Salón Boricua
Traspasar el umbral de la puerta del Salón Boricua siempre ha sido un salto a lo inesperado. Por eso, cada tercer sábado de mes no fallo a mi cita de las dos de la tarde para recortarme en la histórica barbería. Don Nico siempre ocupa la silla central. Con las mismas tijeras con las que dibujaba un rayo en la cabeza de un joven corpulento, con tatuajes en los tríceps, el cuello y la pantorrilla, me indicó que le quedaban dos clientes antes de mi turno. Me senté en una de las sillas de barbero que están en desuso y saqué el periódico. Era la excusa perfecta para observar lo que, como cada tercer sábado, habría de suceder en aquel lugar mítico.
La señora que suele recoger el más mínimo cabello que cae al suelo, se acercó al joven de los tatuajes que no cesaba de enviar mensajes de texto por su Iphone y con la escoba le dio en los pies para que los levantara. El muchacho la miró con agresiva indiferencia y se tomó todo su tiempo antes de hacerlo.
—¿Por qué una dominicana se llama Cecilia y no Altagracia?— preguntó con sorna. Las risitas de los presentes presagiaron el inicio de la función. Cecilia lo miró. La conozco. Sé que estaba cargando su arma.
—Déjame ver cómo te explico y que lo puedas entender– le contestó mientras seguía recogiendo cabellos. Lo fue rodeando y le lanzó el primer golpe:
—Me imagino que te habrás leído Cecilia Valdés de rabo a cabo— le dijo mientras se le plantaba al frente, escoba en mano.
—Oh, esa es la gran novela cubana de don Cirilo Villaverde de finales del siglo XVIII.
Quien habló poniéndose de pie fue Andújar, un contratista cubano que tiene un amplio almacén que colinda con la barbería.
—De la cual se hizo una zarzuela en la que nuestra Ruth Fernández, como la esclava Dolores Santa Cruz cantando el “Po po po”, se la comió allá en La Habana de la década del cincuenta —soltó don Nico, interrumpiendo el protagonismo del que pretendía apoderarse el cubano. Andújar ripostó:
—Esa zarzuela es de Gustavo Roig.
—A lo que iba —se impuso Cecilia retomando el control de la conversación— A Santo Domingo llevaron, para esa misma época, la película Cecilia Valdés. Mi madre, descendiente de esclavos, la vio y le puso Cecilia a ésta negra que está aquí, que ya estaba a punto de salírsele de la barriga.
—Mija pues tú no has progresao na’, sigues siendo esclava —dijo el macaracachimba del área, levantándose de la silla para revisar en un espejo el perfecto rayo que le cruzaba el cráneo de un lado al otro. Lanzó el comentario como un escupitajo, como una ráfaga de desprecio. Dobló dos billetes de a cinco, se los entregó a don Nico y se dispuso a salir. Cecilia se le cruzó al frente de la puerta y le cerró el paso.
—Déjame decirte algo, ya que aquí nadie se atreve decirte nada. Yo escogí, y el esclavo no escoge. Escogí que, precisamente por llamarme Cecilia, no iba a hacer como el personaje de la novela, cifrar mis sueños en ascender en la escala social juntándome con un hombre blanco. Gracias a un compatriota tuyo, que me imagino que tampoco sabes quién carajo es, don Eugenio María de Hostos, defensor de los derechos de la mujer para educarse, fui a estudiar a un liceo basado en su filosofía educativa. Don Eugenio decía, «la razón no tiene sexo» y defendía las clases marginadas y minoritarias. Pues yo me eduqué y liberando mi mente con la educación liberé mi espíritu. Por eso combatí desde casi niña en contra de la dictadura de Trujillo, sobre todo, desde aquel 25 de noviembre de 1960 cuando se supo la noticia del asesinato de las hermanas Mirabal. Doce años después, como universitaria, me tuve que venir para Puerto Rico pues Joaquín Balaguer, que para mi fue tan malo como Trujillo, inició una persecución contra toda persona con ideas revolucionarias. Se frustraron mis sueños de ser maestra de literatura. Aquí he hecho de todo, con dignidad. Trabajo, cosa que tu padre nunca hizo y que tú tampoco has hecho. Si me ves en esta barbería barriendo los pelos que caen de cabezas como la tuya, de las que no sale otra cosa, es porque para mí es un honor barrer el piso donde Vidal Santiago, el barbero heroico nacionalista, que tampoco sabes quién es, se batió a tiros con la policía el 30 de octubre de 1950, no para defender un punto de drogas como tú haces, sino para defender la Independencia de Puerto Rico. Y don Nico, ese santo varón que usted ve ahí, que con tanta humildad te recorta esa cabeza vacía, fue herido en esa balacera. Pero eso tú no lo sabes, y peor aún, no te importa.
