Significado, sentido y contexto
Me acerco al diccionario con la esperanza de obtener la palabra exacta, si estoy escribiendo, o bien conocer el sentido posible o preciso en que un autor, que con gusto leo, utiliza cierto término o palabra escurridiza. Lo utilizo, pues, como una herramienta útil con la que descifro una incógnita, relleno un hueco en mi lenguaje, y luego lo devuelvo al armario. Es curioso cuántos objetos similares invisibilizamos o nos apropiamos solo funcionalmente de ellos, sin asombrarnos ni notar lo que representa su existencia y sabiduría acumulada. Un diccionario de la lengua, lexicográfico, más allá de sus significados y sentidos, da testimonio, a veces explícito a veces tácito, de los cambios, la historicidad y los matices de las palabras en el lenguaje. Son enormes digestos que condensan la riqueza de una lengua, la imaginación de sus hablantes y la amplitud de sus significados.
Quienes conocimos a José Luis González, el notable escritor puertorriqueño, recordamos su incesante exhortación a leer el diccionario como si fuera un texto narrado; es decir, no solo consultarlo en su acotado sentido práctico, sino apreciarlo como un objeto que trasciende sus palabras, como una inmensa ventana desde donde se divisan los significados y sentidos acumulados históricamente, que nos hablan de los seres humanos y su mundo.
Me propongo en esta breve intervención, gracias a la sutil presentación de la Dra. Maia Sherwood en su discurso de incorporación a la Academia Puertorriqueña de la Lengua, extraer algunas consecuencias que se pueden inferir de su discurso, o reflexionar sobre algunos de sus temas, particularmente aquellos que han sido lógicamente centrales en la filosofía del lenguaje y que, pienso, seguirán siendo ejes de toda conversación lingüística y filosófica sobre el lenguaje, el significado y la definición.
Toda reflexión filosófica sistemática comienza por las complejidades y opacidades lógico-semánticas del lenguaje y, en particular, por la definición, por el concepto que atrapa una idea y la circunscribe, reconociendo su porosidad, y cómo este puede desarrollarse hasta convertirse en un amplio tejido, en un todo estructurado y significativo. Ese tejido es, sobre todo, un hecho lingüístico, en el que el funcionamiento del lenguaje tiene un rol de esquema estructurante. Conforme al uso del lenguaje y sus reglas de formación oracional, se fija la interpretación de las palabras en las oraciones y en el discurso.
“Pronunciar una palabra”, decía Wittgenstein, “es como tocar una tecla en el piano de la imaginación.”[1] Un sonido, un signo, dispara un significado con un sentido más o menos preciso, y una representación mental surge, que le adscribe una interpretación semántica compartida por los interlocutores. Pensemos en la palabra rey, que bien puede designar a un monarca soberano, o a la pieza que queremos acorralar en el juego de ajedrez, o, tal vez, a la excelencia que sobresale en una clase o especie, o sencillamente a alguien que designamos para mandar en un juego. Pues bien, cuál tecla del “piano de la imaginación” se activa, dependerá de la oración en que la palabra es colocada (por ejemplo, en la oración, “Darle jaque al rey” en un juego de ajedrez). Por eso, decía Frege, que las palabras significan en el contexto de una oración. De ahí que Sherwood, haciéndose eco de varios lingüistas, establece que el significado de una palabra aislada es solo un significado en potencia. Pensemos, por ejemplo, que “darle jaque al rey” podría también ser usada metafóricamente, como cuando decimos, “Démosle jaque al rey”, pero refiriéndonos al Presidente o al Gobernador que se creen monarcas. En todo caso, la palabra tiene significado en esa oración para el que conoce el lenguaje y las reglas de juego del lenguaje, tanto del ajedrez, como del poder político. Por eso, advertía Wittgenstein, que entender una palabra, una oración, es ya entender un lenguaje. Su significado depende de su uso dentro de una oración que pertenece, a su vez, a un particular juego de lenguaje. En el significado el todo precede a sus partes.
