Rodolfo Morales o un diálogo imaginario
Mis amigos Lynn y Larry Foster conocen México de norte a sur, de este a oeste, de Chetumal a Tijuana, de Veracruz a Acapulco. Y aunque disfrutan mucho de Ciudad de México y la visitan con frecuencia para estar al tanto de las actividades culturales que allí cunden y aunque su gran pasión mexicana es la cultura maya, decidieron vivir en Oaxaca, esa ciudad mágica cuyo centro parece una ilustración para un manual de historia que quiere presentar el intento de los colonizadores españoles por crear ciudades racionales con un plano damascado que encarnaran una visión utópica del Nuevo Mundo, utopía que debía distanciarse de los vicios y los males del Viejo. En varias ocasiones Larry y Lynn me han abierto las puertas de su casa oaxaqueña en el barrio de San Felipe del Agua, barrio que desde el siglo XVIII suple a la ciudad del preciado líquido al que su nombre apunta y que antes estaba separado del centro pero ahora se ha incorporado al mismo, aunque todavía tiene su carácter propio y está a una cierta distancia que hace necesario el viaje en pesero o guagua para llegar a la utópica Oaxaca de las tarjetas postales. Parte de las muestras de la gran hospitalidad de mis amigos consiste en llevarme a pueblecitos de los alrededores de la ciudad a los que muy pocos visitantes regularmente llegan porque están fuera de las rutas fácilmente accesibles y, por ello, requieren de transportación privada.
Es que Larry y Lynn tienen – o tenían: hace tiempo que no los veo – lo que en México llaman un “vochito” y en Puerto Rico un “volky”, un viejo escarabajo Volkswagen.. El suyo es de color azul celeste. Como tengo la manía o mala costumbre de nombrar las máquinas que me sirven, bauticé el auto de los Foster “Chelito”, por su color y porque el nombre me hacía imaginarme a una coqueta chica mexicana, imagen que el auto mismo me imponía. Por ello, hasta galantemente le compré un medallón de la Virgen de Guadalupe, la Patroncita, para colgarle en su espejo retrovisor. En “Chelito” he viajado con mis amigos y he visitado, por ejemplo, pueblecitos de la Sierra de Oaxaca que poca gente conoce.
Exactamente el 6 de julio de 2000 Larry y yo salimos de excursión en “Chelito”. Lynn no podía acompañarnos porque tenía que corregir las galeradas de un libro en que ya iba a salir publicado. Nuestra excursión la dejaba sola en la casa, en tranquilidad plena para poder dedicarse a sus anchas al último paso en el largo proceso de la escritura y publicación de su manual de historia de México. Nosotros, en cambio, teníamos como meta llegar hasta Ocotlán, un pueblo al sur de la ciudad de Oaxaca que había sido transformado por el interés y la generosidad de uno de sus naturales, Rodolfo Morales.
La vida de Morales parece sacada de un libro. Nació en el pequeño y provinciano Ocotlán en 1925. En 1949 se mudó a Ciudad de México donde estudió en la Academia de San Carlos y donde, más tarde, trabajó por años, de 1953 a 1985, como profesor de dibujo en una escuela pública de esa ciudad, en la Escuela Preparatoria Número 5. Siempre siguió pintando y tuvo un relativo éxito en el cerrado mundo de las galerías capitalinas. Parece ser que las puertas de éstas se le abrieron cuando exhibió sus cuadros, llenos de brillantes colores que recuerdan el arte popular de su país y de figuras de corte primitivo que hacen pensar en un cruce entre Tamayo y Chagall, en una galería en Cuernavaca en 1975. La exposición estaba dedicada a una conocida escultora, amiga de la dueña de la galería y figura de la élite social de esa ciudad. Los cuadros de Morales debían sólo servir para rellenar las paredes, para que así las esculturas no se vieran en un vacío y hasta para que se luciera más. La sorpresa se dio cuando Tamayo asistió a la apertura invitado por la dueña de la galería. Éste ignoró por completo las esculturas que debían ser el centro de atención de la muestra y quedó tan impresionado con la obra de Morales que compró de inmediato tres de las pinturas allí expuestas. Los asistentes siguieron el ejemplo del maestro y esa noche se vendieron todos los cuadros de la exhibición y hasta se tuvo que improvisar al instante una lista de espera de coleccionistas interesados en adquirir piezas suyas. La dueña de la galería tuvo que comprar una de las esculturas de su distinguida amiga para que ésta no se sintiera completamente eclipsada por el triunfo del pintor desconocido.