Terminado su argumento, burlona, le hizo una reverencia a Pimienta, que así se llamaba el tipo. El la fulminó con la mirada y salió. Cecilia sentenció:
—Ahí va a recoger dinero de sus esclavos.
Un pelo que hubiese caído en ese instante hubiese provocado un estruendo. Andújar quiso romper el silencio mientras se sentaba en la silla de don Nico, quien había escuchado el discurso de Cecilia con mal disimulada satisfacción.
—Eh… hum… la verdad es que esa novela retrató de cuerpo entero lo que era mi Cuba de… de…
—De principios del siglo 19 —le ayudó Cecilia reanudando el barrido.
—A mi me encantan las novelas costumbristas— dijo Andújar mientras don Nico le colocaba la bata.
—Bueno, —dijo Cecilia cambiando la bolsa del zafacón— lo que pasa es que la novela de Villaverde no es exclusivamente costumbrista. A mi entender tiene mucho del romanticismo y también de las escuelas realistas y naturalistas que cultivaron muchos escritores latinoamericanos del siglo XIX. Pero creo que la gran aportación de él es ese retrato de la sociedad esclavista de la Cuba de esa época, aunque fuera desde la perspectiva romántica de presentar al negro como salvaje bueno; un ser que debe blanquearse para así perfeccionarse. Eso no me gustó de esa novela, porque a mi entender sugiere implícitamente que a los negros no se les podía incluir activamente dentro del proyecto nacional cubano que liberales abolicionistas como él buscaban instaurar en la isla. La voz de los esclavos en esa novela, y sus testimonios, quedan confusos por sus dialectos o por el poco conocimiento del español. ¿No les parece?
Andújar se quedó momentáneamente con la boca abierta y don Nico, que no le quitaba los ojos a Cecilia mientras hablaba, embadurnaba con espuma de jabón la incipiente barba de su cliente. Distraído le metió la brocha en la boca. Andújar arqueó. Don Nico se excusó y todo el mundo botó la tensión acumulada de los minutos previos con una sonora carcajada.
Entró en ese momento a la barbería un joven delgaducho, de espejuelos gruesos y pelo negro enmarañado, con una guitarra como mochila y unos carteles en la mano.
—Vaya, lo están pasando bien. Don Nico ¿puedo poner este cartelito por ahí para anunciar el recital que tengo el viernes en Coribantes?
—¿Con qué invento vienes ahora, Mikie? Aquello de las canciones basadas en la poesía de Palés te quedó bien.
—Vengo con Agueybaná y otros cantares. Para tocar el tema indígena en la nueva trova.
—Ese Tony Croatto se la comió componiendo esa canción —acotó el cubano en un nuevo intento de aportar algo.
—Pero la letra no es de él, es del alemán-argentino Axel Anderson— aclaró Mikie.
—O sea, que la canción que homenajea a nuestro cacique bravío Agueybaná la escribe un alemán-argentino y la musicaliza un italo-uruguayo. ¡A la verdad que en este país hay que joderse!— comentó don Nico delineando cuidadosamente con la navaja la base de las patillas de Andújar.
—¿Y alguien no le hizo una canción así al Enriquillo de ustedes, Cecilia?— volvió a intervenir Andújar.
—Que yo sepa, no— contestó Cecilia.