De modo que cuando abrimos un diccionario y buscamos la palabra rey, sus usos convencionales o normales estarán encapsulados en las diferentes acepciones que el diccionario registra, y será el sujeto estructurante quien seleccionará el sentido coherente para ese lenguaje particular. Pero, supongamos, que queremos usar la palabra rey en un sentido más novedoso, y enunciamos despectivamente que una persona es “el rey de las catacumbas”. Esta acepción, por cierto, no aparece en el diccionario, pero seguro que sabríamos a quién aplicaría y por qué. Seguramente es un personaje obscuro, tal vez un asesino que entierra en subterráneos a sus víctimas, o bien ese personaje que se dedica a prácticas mágicas, misteriosas o delictivas. En cualquier caso, ya sea seleccionando la acepción correcta o creando una nueva acepción, resalta ese rol activo y creativo del sujeto estructurante que se adecúa a un contexto. Como hubiera dicho Chomsky,[2] tanto en su uso normal, como en su uso más figurado o literario, el lenguaje humano es una actividad eminentemente creativa: escogemos y colocamos palabras apropiadamente, trasladamos expresiones a contextos lejanos o diversos, que percibimos como similares en rasgos particulares, damos sentidos renovados y resemantizados a ciertas palabras, creamos figuras literarias, etc. Esa creatividad esencial del lenguaje natural es producto de la imaginación humana coherente: imaginación que podrá ser generativa, digamos en un sentido literario y ficcional, o reproductiva como cuando usamos palabras con ciertos sentidos particulares para describir fenómenos parecidos. Pero también la creatividad e imaginación del lenguaje puede revelarse en lo que el maestro Roberto Torretti designó como “entendimiento creativo”, presente en buena parte del discurso científico y filosófico.[3] Pensemos en la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica o la fenomenología del espíritu. Son todos magníficos paradigmas de ese “entendimiento creativo”, un entendimiento que crea un lenguaje, auxiliado por las estructuras matemáticas en los primeros dos casos, y por la lógica dialéctica de la conciencia en el tercero, para apropiarse intelectualmente de la cosa misma.
Las comunidades lingüísticas usan el lenguaje de modo creativo conforme a ciertos patrones, y al conjunto de restricciones que limitan lo que es el uso normal del significado y el sentido de una expresión.[4] Muchos de estos usos creativos se van sedimentado y, algunos, terminan siendo significados y sentidos del diccionario que disfrutamos.
Lo que deseo destacar es que esa creatividad del lenguaje humano surge de la pragmática de la comunicación que ejercen sujetos coherentes y, además, por algo esencial en que tanto Frege, Wittgenstein y Quine coincidieron, que es el carácter público del lenguaje. Las palabras son públicas, decía Quine, lingüística y conceptualmente, y los sentidos de las palabras son “objetos públicos” para la manipulación de la comunidad lingüística. Cuando reflexionamos y meditamos, en aislamiento, estamos usando privadamente el lenguaje, es decir, estamos en rigor pensando, pero esto es posible solo porque existe un uso público compartido. La imposibilidad del lenguaje privado, de la que habló Wittgenstein, es la misma imposibilidad del mito de Robinson Crusoe en la isla, el salvaje independiente y solitario, que curiosamente poseía un lenguaje y rasgos que solo podían ser adquiridos socialmente, y que en el mito de Robinson Crusoe aparecen como propiedades, cual si fueran innatas y desarrolladas en su mítico aislamiento.
Los significados no son, pues, esencias en un sentido platónico ni aristotélico, sino que se definen y se enriquecen en la comunicación[5] y su contexto. Creatividad y naturaleza pública del lenguaje son, por tanto, condiciones de posibilidad del significado en un lenguaje natural y de la viabilidad de su traducción. En ambos casos, el contexto compartido, entendido como dos o más perspectivas (percepciones o juicios) sobre el mismo mundo, establece el enlace para la comunicación. Esa propiedad de ser sensitivo al contexto que poseen los lenguajes naturales, es crucial, como vimos, para la definición. Son lenguajes que participan de una lógica intensional, es decir, una lógica que reconoce la diferencia entre significado y designación, pero sabe que están trabados con cierta necesidad.[6]
El contexto de la comunicación, que imprime significados y sentidos específicos a las palabras, es una red muy tupida que estará definida, a su vez, por las creencias, percepciones, hechos y contenidos compartidos por los miembros de la comunidad lingüística. El contexto compartido supone, pues, unas percepciones y juicios compartidos, basados en nuestras creencias sobre la realidad (cuáles son hechos, cuáles son falsedades, prejuicios, supuestos, premisas de la conversación y otros contenidos semánticos). Habrá niveles de indeterminación para ciertos significados y contenidos, pero, en efecto, buena parte de las situaciones o instancias serán dirimibles por interlocutores razonables y coherentes.