Esta exposición le abrió ciertas puertas en el mundo del arte a Morales. Pero su éxito fue relativo. Por años, por ejemplo, el Museo de Arte Moderno de Ciudad de México no había adquirido obra suya, lo que implicaba que no era parte del canon oficial del arte nacional. Más tarde Morales fue “descubierto” por historiadores de arte estadounidenses, especialmente por el profesor Edward Sullivan, quien lo incluyó en una importante exposición colectiva de arte mexicano, ¨Aspects of Contemporary Mexican Painting¨, que organizó en 1990 en Nueva York para la America Society. Sullivan veía la obra de Morales como evidencia de un indicio de cambio en la pintura mexicana y como la puerta que abría oportunidades y posibilidades a otros artistas, a Nahum Zenil, a Rocío Maldonado y hasta a Julio Galán, por ejemplo. Unos años más tarde, en 1997, The Mexican Museum de San Francisco le dedicó una exposición retrospectiva, “Juegos y evocaciones”, que le dio aun mayor solidez a la posición de Morales en el mercado internacional. La venta de su obra incrementó considerablemente y le proveyó una muy cómoda solvencia económica. Lo curioso de este éxito de mercado es que, tras jubilarse como instructor de arte, Morales regresó a Ocotlán e invirtió sus ganancias en ayudar a su pueblo natal.
La llegada del hijo pródigo transformó dramáticamente el pequeño pueblo. El artista se compró una inmensa casa en el centro donde montó su taller y varias facilidades para los jóvenes del pueblo, entre éstas una sala de computadoras donde los chicos tenían acceso gratuito a la red a través de más de dos docenas de máquinas. Además de renovar la plaza central, de plantar árboles por todo el pueblo y de remozar otros edificios antiguos, la fundación que fundó y que todavía hoy funciona, la Fundación Cultural Rodolfo Morales, se alió con la Fundación Paul Getty con el propósito de restaurar múltiples iglesias y capillas barrocas que quedaron abandonadas en pueblecitos cercanos y aun más pequeños que Ocotlán. Su regreso definitivo cambió al pueblo, aunque ya antes, cuando aun vivía en Ciudad de México, había hecho gestos de apoyo a la comunidad, como pintar murales en la alcaldía, primero en 1954 y más tarde en 1978. La generosidad de Morales definitivamente transformó su pueblo natal.
Y Ocotlán era el destino mío y de Larry ese 6 de julio de 2000. Pero en el camino a ese pueblo estaba otro: San Bartolo Coyotepec, un pueblecito conocido por su cerámica. Allí habíamos estado Lynn, Larry y yo antes en busca de obras de sus conocidos artesanos y de los de las cercanías. Ese día descubrimos que habían abierto en el pueblo una especie de galería que tildaban de museo, aunque era un lugar muy pequeño y limitado como para verdaderamente merecer ese nombre. A pesar de ello Larry y yo pagamos la taquilla y entramos al llamado museo. Había piezas a la venta, pero nada que nos llamara de verdad la atención, aunque había varias de Daniel Salas, un ceramista que juega con los patrones de la cerámica negra tradicional de Oaxaca para crear piezas muy originales. Ya tenía yo una pieza suya, así que decidí no comprar nada de lo que vi en la galería. Además tenía que pensar en el viacrucis de cargar con una frágil obra de cerámica en auto y en avión hasta mi casa. Pero en esa galería que se llamaba museo hallamos un catálogo de una exposición de la gráfica de Morales que se había celebrado en Oaxaca en 1997. Decidí comprarlo por mi interés en su obra – ya tenía un grabado suyo – y entusiasmé a Larry para que adquiriera una copia él también. Veía yo el hallazgo de ese catálogo como un presagio positivo o un signo de buen agüero. Tras la breve parada en San Bartolo, seguimos rumbo hacia nuestro destino.
Al llegar a Ocotlán nos dimos cuenta de inmediato que el pueblo definitivamente es un lugar provinciano transformado por la generosidad de Rodolfo Morales. Turistas no había a pesar de la belleza del lugar y el pueblo seguía siendo eso: un simpático pueblecito provinciano y aburrido. Pero lo que más me impactó, porque era más que evidente, era el respeto que toda la población sentía por Morales. Él era, no cabía duda, el verdadero centro del pueblo.
Nos acercamos a su casa, estudio y centro comunal. Discreta y tímidamente miramos hacia el patio interior a través de un portón de rejas: era una gran casa señorial de la que entraban y salían jóvenes. Uno de ellos se nos acercó y sin borrar una gran sonrisa de sus labios nos preguntó: “¿Vienen a ver al Maestro?” Y sin dejarnos responder nos abrió el portón enrejado y nos encaminó, casi cogiéndonos de la mano, hacia el estudio de Morales; nos llevó hasta allí mismo y nos presentó al artista quien dialogaba con un joven mientras trabajaba en “collages”, medio que lo entusiasmó durante los últimos años de su vida. (Unos meses más tarde, justo el 30 de enero 2001, moriría Morales.)