—Bueno, —intervino Mikie a la vez que pegaba el cartel de su recital en un espacio disponible en la puerta— yo conozco bastante bien la trova dominicana y salvo algunas coplas campesinas que aluden a ese cacique no hay nada parecido a la canción Agueybaná. Claro, no podemos olvidar el exitazo Anacaona, de Tite Curet Alonso, que tan magistralmente cantó Cheo Feliciano.
—Lo importante de esa canción Agueybaná es que rompe con el mito ese de que nuestros indios eran dóciles y cobardes— añadió don Nico.
—Mi compañera, que es profesora universitaria, me habla mucho de la importancia de los mitos. De hecho, tengo entendido que Enriquillo es más un mito que otra cosa, pero basado en ciertos datos históricos.
—Ah coño, no me vengan a decir que el indio ese no existió— exclamó Andújar con un movimiento de manos que hizo que don Nico retirara de inmediato la navaja del área de la barbilla.
Cecilia intervino:
—No es que no haya existido, pero en el momento en que Manuel de Jesús Galván lo escribe es uno en que se están dando las luchas por la independencia de los pueblos americanos por un lado, y por otro, en términos literarios, el romanticismo decadente estaba buscando una literatura nacional que reafirmara la dominicanidad. Entonces, De Jesús Galván echa mano de la nostalgia de la raza indígena, un ejemplo bastante lejano para no comprometerse demasiado con el presente y, basándose en las crónicas de Bartolomé de las Casas, construye este símbolo nacional como modelo de lucha reivindicativa.
—Mi compañera le llama a eso el indianismo —agregó Mikie— que es muy distinto al indigenismo, donde no se evoca románticamente al indígena sino que se plantean las luchas emancipadoras desde la perspectiva del indio en su gesta liberacionista.
—Caballero, yo a la verdad que no entiendo un carajo. ¿Existió o no existió el jodío indio ese?— se agitó Andújar y don Nico se dio por vencido, y se retiró prudentemente, navaja en mano, para permitir que la discusión continuara.
—Vamos por parte. La matanza por parte de los españoles de indios en Jaragua, donde murió la reina Anacaona, es cierta. En las crónicas de Las Casas se menciona a un tal Guaorocuyá, sobrino de Anacaona, que sobrevive a la matanza, pero que después lo encuentran y lo ahorcan. Enriquillo aparece mucho más tarde en la historia y Don Bartolomé lo describe ya de adulto. Pero Galván aprovecha las lagunas históricas para construir este personaje que sobrevive a la matanza, se cristianiza, pero eventualmente las humillaciones que recibe por ser indio, a pesar de haberse “civilizado”, lo llevan a rebelarse, se va a las montañas y le propina grandes derrotas a los españoles —concluye Cecilia.
—Bueno, pero logró el propósito de crear un personaje histórico que le sirviera de orgullo a los dominicanos como la Cecilia Valdéz a nosotros los cubanos— repicó Andújar.
—Pero el planteamiento a mi entender es ambivalente porque Henriquillo, aunque se rebela, luego llega a unos acuerdos de convivencia pacífica, que en cierta forma ratifican la potestad de los españoles sobre el territorio que le arrebataron a sus antepasados— planteó Mikie.
—Lo que pasa es que estos escritores, Villaverde de Cecilia Valdés del que hablamos antes de que tú llegaras, y Galván, son liberales que plantean reformas o cambios, pero dentro del sistema español. La tocaya esclava fracasó en su intento de ascender socialmente porque el blanquito le tiró bomba y Enriquillo se conformó con un acuerdo de paz— aclaró Cecilia.
—Eso me suena a los que quieren el desarrollo del Estado Libre Asociado de Puerto Rico pero dentro de la cláusula territorial de los Estados Unidos— apuntó Mike y provocó una nueva risotada en los presentes. Se dirigió entonces a la puerta pero se detuvo:
—Está lloviendo a cántaros.
Un trueno inmenso acentuó lo que había exclamado. Otros sonidos le sucedieron.