Tomemos, por ejemplo, la desconcertante palabra posverdad, recientemente añadida al Diccionario de la Lengua Española. El término proviene del inglés y es usado, según el Oxford Dictionary, como adjetivo para denotar circunstancias en que la opinión pública está determinada por las emociones y creencias personales, y no por los hechos objetivos (por ej. post-truth thinking; post-truth world). En el Diccionario de la Lengua Española se acuña como sustantivo y se define como: “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y actitudes sociales”. Si la definición fuera estrictamente analítica, no habría modo de extraer ni la intensión ni la extensión del término, es decir, ni la cualidad connotada por la palabra ni lo designado por ella. Pensaríamos que la palabra significa, tal vez, “más allá de la verdad”, o “después de la verdad” o, incluso, “la verdad en el posmodernismo”. La definición de la palabra posverdad en el diccionario está determinada, social e históricamente, es decir, por una actualidad muy lacerante para referirse a un estado de cosas donde lo verdadero se subjetiviza y se reduce a la “voluntad de creer” que explicó William James para el fenómeno religioso.[7] La posverdad no es, en rigor, una “distorsión de la realidad”, sino una distorsión del concepto de verdad. Un psicótico distorsiona la realidad; un demagogo distorsiona la verdad. A las posverdades siempre les habíamos llamado falsedades y mentiras, y demagogia a la manipulación de verdades. El término posverdad normaliza el concepto de mentira, relativiza la idea de realidad objetiva basada en evidencia, reconoce que las mentiras o falsedades pueden pasar de contrabando como verdades a fuerza de la repetición, tal y como lo hicieron los fascistas, y rechaza las ideas centrales de la racionalidad ilustrada. Ya Saul Kripke lo había advertido: toda teoría del significado tiene consecuencias inevitables para la teoría de la verdad.
Traigo a colación el término posverdad porque ilustra cuan mediados están los significados y sentidos no solo por el contexto inmediato de locución, sino por lo que podríamos llamar el contexto amplio de la realidad social y política, que explica, a su vez, por qué se incorporan a toda prisa ciertas palabras al diccionario. La palabra posverdad parecería ser el canto de cisne de la era posmoderna registrado en el diccionario de la academia. De modo que cuando hablamos de contexto, estamos, pues, designando un tejido intrincado y amplio de realidades extralingüísticas y lingüísticas, que condicionan la inteligibilidad de la lengua y las complejidades de los significados para una comunidad de hablantes. Grandes disputas filosóficas y malentendidos de la comunicación cotidiana se evitarían, si escudriñamos ese contexto impreciso, a veces opaco, y siempre imprescindible.
NOTA: Esta columna es una versión editada de mi respuesta al discurso de incorporación de la Dra. Maia Sherwood a la Academia Puertorriqueña de la Lengua.
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[1] Ludwig Wittgenstein (1953, 2001). Philosophical Investigations. German-English ed., Oxford: Blackwell, §6.
[2] Noam Chomsky (2006). Languages and Mind. Tercera ed. New York: Cambridge Univ. Press, ch.4.
[3] Roberto Torretti (1990). Creative Understanding: Philosophical Reflection on Physics. Chicago: The University of Chicago Press.
[4] Scott Soames (2010). Philosophy of Language. Princeton: Princeton Univ. Press, p.169 n24.
[5] W.V.O. Quine (1960,2013). Word and Object. Cambridge: MIT Press, ch.1.
[6] Sabemos que el nombre propio Miguel de Cervantes y el “Manco de Lepanto” designan al mismo sujeto, pero no significan lo mismo, así como el enunciado “la estrella de la mañana”y “la estrella de la noche” no significan lo mismo, aunque ambas expresiones designen a Venus.
[7] William James, (1896, 1977). “The will to Believe” en The Writings of William James. A Comprehensive Edition. Chicago: The University of Chicago Press, pp. 717-735.