, el primero de la sección, se sientan las pautas de una expresión poética más dada al narrar—en esta parte los poemas son más largos—, y más dada a la introspección, revelando a ratos un yo que sufre:
…un día nublado y uno con este vahído seco
apretuje largo en el pecho,
una tensión suspirada,
un día imantado
llega de golpe como un apagón, angustia sin anunciarse.
¿Hacia dónde ahora echar esta aguaviva invisible?
que desea quedarse a dormir dentro de uno?
La angustia, el cansancio, la frustración, y la desorientación son temas recurrentes en esta parte, y aparecen ligados a las condiciones que determinan la vida en la isla. La intimidad creada en estos poemas surge, entre otras cosas, por las situaciones tan específicas y tan familiares referidas por Quintero Herencia. Por ejemplo, versos como: “Todo el mundo toca sus bocinas, / para esto sí se ponen de acuerdo…” (“Plegaria en el tránsito”), o, “Camino desorientado por un barrio de Río Piedras […] Estoy perdido entre nombres de personas y apellidos desconocidos […] Accedo al sentido y a la diferencia de la palabra archipiélago, como un cangrejo” (“Hora de almuerzo”), sitúan al poeta en una realidad concreta: en un tiempo y en un lugar exactos, aunque se trate del tiempo absurdo de un tapón, o de un lugar, como ese laberíntico barrio, que nos desorienta.
En la última parte del libro, “Umbra”, la voz poética regresa al hogar, lejos de la isla. Hay una monotonía muy bien construida en estos poemas. Las palabras, antes raudas y hasta violentas, se deslizan ahora muy despacio y como en voz muy baja, logrando una profundidad y una intensidad que emerge a partir de la calma que suscita la rutina: “He vuelto a la zona donde el invierno fija su reloj/ sobre la misma luz de las cinco de la tarde y/ un pez bajo el sol no centellea […] ahora me cobijo entre los ojos de mis hijos y el cuerpo de mi esposa…” (“Cambio de hora”). En estos poemas la familia se revela como la única patria posible, y es solo a partir de ellos que se puede experimentar algo así como una plenitud: “Mis hijos acostados en mi cama/ desaceleran el tiempo de mis pensamientos desordenados, / la nada de mis preocupaciones…” (“En su tinta”).
Estos poemas que toman lugar en Maryland construyen un adentro y un afuera que no habíamos visto antes. Ese afuera que se mantiene a raya se manifiesta a través de la presencia distante de los vecinos: “Triunfantes, / encaminados hacia la nada/ como los grandes adjetivos, / se suceden los rostros del vecindario” (“Cambio de hora”); “…la brisa se recoge sobre mi cabeza y/ el vecindario que nada sabe, me saluda” (“Visión en Maryland I”); “El vecindario que solo imagina, a veces, / lo que la música le permite, / me saluda” (“Visión en Maryland II”). En estos poemas nos queda la imagen del poeta, mirándolo todo desde la ventana, separándose de ese mundo en donde parece sentirse como un pez en pecera ajena. Pero de este desacomodo, que es más existencial que geográfico, lo salva una y otra vez la familia. Después de todo, la isla sigue ahí, en la prole, en la cara de su hija cuando cierra los ojos, o en el cuerpo de su hijo, desnudo en la bañera: “…el pequeño Buda trenza su archipiélago … / Yo no he sido nunca este fragor sino ante mi carne/ que extrañada en el retozo de mi hermoso príncipe/ ensaya la soledad de los mejores castillos de arena” (“Baño de Gustavo”).
El cuerpo del milagro es un libro complejo e inteligente, riguroso en sus desbocamientos, y generoso en sus momentos de mayor recogimiento. Como todo buen libro de poesía, Quintero Herencia nos insta a ver y a escuchar el mundo desde un lugar nuevo. Por eso, cuando leemos un verso como este, tomado de “Litoral Acústico”, “¿Escuchas la música extraordinaria del sol?”, luego del asombro en la que una imagen así nos deja, comenzamos a escuchar, en efecto, la extraordinaria música del sol.
A punto ya de terminar esta reseña, me doy cuenta de todo lo que no he dicho. Me doy cuenta de todo lo que me falta, como el extraño y hermoso hecho de que todos los poemas (escritos y reescritos entre 1992- 2015) estén acompañados por notas al pie. Compensemos esta falta, los límites de esta reseña, leyendo El cuerpo del milagro, y aceptemos la invitación que nos hace Quintero Herencia a perdernos en el goce que produce el alineamiento de ciertas palabras: sus formas, sus sonidos, sus excesos, sus precariedades. Su ritmo arcano, su música ciega.
[El cuerpo del milagro puede ser adquirido en la librería La Tertulia, Río Piedras, Puerto Rico.]