—Pero esos no fueron truenos, esos fueron disparos —comentó un viejito que por primera vez levantaba su cabeza de una papeleta de las carreras de caballo a la cual le había dedicado toda su atención mientras se elucubraban teorías literarias en el Salón Boricua.
—Aquí los disparos son más frecuentes que los truenos— añadió otro que esperaba paciente por la papeleta que el viejito examinaba.
—Debe ser Pimienta defendiendo su negocio— dijo Cecilia con cierta ironía.
—Oye muchacho, pues ya que no te puedes ir por el aguacero, danos un adelanto de eso que tú vas a hacer en el teatro ese— dijo el cubano al que don Nico retornó a darle los toques finales.
—Es en el Coribantes, viniendo de Río Piedras por la Ponce de León, una cuadra antes de cruzar el puente donde “mataron a Pepe Díaz”.
—¿Quién era ese, otro de los socios de Pimienta?
Mikie se echó a reír de la expresión de Andújar y explicó:
—No míster lo que pasa es que ese Puente Martín Peña fue escenario de la defensa heroica de milicianos puertorriqueños frente a una invasión inglesa, con todos los hierros, en 1797. Los ingleses intentaron destruir el puente para evitar que los milicianos se sumaran a la defensa de San Juan. Lograron su propósito pero tuvieron un montón de bajas, ya que los isleños resistieron. Del bando nuestro murió el sargento criollo José Díaz. Y eso no es un mito. De ahí surgió la copla:
En el Puente Martín Peña
mataron a Pepe Díaz,
que era el hombre más valiente
que el rey de España tenía.
Mikie desenfundó su guitarra, la cual cargaba en la espalda, como un fusil, y comenzó a rasgarla de forma muy particular, rozando con su mano izquierda las cuerdas, sin definir un acorde en particular, provocando un sonido opaco, como un redoblante; con la mano derecha fue produciendo un ritmo cadencioso, vibrante, parecido a una rumba flamenca, sobre la cual procedió a improvisar una descarga en la que mezclaba algo de hip hop, un poco de reguetón y mucho del sabor afrocaribeño que nos une.
Suena, resuena y más suena,
El Caribe y su cultura
Don Alejo Carpertier,
el cubano, lo asegura.
El mar traslada este son
por las islas que lo baña
y sale del corazón,
del fondo, de las entrañas.
Lo repite Wico Sánchez:
“A amores los mezcla el son,
las huelgas, huelgas no son
si no suenan los tambores”.
Elevando sinsabores
como hacían los esclavos.
Villaverde dio en el clavo
con su retrato esclavista.
Luego Celia Cruz conquista
el son que sigo y no acabo.
Hombre y Mujer del Caribe
que somos hijos del sol
y la mezcla es el crisol
que nuestra piel siempre exhibe.
Luis Palés Matos lo escribe
pues lo ve en la mulatez.
Y la negritud ya es
común denominador.
Y danzando el bailador
por nuestra calle antillana
con esa historia que hermana
reflejada en el folclor.
Agueybaná en Borinquén
Enriquillo allá en Quisqueya:
raza que dejó una huella
no para mal, ¡para bien!
Aunque los mitos estén
de fondo hay una verdad:
es la insidia y la crueldad
con que bregó el español
al que se enfrentó el honor
buscando la libertad.
Si me deja el aguacero
con mi música a otra parte
me voy pues me llama el arte
aunque quedarme prefiero.
Y para serles sincero,
desde nuestro alto pico
a Quisqueya dignifico,
también a Cuba y su son,
porque dos hermanas son
del pueblo de Puerto Rico.
Un estallido de aplausos retumbó en la barbería seguido por truenos y tal vez uno que otro disparo. Mikie enfundó su guitarra y salió debajo de la llovizna. Cecilia se quedó todavía bamboleándose con el ritmo que se había quedado impregnado en la piel de los presentes.
—¡Coñoooo…como está el talento en esta tierra!— dijo el cubano.
—Y en la tuya, y en la de Cecilia ni se diga— sentenció don Nico mientras le ponía detrás de la cabeza a Andújar un espejo redondo, lleno de pequeñas manchas de hongos, para que observara cómo había quedado el cerquillo.
