Si nos cierran las calles…
Los espacios de participación y deliberación en el País se están achicando. En los tribunales, en las agencias de Gobierno, en la calle. Hasta en la playa.
En las pasadas semanas, el Tribunal de Apelaciones ha emitido tres sentencias en distintos casos que versan sobre el gasoducto.1En todas, el Tribunal ha optado por no entrar a examinar las reclamaciones presentadas por comunidades, organizaciones ambientales y sindicales, sino que ha preferido, a petición del Estado, desestimar tales reclamaciones.2Como resultado de esto, tal parece que ningún Tribunal terminará pasando juicio sobre los innumerables planteamientos esbozados por todos los sectores opuestos al gasoducto, de que dicho proyecto no cumple con las normas impuestas por nuestro ordenamiento ambiental. Queda, claro está, la posibilidad de acudir en revisión al Tribunal Supremo. No obstante, como he expresado en el pasado, aquí y acá, no le veo gran provecho a tal empresa, y el reciente nombramiento, y la confirmación atropellada, de dos nuevos integrantes a dicho Foro, según comentado por el amigo y colega Hiram Meléndez Juarbe, no levanta mis ánimos sobre el particular.
El gasoducto no es la excepción, sino la norma. Durante los pasados años, el Estado se ha movido peligrosa y vertiginosamente hacia cerrar los espacios disponibles al pueblo para participar e influir sobre los procesos de toma de decisiones colectivas. Desde los tribunales, casos como los antes reseñados han tenido el efecto de cerrar las puertas de la Rama Judicial para pasar juicio sobre la corrección de determinaciones controversiales de agencias administrativas. Envalentonado, quizás, por tales decisiones, el Estado ha impulsado reformas como la de la Ley de Permisos, para limitar severamente quiénes pueden participar de procesos administrativos, y para reducir considerablemente la posibilidad de que los tribunales puedan revisar las determinaciones de las agencias administrativas en estos casos.3 Ello, pese a que los principios mismos que validaron el que las agencias del Estado tuvieran el poder de adjudicar controversias descansan, en parte, en que las puertas de los tribunales estarán abiertas “para evitar actuaciones arbitrarias y velar por el cumplimiento estricto con el debido proceso”.4
Las políticas de desalojo de viviendas, sea mediante procesos de expropiación o desahucio, también reflejan el cierre de los espacios. Ambos procedimientos son tramitados de manera sumaria y excepcional en los tribunales, sin que existan considerables garantías procesales para que una persona pueda participar efectivamente de los mismos. Los recientes casos de Villas del Sol, en donde un Juez adjudicó derechos de personas que nunca fueron notificadas del pleito en su contra, y de Mainé, en el que el Tribunal Supremo dictaminó que, para cumplir con un el requisito de fin público para toda expropiación un Municipio sólo debe indicar el nombre, ficticio aún, del proyecto de vivienda que interesa construir, sólo sirven para limitar aún más los derechos de las personas que se enfrentan a estos procedimientos. Finalmente, incluso las conquistas se las comunidades pobres, como el requisito de consulta y consentimiento de las comunidades especiales a expropiaciones por parte de municipios, se encuentran bajo asedio.5
Fuera del tribunal y las agencias del Estado, el ejercicio pleno del derecho a la libertad de expresión también se ha visto amenazado. Se pretende prohibir que un grupo de mujeres pinten un mural denunciando la violencia machista en nuestra sociedad, pese a que el mural ha sido utilizado históricamente como lugar de expresión. Se le intenta prohibir a un partido en proceso de inscripción, el Partido del Pueblo Trabajador, el recogido de endosos en las playas. Se prohíbe formalmente todo tipo de actividad expresiva dentro del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico y se pretende expulsar a todo/a estudiante que violente tan insolente directriz. Recientemente hasta se prohibió que la manifestación multitudinaria del Pueblo contra el gasoducto del pasado 1 de mayo de 2011 se llevara a cabo en la Plaza del Municipio de Adjuntas.