Al entrar al estudio vimos que el guapísimo joven de marcadas facciones indígenas que lo acompañaba salía apresuradamente como un celaje. (Las preferencias sexuales del artista eran conocidas por todos y se refleja en su obra tardía.) Pero más tímidos que el joven que desaparecía nos sentíamos Larry y yo a quienes nos habían llevado al estudio del artista de forma apresurada y sin que nadie nos anunciara. Morales también actuaba de manera tímida, aunque no enojado. Tenía que estar acostumbrado ya a estas visitas no anunciadas, aunque nunca se acostumbró a ser el centro de atención y era evidente que prefería estar en tranquilidad con la gente de su pueblo, quienes lo trataban con respeto, pero como uno de ellos, a estar con desconocidos que alababan su obra. Sabía que me tocaba a mí hablar y traté de entablar una conversación.
¿Sobre qué se habla con un artista a quien uno admira si se llega a él, así, de sopetón, sin haberse preparado uno para el encuentro? Veníamos a ver lo que Morales había hecho por Ocotlán y sus alrededores, especialmente las capillas barrocas restauradas, pero jamás nos imaginamos que íbamos a conocer al artista mismo. El encuentro fue una especie de anticlímax: para Morales, para uno de sus ayudantes que vino a acompañarlo (no el joven que salió precipitado del estudio), para Larry y especialmente para mí. Por ello actuamos todos con una timidez que bordeaba en la franca torpeza social. Saludos, presentación, tartamudeo, elogios por su labor para el beneficio de su comunidad, más tartamudeo, interés por la restauración de iglesias y capillas, expresiones de admiración por su obra, mucho tartamudeo más, despedida apresurada y torpe: esos fueron los componentes de esos cinco minutos que duró nuestro encuentro. Morales podía mantener el silencio del gran artista porque el intruso era yo, más que nosotros, y, sobre todo, porque me tocaba iniciar y mantener ese diálogo que no se dio.
Más de una década después de ese torpe encuentro pienso en lo que le pude y quise preguntarle a Rodolfo Morales en ese momento, pero que no le pregunté porque me quedé mudo – ¡yo mudo! – ante la figura del artista por la sorpresa del encuentro. Él ya no está para responderme, pero está su obra que quizás sea más elocuente que su creador mismo. Ahora, me siento cómodamente en el sofá del salón de mi casa, con un trago en la mano, rodeado de catálogos y libros de arte que reproducen sus piezas y pienso en ese momento de torpeza, en esa oportunidad perdida y mantengo un diálogo imaginario con el pintor quien me responde a través de sus cuadros que escudriño detenidamente en un intento de oír su voz a través de los colores y las figuras. Sólo le hago tres preguntas.
¿Por qué regresó a su pueblo natal tras su triunfo en la capital y fuera del país?
No regresé a Ocotlán porque nunca me fui de Ocotlán. Ocotlán – y repito el nombre de mi pueblo para ser claro o, mejor, enfático – está en toda mi obra, hasta en la imaginaria vista de París que pinté en un mural para la estación del metro de Bellas Artes en Ciudad de México. Va a pensar usted que tengo un inmenso complejo de superioridad, pero puedo decir humilde y honestamente que Ocotlán soy yo, como si fuera un rey francés exiliado en mi pueblito. Por eso mismo no he titubeado un minuto en invertir todas las ganancia económicas que he logrado con mi obra en hacer mejoras para el pueblo. No lo hago por altruismo, como algunos creen. Lo hago porque es lo que más satisfacción me da. Pienso en estos jóvenes que vienen a este centro comunal que he abierto. Ellos son yo y yo soy ellos o ellos son lo que yo quise ser. Pero lo mejor que he hecho por mi pueblo es recrearlo o inventármelo, a la vez, en los murales de la alcandía. Sé que ya ha visto esos murales y sé que usted, como profesor de literatura que es, se dio cuenta que mi Ocotlán es un nuevo Macondo, mi Macondo, donde la realidad y la maravilla viven juntas y copulan para producir mi obra. Mi obra es Ocotlán y Ocotlán es mi obra.
¿Quiénes son esas mujeres que pueblan sus pinturas?
A un nivel biográfico pueden decir – pueden, pero no puedo, porque yo no lo digo – que esas mujeres son mi madre y mi tía. Ellas fueron muy importantes en mi vida, pues me formaron. Pero todas las mujeres de Ocotlán son mi madre y mi tía – las vendedoras del mercado, las señoras que van a la iglesia, las que se pasean por la plaza o cuidan a los niños – porque todas ellas me enseñaron a cultivar una especie de ternura para con el mundo – seres humanos y objetos materiales también – que me ha servido para poder sobrevivir. Así es que he sobrevivido. Muchas veces las mujeres que pueblan mis cuadros se transforman en ángeles o se asocian con ellos. En esta sociedad machista en la que me crié se me alienaba y de mí se burlaban porque me identificaba con esas mujeres. Pero ha sido esa lección aprendida de ellas la que me ha facilitado la sobrevivencia. He sobrevivido y he triunfado porque he aprendido que la ternura es un arma eficaz para ganarle la partida a la dureza y a la mezquindad y al machismo y hasta a la fealdad. El humor también puede servir la misma función, pero yo tomé el camino de la ternura.