—El exceso de talento creo que es un mal caribeño— concluyó. Luego tomó la correa de afilar la navaja y mientras la pasaba rítmicamente por su superficie, ya pulida por los años, me hizo señas de que me tocaba el turno.
Me atreví entonces a hacer un pequeño comentario con el doble propósito de demostrar que no era mudo y a la vez provocar más discusión, porque en última instancia, a eso era que iba cada tercer sábado de mes al Salón Boricua, a recibir una cátedra de sabiduría popular:
—Una de las cosas que no me gustó de Enriquillo, cuando lo leí en mi tercer año de universidad, fue un asunto de verosimilitud que es tan importante en la novela histórica. No me convenció el que un niño de siete años tuviera la madurez de escoger el irse a las montañas con su tío, dejando atrás las comodidades de su casa con los virreyes españoles y la compañía de su prima Mencia, más los cuidados de su tía-madre, por un concepto tan abstracto como lo es la libertad a esa edad tan temprana.
Pasaron unos segundos. Apostaba a quien se iba a tirar al ruedo. Don Nico rompió el silencio:
—Déjame decirte algo que quizás te ayude a entender eso que te parece inverosímil. Yo tenía siete años el día que acompañé a mi padre a recortarse en la barbería de Vidal Santiago, primo de él, la tarde del 30 de octubre de 1950. Por el camino ya se escuchaban los comentarios de que esa mañana había estallado una revuelta nacionalista. Mi padre estaba ansioso de llegar a la barbería pues sabía que su primo era nacionalista y le quería preguntar por el desarrollo de los acontecimientos.
“Cuando veníamos a dos cuadras de la barbería, que quedaba aquí, donde estamos hoy, se escucharon ráfagas de disparos. Mi padre se detuvo preocupado y me dijo, quédate ahí debajo y no te me muevas hasta que yo venga. Se refería a una escalera que conducía a un segundo piso de una casa de esquina, y se fue en dirección a la barbería. La curiosidad y la inocenciadel niño tal vez hizo que yo no le obedeciera.
“Le seguí a una distancia razonable para que no me viera. Yo repartía periódicos en esa vecindad así que me conocía al dedillo las calles y los recovecos del barrio. De pronto me llamó la atención un grupo de hombres que en vez de correr hacia la barbería estaban arremolinados en el puesto de verduras de Juancho. Me acerqué y escuché que por radio, un locutor famoso en aquel tiempo, Bibí Marrero, que también era narrador de las carreras de caballos, describía al detalle, escondido detrás de un zafacón, todo lo que estaba sucediendo en la barbería. Decía que había sobre 25 policías disparando y que estimaba, por los disparos que salían de la barbería, que había igual número de gente allí adentro.
“Yo quería ver aquello y salí corriendo por un pasillo con charcos de agua sucia que había entre unas casas, que yo sabía que daba a la parte de atrás de la barbería. Llegué lo más cerca que pude. Los silbidos de las balas que rebotaban en las paredes de la barbería me hacían recordar el sonido de los fuegos artificiales que mi papá tiraba en Año Viejo.
“De pronto sentí un calentón en mi hombro izquierdo y se me oscureció el mundo. Cuando desperté, en un cuartucho de emergencia del Hospital Municipal de Río Piedras, tenía pegada a mi cara la de mi padre con una mezcla de angustia y coraje, mirándome fijamente. Como ustedes saben, tres horas después de comenzado el tiroteo fue que la policía logró herir a don Vidal, entonces entraron a la barbería y se llevaron la sorpresa que él solito los había mantenido a raya. El valor de ese hombre…”.