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La pérdida de espacios efectivos, y asequibles al Pueblo, para la deliberación sobre asuntos de interés público, o para el escrutinio de las políticas del Estado, le está pasando factura a la legitimidad de las instituciones públicas en el País.6Después de todo, es un precepto básico de toda construcción teórica de la democracia, incluso de las casi universalmente descartadas concepciones representativas de la democracia, el requisito que la ciudadanía esté informada, participe activamente, y sea crítica con el Estado.7
Sin embargo, constantemente nos enfrentamos al planteamiento de que el cierre de espacios de discusión y deliberación está justificado por los llamados “mandatos electorales”, o porque las mayorías políticas de algún cuerpo ya cuentan con los votos suficientes para tomar una decisión. Por tal razón, al Pueblo sólo le queda aguardar hacer uso de mecanismos electorales para vindicar sus reclamos.8
De entrada, huelga destacar que dicha aseveración parte de una concepción errada del concepto “mayoría”. Citando a Habermas (quien, a su vez, cita a Dewey):
The point of [a genuinely proceduralist understanding] of democracy is this: the democratic procedure is institutionalized in discourses and bargaining processes by employing forms of communications that promise that all outcomes reached in conformity of the procedure are reasonable. No one has worked out this view more energetically than John Dewey: “Majority rule, just as majority rule, is as foolish as its critics charge with being. But it never is merely majority rule. . . . ‘The means by which a majority comes to be a majority is the most important thing’: antecedent debates, modifications of views to meet opinions of minorities. . . . . The essential need in other words, is the improvement of the methods and conditions of debate, discussion and persuasion.”9
Aún superando los escollos conceptuales de la dicotomía mayoría-minoría política, el planteamiento sufre, además, de su vinculación al modelo de democracia representativa. Ello es problemático, pues, según nos explican Boaventura de Sousa Santos y Leonardo Avritzer, el modelo de democracia representativa ha perdido su intensidad y, con ello, su legitimidad democrática:
For the past 20 years, the intensity of representative democracy has decreased considerably for three main reasons. From the nineteenth century a certain tension between democracy and capitalism was generated. It resided in the capacity of representative democracy to bring about some social redistribution as social groups earlier excluded from the social contract managed to be included as a result of their struggles. This inclusion had the political form of economic and social rights and called for an increasingly stronger intervention by the state. A new political form emerged, known as the welfare state in core countries and as the developmental state in peripheral countries. In very distinct ways, these new forms of state consisted in turning the state into an active source of non-mercantile interactions (in the domain of health, education, welfare, and so on). For the past 20 years, these new political forms have been attacked and dismantled. Today, in the neoliberal world in which we live, the state is an active agent of mercantilization of social relations, which earlier had not been subjected to the law of value. The tension between democracy and capitalism has thereby disappeared and democracy has in fact become a conditionality of neoliberal globalization. With the increase of social inequalities came the increase of social despotisms. The latter lowered the intensity of a form of democracy that not only cohabits with them but also legitimates them.
The second reason for the loss of intensity of representative democracy resides in the increasing promiscuity between the two markets whose separation grounds the legitimacy of representative democracy: the political market and the economic market. The economic market is the outside border of representative democracy; it consists of the set of values that have a price and are exchanged as goods and services. The political market is its inside border; it is constituted of values and ideas that are discussed, combined, and articulated, but which have no price. During the last 20 years, the deregulation, privatization of public services, media-ization of politics and the financing of parties and political campaigns contributed to the contamination of the political market by the economic market. As a consequence, the political market ended up being subjected as well to the law of value. Extremely powerful economic agents ended up assuming public prerogatives (such as controlling the political agenda, obtaining monopolies over the provision of public services) by state delegation, thus bringing about new forms of indirect rule, typical of the colonial state.
The third reason for the loss of intensity of representative democracy resides in the rupture of the relationship between authorization and accountability. Elections have been the mechanism par excellence of authorization. Elections are indeed the means by which citizens give up the right to take decisions directly by delegating it to their representatives. Accountability has to do with transparency in the exercise of the representatives’ mandate and with the political content of the relations between the representatives and the represented.