¿Cómo expresa su sexualidad en su obra?
Sólo me atreví a expresar algo abiertamente mi sexualidad en mi obra tardía. Sé que le gustó mucho a usted el cuadro del hombre desnudo con la bandera mexicana que vio en mi estudio aquel 6 de julio que con timidez y torpeza me visitó en Ocotlán. Pero ese cuadro es relativamente raro en mi obra. En los ¨collages¨ tardíos fue donde más abiertamente expresé mi sexualidad. No es un tema tan central en mi obra como en la de mi amigo y colega Francisco Toledo, quien ve lo sexual en toda la naturaleza, especialmente en los animales. Pero siempre la sexualidad en mi obra está cubierta por una capa de poesía y de juego estético; nunca es cruda ni lasciva. En esos “collages” tardíos y en el cuadro que tanto le gustó, que también es parte de mi última producción, la sexualidad se transforma en sensualidad y ésta llega a mí por la ternura. Me feminizo en mi obra, pero eso no es una falla. Al contrario, es un privilegio. Lo que ocurre es que nuestra sociedad machista no puede aceptar ese proceso. Pero me quedó muy poco tiempo para pintar desde aquel el día cuando usted entró por unos cinco minutos a mi taller. Si hubiera tenido más tiempo para crear muy probablemente hubiera desarrollado mejor y más detenidamente ese aspecto de mi obra que usted detectó en un solo cuadro.
Éste es el diálogo imaginario que hoy, 16 de febrero de 2013, tengo con Rodolfo Morales para compensar por la timidez y torpeza que me dominaron durante esos cinco minutos que compartí con él el 6 de julio de 2000. A pesar de mi actitud de aquel momento, actitud que se podría clasificar de adolescente, recuerdo el encuentro, que no llegó a ser una breve visita, a pesar de las palabras del pintor, con gran cariño y nostalgia. Sólo debo añadir dos datos sobre ese día para completar el recuento de este encuentro, el real, no el imaginado.
Primero: al salir del estudio de Morales le dije a Larry que me sentía incómodo y decepcionado conmigo mismo. Llegamos al auto y recordé los catálogos que habíamos comprado en San Bartolo. Me envalentoné como reacción a mi timidez y mi vergüenza de hacía unos minutos y decidí regresar al taller del pintor. Así lo hice. Con timidez y diplomacia toqué a la puerta (¿Estaría allí de vuelta el hermoso joven que huyó cuando entramos?) y le pedí a Morales que, por favor, nos los autografiara. Él, generoso como siempre, así lo hizo y los acompañó con sendos dibujos. Recuerdo que a nuestro regreso a Oaxaca Larry le regaló su catálogo a Lynn como muestra de cariño y como premio por haber completado su nuevo libro. El mío lo guardo aun como lo que es, un tesoro. ¿En qué manos llegará a parar algún día?
Segundo: en el camino de regreso a Oaxaca volvimos a pasar por San Bartolo de Coyotepec. Le pedí a Larry que nos detuviéramos brevemente y que paráramos en el taller de Daniel Salas. Entramos y sin titubear, como si conociera perfectamente bien todo lo que allí había, aunque jamás había estado en ese lugar, me dirigí al estante donde estaba una pieza de cerámica única y muy particular. Era la versión de Salas de un perro de Colima. El maestro ceramista se inspiró en esta imagen arquetípica del arte prehispánico del noroeste de México para crear su propia obra. Creó un perro negro y juguetón que lleva en la boca un elote, una mazorca de maíz. Era el único que Salas había hecho. Lo compré y lo cargué de San Bartolo a Oaxaca, de Oaxaca a la Ciudad de México, de Ciudad de México a mi casa e intacto y feliz convive desde entonces conmigo. Es otro tesoro que guardo como oro en paño. Lo llamo Rudy en honor a Morales. Sé que, como él fue un hombre lleno de una especial ternura que lo ayudó a sobrevivir y a apreciar toda la belleza a su alrededor, le hubiera gustado mucho mi pequeño homenaje.
Siempre que veo esta pieza de cerámica pienso en ese diálogo que nunca tuve con Rodolfo Morales. Pero, ¿no es siempre mejor dialogar con la obra arte y no con su creador?