Don Nico hizo una pausa para intentar tragarse la emoción que le obstruía la garganta. Como lo tenía justo detrás de mí sentí la respiración profunda que tomó antes de seguir:
—… el valor de ese hombre me hizo tomar la decisión, ese día, a mis siete años, que yo quería ser como él, que mi vida la consagraría a la lucha por la independencia de Puerto Rico. Por eso, aprendí de joven a ser barbero a la misma vez que estudiaba en la Universidad. Después de graduarme y tener una buena carrera como maestro de escuelas, me retiré, vine y compré este histórico espacio, que lo tenía un dominicano para enviar valores a la República, y monté esta barbería en honor a don Vidal. Por eso no me extraña que Enriquillo, a su edad, optara entre estar cómodo, pero esclavo de los españoles, a ser libre en la montaña.
Dicho eso, se retiró a una especie de trastienda y salió con un periódico amarillento en sus manos y me lo puso en la falda. Era una edición de El Imparcial del 2 de noviembre de 1950. En la misma se daban detalles del incidente en la barbería de Vidal Santiago y aparecía subrayado la mención del niño herido, un vendedor de periódicos de nombre Nicolás Santiago.
—¿Y por qué no hay más hombres en este país con los cojones de ese barbero?— preguntó Cecilia agarrando la escoba firmemente.
Esta vez el viejito de la papeleta de las carreras de caballos volvió a levantar la vista para decir:
—Porque somos cobardes de nacimiento. Ya traemos en los genes el miedo y eso se ha trasmitido de generación en generación. Y por eso los independentistas fueron, serán y seguirían siendo una minoría.
Don Nico volvió a tomar la palabra:
—Leandro, me suenas a las teorías naturalistas que exponía Manuel Zeno Gandía en La Charca.
—¿Qué es eso?– preguntó Leandro.
—Te explico— y comenzó a recortarme con la misma precisión con que iba elaborando sus argumentos:
—Nuestro Manuel Zeno Gandía, como el cubano Cirilo Villaverde, así como el dominicano Manuel de Jesús Galván tuvieron la oportunidad de educarse y ser parte de le elite intelectual de sus respectivos países y, por lo tanto, aunque de ideas reformistas y hasta revolucionarias, como el caso de Villaverde, no pudieron evitar proyectar su visión de clase en lo que escribieron; eran conservadores. Zeno Gandía, quien escribió La Charca, novela que me encanta por lo que dice no solo del campesinado del Puerto Rico del siglo XVIII, sino de lo que dice del mismo autor, está influenciado, por haber estudiado en París, por las concepciones de los naturalistas como Émile Zolá.
—Nico, todavía no me acabas de explicar qué es eso de lo que me acusas —interrumpió Leandro.
—Calma piojo que tu peine llega. El naturalismo trata de explicar la conducta humana desde la perspectiva del determinismo de la herencia. Fíjate que en La Charca se nos hace creer en cierta medida que el jíbaro es vago, vicioso, promiscuo, pobre y desgraciado y que eso se ha trasmitido de generación en generación. Lo cual explica por qué en esa charca, que muy bien describe Zeno, no hay redención social, no hay forma de salir de ella. Solo se pueden salvar los burgueses, pero sin embargo, Juan del Salto, que es el personaje que representa ese proyecto burgués decimonónico, al final de cuentas decide actuar de acuerdo a sus intereses económicos y brinca el charco, se va a Europa a pasear con su hijo, que estudia por allá, y deja las cosas en la charca de acá tal y como estaban. Ah, y no se menciona ni por equivocación el Grito de Lares.
—Don Nico, perdone mi atrevimiento —volvió a interrumpir Leandro— pero usted no cree que seguimos en esa misma jodía charca, quizás con menos miseria económica, pues uno no ve a los jíbaros injillíos como antes, pero la miseria moral es peor.
—Estoy de acuerdo. Pero en La Charca de Zeno la miseria tampoco se limita a lo económico y a lo físico. Hay corrupción entre los mismos hacendados, como el caso de Galante y Andújar, que hace su fortuna con chanchullos y asesinatos. Hay corrupción hasta en la gente humilde que calla, por miedo, en denunciar a un asesino.
—Ah carajo, —interviene el cubano— ¿también había un Andújar en la charca esa?
—Si —aclara don Nico— pero no te preocupes que, aunque también era comerciante, tú eres un poquito mejor.
