Semana de la Prensa: El horno no está para galletitas
En estos días se celebra la Semana de la Prensa. En lugar de enviar un mensaje de felicidades a mis colegas, prefiero compartir una invitación a la reflexión.
Hace una década comenzaron las olas de despidos en la redacción más grande de la Isla. La reacción se limitó a meras expresiones de solidaridad. Siguieron las ondas expansivas hasta que la Sala de Redacción parecía la escena de la batalla más sangrienta en un teatro de guerra que cualquier medio de comunicación pudiera describir en sus páginas, pantallas y ondas radiales. A pesar de las masacres, nuestros colegas se limitaron a expresiones de ¨solidaridad¨, en lugar de adoptar acciones concretas cuando aún tenían ese poder.
Hoy vemos los resultados de asumir esas posturas pasivas desde la comodidad de un buen sueldo, el apoyo hipócrita de esas empresas y mensajes solidarios hasta que nuestros colegas sobrevivientes resultaron dispensables en esas batallas y la inacción colectiva cobrara nuevas víctimas.
Los periódicos han diezmado sus redacciones a costa de los mejores periodistas y, salvo contadas excepciones, los que han sobrevivido no equiparan a los desplazados y los que han sumado a sus plantillas ahora carecen de la experiencia de veteranos que los guíen en sus labores, lo que, atado al ajoro y la superficialidad que arropa a los medios, deprecia la calidad a la que los lectores de antaño estaban acostumbrados.
Como clase profesional, hace una década que claudicamos a nuestra obligación con nuestras respectivas audiencias y lo estamos pagando hoy en cuerpo y alma. Todos somos cómplices de las más recientes andanadas en los medios de comunicación. Peor aún, con nuestra inacción, todos contribuimos y somos culpables del grave deterioro que permean las noticias que leen, ven y escuchan los pocos que aún compran o buscan periódicos gratuitos o sintonizan los medios electrónicos.
No culpemos a los dueños de medios. Ellos están más claros que nosotros. Ellos lo que quieren es hacer dinero. Nosotros perdimos el norte y nos convertimos en sus instrumentos, armas, mensajeros o gatilleros y nos dejamos usar sin protestar. Llegó la Internet y nos dormimos. Los empresarios la usaron y están perdidos. Botaron primero a doce, después a 20, después 100 y quien sabe a cuántos y permanecimos callados. ¿Acaso ahora que quedan diez podemos hacer algo? Repito, la culpa fue nuestra.
Al fin y al cabo, un sueldo se compensa con otro trabajo -difícil de obtener para algunos pero que otros afortunados con salarios de seis dígitos consiguen fácilmente otros en tres o cuatro plataformas simultáneamente, aunque carezcan de sustancia, profundidad o relevancia. Lo peor del caso es que quienes han terminado pagando por los platos que rompimos son los lectores, las audiencias televisivas y radiales y los usuarios de medios en Internet. Por eso, deberíamos avergonzarnos. Las redes sociales han ocupado el lugar de los medios informativos. Aunque carecen de seriedad y profundidad, los más jóvenes confían más en esos medios distorcionados que en los periódicos, telenoticiarios y estaciones radiales, y tal vez con mucha razón. Hace tiempo que nos perdimos el respeto nosotros mismos.
Antes eran las portadas de los periódicos las que establecían las pautas noticiosas de la radio y la televisión. Ahora son los programas de chismes los que pautan las portadas de los periódicos. ¿Qué podemos esperar de una sociedad que depende de esas prioridades noticiosas? ¿La misma conformidad que tuvimos hace una década cuando botaron a nuestros primeros compañeros? ¿Debemos exigirle mayor rigurosidad a los lectores y audiencia cuando nuestras prioridades fueron la comodidad de un sueldo por encima de la calidad y profundidad en la cobertura noticiosa? Nuestra credibilidad está ahora aún por debajo del nivel del betún y dependemos que las poco confiables redes sociales conviertan en viral alguna noticia de algún medio de comunicación tradicional para que un editor mediocre decida la portada del periódico o noticiario.
Otra vez estamos como el tíovivo o noria – machina de fiestas patronales, para los más jóvenes o novatos-, dándonos vueltas unos a otros, como perros rascándonos el rabo con el hocico, repitiendo la misma ñoña que sacó otro medio bajo otra firma. Que si el reguetonero este hizo tal cosa, que si la muchachita esta del cuerpo bonito o cara linda está enferma, que si a tal ridículo con aspiraciones de cantante pero sin talento lo arrestaron otra vez. Otra vez en la portada del periódico y como la gran noticia en la radio y televisión.
Mientras tanto, desde su penthouse de $5 millones, su yate de 100 pies o su lear jet en un destino privilegiado, el empresario de medios de comunicación liba de su copa de champán mientras cuenta sus ganancias con sus despidos y la inversión que hace en bienes raíces retirarse con aún mayor fortuna a contar sus millones con las rentas a 30 años que le pagarán los inquilinos de sus edificios. Resultaría ingenuo creer que está pensando en sus lectores, televidentes o radioescuchas.
Por eso en esta semana, más que felicidades, deseo enviarle un abrazo a mis colegas, los de verdad, los que creen en este oficio. A los que han quedado en la calle, mi pena y mis deseos de esperanza de que la calle es más dura del lado de acá, pero la perseverancia ayuda más que los colegas que dejamos atrás. Los ingresos son casi nulos, pero la conciencia y el dormir es más tranquilo. Los sueños son más grandes desde este lado de la ecuación. La percepción de la solidaridad es más cínica. El aprecio de un billete es mayor que antes. Se aprende a vivir con mucho menos y los sueños son mejores y mayores.
A los que se quedan, otro abrazo y un consejo: luchen con mayor énfasis en sus ideales y con mayor preocupación por sus audiencias y su compromiso con este oficio y la interminable búsqueda de la elusiva y dinámica la verdad. Aprendan la lección de que, por más leales que sean con sus patronos, éstos sólo le son fieles a sus propios bolsillos y todos somos dispensables. Abran una cuenta de ahorros en vez de comprarse el carro que siempre han soñado. Cuídense la espalda de ese jefecito mediocre que siempre los alaba y los celebra, pues su bono de productividad depende de la cantidad de subalternos que logra despedir para engordar las cuentas bancarias de sus jefes.
En fin, reflexionen todos y un gran abrazo, desde el lado pobre, donde se puede vivir una gran vida, sin dinero pero con esperanza y tranquilidad. La felicidad es relativa pero les deseo éxito a todos en sus andanzas.
*Publicado originalmente en Facebook reproducido con la autorización del autor.