Originally, accountability was exerted through several mechanisms (consultation, recall, suspension of the mandate, and so on), elections being the last resort (the failure of representatives to be reelected as punishment for their unaccountability). For the past few decades, partly due to the above-mentioned factors, not only did the few mechanisms of accountability disappear but the elections themselves stopped performing this function. Thereby emerged the two pathologies of contemporary representative democracy: the pathology of representation (citizens do not feel represented by their representatives) and the pathology of participation (citizens stop participating in elections because they are convinced that their vote is irrelevant). With the loss of intensity of representative democracy we run the risk of entering a period in which many societies are politically democratic and socially fascist.10
Así, pues, el principio de representatividad democrática, amén de ser falaz, por la premisa subyacente errada sobre las mayorías, sólo incentiva aquello que estamos experimentando en el País: un empequeñecimiento de la democracia. Es por ello que varios de los discursos contemporáneos sobre teoría democrática se centran en la inserción de modelos participativos, deliberativos y comunitarios, de manera que el Pueblo, o más bien la sociedad civil, tenga a su haber una multiplicidad de espacios de trabajo, discusión y deliberación en los que pueda influir directamente sobre temas colectivos.11En Puerto Rico, sin embargo, esta pérdida constante y consistente de derechos democráticos nos expone al riesgo antes articulado: que nuestro ordenamiento sea políticamente, o estructuralmente, democrático, pero socialmente fascista. Hacia allí vamos, si es que no hemos llegado ya.
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¿Qué hacer, pues, ante esta nueva ola frenética y antidemocrática del gobierno permanente? ¿Qué hacer cuando se nos cierran los espacios de lucha democrática? ¿O cuando hemos agotado todos los remedios políticos? ¿O cuando los pocos espacios de participación que nos quedan no son confiables, sea porque no son espacios diseñados para conceder los remedios que exige la sociedad civil, o porque han perdido la confianza del Pueblo? Les propongo resistir y desobedecer.
Nos dice Arendt que, entre otras instancias, “la desobediencia civil surge cuando un número significativo de ciudadanos se ha convencido de que los canales normales para el cambio ya no funcionan, y que no se escucharán las quejas o no se actuará para resolverlas”.12Habermas encuentra su justificación en los principios de legitimidad y legalidad de los estados modernos:
Solamente puede entenderse este tipo de desobediencia… cuando, … se parte del principio de que, si se observa desde un punto de vista normativo, el Estado democrático de derecho está constituido por dos ideas en igual medida: tanto la garantía estatal de la paz interior y la seguridad jurídica de todos los ciudadanos, como la aspiración de que ese orden estatal sea reconocido como legítimo por los ciudadanos, esto es, reconocido libremente y por convicción. En lo que hace a la obediencia al derecho, las dos ideas pueden entrar en una tensa relación. De una de las ideas . . . se sigue a la exigencia de una obediencia al derecho incondicionada; de la otra, una obediencia cualificada. De un lado, el Estado, apoyado en el monopolio de la violencia, tiene que garantizar el respeto a las leyes si todas las personas han de moverse dentro de su marco con igual libertad y autonomía.
De otro lado, la aspiración a la legitimación del Estado democrático de derecho no queda satisfecha por el hecho de que las leyes, sentencias o medidas se dicten, pronuncien o adopten según el procedimiento prescrito. En cuestiones fundamentales no es suficiente la legitimidad procedimental: el propio procedimiento y la totalidad del ordenamiento jurídico han de poder justificarse fundamentándose en principios. Estos fundamentos que legitiman a la propia Constitución han de contar con reconocimiento por lo demás con independencia de que el derecho positivo coincida con ellos o no. Si ambos órdenes están escindidos ya no cabe exigir una obediencia incondicional frente a las leyes.
Esta cualificación de la obediencia a la leyes necesaria porque no puede excluirse que también dentro de un ordenamiento jurídico completamente legítimo subsista una injusticia legal sin que se corrija. Por supuesto, normalmente se pueden revisar en plazos previsibles las decisiones de los órganos estatales que funcionan dentro de la legalidad procedimental. En el Estado de derecho, las posibilidades de revisión están institucionalizadas. Pero la experiencia histórica muestra que esta moderación por el derecho de razón humana falible y la naturaleza humana corrompible a menudo solo funciona para una situación jurídica predeterminada, en tanto obtenemos una imagen distinta cuando observamos el problema desde una perspectiva jurídico-histórica.13
Finalmente, más allá del cuestionamiento de una norma específica, la desobediencia civil también persigue el fin de agrandar la democracia. “Así”, nos dicen Cohen y Arato, “la desobediencia civil inicia un proceso de aprendizaje que expande el rango y las formas de participación abiertas a los ciudadanos privados dentro de una cultura política madura”, así como sirve de “motor” para “la creación y expansión, tanto de los derechos, como de la democratización”.14Es por ello que, en palabras de Habermas, “toda democracia constitucional que esté segura de sí misma considera a la desobediencia civil como un componente normalizado –porque es necesario– de su cultura política”.15
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El escenario actual no admite dudas: cada día nos alejamos más del ideal de la democracia. Se nos va la democracia de las instituciones de Gobierno: los tribunales, las agencias, la Asamblea Legislativa. Se nos va de los discursos de derechos: nos los recortan, nos excluyen, particularmente a las mujeres, a la comunidad lgbtti, a los/as extranjeros/as, a las minorías raciales, y a los/as pobres. Se nos va de la calle: nos las cierran, nos desplazan. El País es cada vez menos nuestro.