Nuevas carcajadas refrescaron el ambiente. Afuera seguía lloviendo y tronando. Leandro retomó la línea de pensamiento:
—Repito que ahora es lo mismo: legisladores que se dejan comprar para hacer leyes a favor de los grandes intereses, senadores amigos de narcotraficantes, secretarios de justicia que como abogados defendían asesinos…
Cecilia, que había interrumpido nuevamente su labor para escuchar los argumentos entre Leandro y don Nicolás, tomó la palabra:
—Pero ese problema de la corrupción del sistema también lo expone Villaverde en Cecilia Valdés. Galván a su vez lo hace en la relación que había entre los funcionarios de la colonización en los tiempos de Enriquillo.
—Claro, —explica don Nico sin que sus tijeras perdieran ritmo y precisión— porque lo que no dice ninguno de los tres es que hay un mal del fondo, un virus que es el que contamina todo ese ambiente que vemos en las tres novelas. No es la esclavitud el problema en los tiempos de Cecilia Valdés, no son los excesos de los malos españoles el problema en la época de Enriquillo, no es esa masa campesina depauperada sin esperanza el problema principal de La Charca.
—¿Y cuál es el mal? — pregunta Leandro subiendo el tono de voz.
—El mal es el colonialismo— y detiene el recorte. El mal es la imposición de una cultura y unos intereses económicos a unos pueblos que son sometidos a un imperio para servir a los intereses de ese imperio. España impone un sistema casi feudal en sus colonias, como Gaspar se impone a Silvina en La Charca, como los Gamboa a Cecilia Valdés, como Pedro Badillo, el Teniente Gobernador de La Maguana, se impuso sobre Enriquillo. En eso tienes razón Leandro, nuestra charca sigue intacta. Seguimos a expensas de lo que decide alguien en otra capital que no es la nuestra. Y como no podemos enfrentarnos a eso, por miedo, por impotencia, o por lo que sea, volcamos esa ira contra nosotros mismos, como decía Franz Fanon en Los Condenados de la Tierra, y nos vamos degradando con el cuponeo, la dependencia, la corrupción y la miseria moral.
—¿Y cuál es la solución?
Don Nico hace un alto, respira profundo, toma la navaja y la frota con rabia contenida en la correa.
En ese instante irrumpe Mikie en la barbería. Está empapado, pero lo que más llama la atención es su cara, en la que está reflejado el terror. Se queda como petrificado en la puerta. El sonido del aguacero apenas permite escuchar lo que comienza a balbucear.
—¡Cierra, cierra la puerta que se me moja todo esto!— ordena don Nico. ¿Qué te pasó, muchacho?
—Ha habido una balacera… ¡esto está cabrón! Yo salí de aquí y… todo eso por ahí está encharcado. Así que di la vuelta por la calle de atrás para buscar mi carro y de pronto oigo disparos, puñeta al lado mío, y se forma un corre y corre del carajo. Yo trato de correr pero viene corriendo en dirección contraria a la mía un muchacho fuerte, con tatuajes por todos lados, se le cruza una guagua Cadillac, ¡un Cadillac mano!… bajan los cristales y le descargan no sé cuántos tiros, el tipo cayó frente a mí… ¡está cabrón!
Se echa a llorar. Don Nico agarra una toalla que tiene al lado y se la pone por el hombro.
—Cálmate Mikie— le dice don Nico en un tono que logra disminuir el torbellino de emociones del muchacho. Leandro, el cubano y el joven que esperaba por la papeleta de las carreras de caballo se asomaron por la puerta a averiguar. Mikie se dejó caer en la silla más cercana.
Cuando amainó el aguacero salí del Salón Boricua en busca de mi carro. Tuve que saltar un charco enorme, teñido de sangre, para llegar al mismo.
… a la profesora Elena Lázaro
* Este cuento fue un trabajo para la Maestría en Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón y se lo dedico a la profesora Elena Lázaro pues fue de ella la idea de unir a Puerto Rico, República Dominicana y Cuba en algún relato a través de tres de sus obras literarias emblemáticas.