No todo está perdido. “Lo último que se pierde es la esperanza”, decía mi viejo. En varios lugares del País se está organizando la resistencia. Un orgulloso barrio de San Sebastian, el Sonador, ha decidido hacerle frente a los intentos de instalar una torre de telecomunicaciones en su vecindad. En Arecibo, otra comunidad lucha contra la privatización de la playa Poza del Obispo, como lleva años haciéndolo también el Campamento Playas pal’ Pueblo, en Isla Verde. El conflicto huelgario en la UPR también nos educó sobre el potencial de la resistencia.16Y el País ya se va preparando para la que podría ser una nueva jornada de desobediencia civil masiva, dentro del contexto del Gasoducto.
Si nos cierran las calles… hacemos nuevos caminos. Y, mientras lo hacemos, no nos olvidemos de ser inclusivos, y de incorporar modelos verdaderamente participativos y deliberativos. Sólo así marcharemos hacia la democratización de nuestro País.
- Hago el caveat de que represento a varias personas que participan en estos casos. [↩]
- Puede ver las Sentencias aquí, aquí y aquí. [↩]
- Para un breve ensayo sobre las implicaciones de esta reforma, véase Luis José Torres Asencio, Las comunidades y las organizaciones ambientales interrumpen: La política pública ambiental bajo la nueva Ley de Permisos, Revista Atabey, septiembre 2010, en las págs. 25-26 (disponible en www.revistaatabey.com) [↩]
- López Vives v. Policía de Puerto Rico, 118 DPR 219, 230 (1987). [↩]
- Sobre este particular, véase el comentario de Érika Fontánez Torres. [↩]
- Véase Efrén Rivera Ramos, La crisis y los derechos, El Nuevo Día (15 de septiembre de 2010). [↩]
- Véase, e.g., W. Phillips Shively, Power and Choice: An Introduction to Political Science 188-92 (12ma ed. 2009). [↩]
- Hablando de mecanismos electorales, ¡cómo nos hace falta ya integrar mecanismos como el referéndum revocatorio a nuestra Constitución! [↩]
- Véase la cita del Between Facts and Norms de Habermas, en la pág. 307, incluida en esta entrada de Érika Fontánez Torres. [↩]
- Boaventura de Sousa Santos & Leonardo Avritzer, Introduction: Opening Up the Canon of Democracy, en Democratizing Democracy: Beyond the Liberal Democratic Canon, en las págs. lxv-lxvi (Boaventura de Sousa Santos, ed. 2005) (énfasis suplido). [↩]
- Véase, en general, Amartya Sen, The Idea of Justice (2009) (sobre el “government by discussion”); Joshua Cohen & Archon Fung, Radical Democracy (2004) (disponible aquí) (sobre la integración entre los modelos participativos y deliberativos de la democracia); Michael J. Sandel, Liberalism and the Limits of Justice (1998) (sobre las concepciones comunitarias de la democracia). [↩]
- Hanna Arendt, Civil Disobedience, en Crisis in the Republic 74 (1972). [↩]
- Véase la cita del ensayo “La desobediencia civil: piedra de toque del Estado democrático de Derecho” de Habermas, incluída en ésta entrada de Érika Fontánez Torres. [↩]
- Jean L. Cohen & Andrew Arato, Sociedad civil y teoría política 638-39 (2000). [↩]
- Jürgen Habermas, Civil Disobedience: Litmus Test for the Democratic Constitutional State, 30 Berkley J. of Sociology 99 (1985) (citado en Jean L. Cohen & Andrew Arato, op. cit., en la pág. 639. [↩]
- Para dos ensayos recientes sobre las justificaciones, y el impacto de la desobediencia civil en el contexto de la UPR, véase Gamelyn Oduardo, Huelga: democracia, participación y resistencia (2010), disponible aquí; Mariana Iriarte Sobre la desobediencia civil (2010), disponible aquí. [↩]