Simon Callow en 59E59
Aunque uno sea un asiduo asistente al teatro nada lo prepara de antemano para ese vínculo que se crea entre un buen actor, el material que presenta y lo que se percibe de la actuación. Eso depende del actor. Sucede cuando uno está distanciado de lo que ocurre en el escenario por su altura y por filas de butacas, y adquiere una dimensión especial estar tan cerca que uno podría tocar al interprete. En los teatros de 59 East 59, donde vi hace una semana “Tuesdays at Tesco”, esto último es rutina.
Simon Callow entra a una escenografía minimalista delimitada por un círculo inclinado hacia el público que parece ser la órbita en la que viajará como un celaje la creación de este gran actor, uno podría estrechar su mano. Pero ese círculo u óvalo y la cercanía tiene otro significado más triste. El tiempo es indetenible y está achicando y circunscribiendo las posibilidades de Pauline. Sí, Pauline, un poco deforme por su gordura, pero decidida a que no se le llame Paul, su nombre original. Viene a visitar a su padre todos los martes, le arregla la casa, y va al supermercado Tesco con él a hacer la compra. Allí entre los pasillos de frutas, enlatados, jabones de baño, jabones de fregar, panes, jaleas y frivolidades, Pauline tiene que batallar a los que la conocieron de niño como Paul, y a su padre, que no comprende qué ha sucedido. Rabioso y lleno de desdén por su hija transexual sabemos de sus sentimientos de la peor forma: están explicados por el objeto de sus amarguras. Pauline es la que nos cuenta cómo ha sido ese viaje que la ha tratado de doblegar con el peso de los tradicionalismos y los tabúes, y que la han herido con desdenes y odios.
En el trasfondo cuelga un traje de mujer, juvenil, etéreo, casi transparente, frente a un espejo que no le miente a Pauline y que enfatiza lo que ella quiere ser y repite con insistencia: ella es quien quiere ser, ella misma. Sin embargo, el traje color rosa en el trasfondo es la antítesis de lo que Pauline es y de lo que la vida llena de prejuicios le ha servido en un plato de cartón. La alegría de un traje de quinceañera listo para ser lucido en un cotillón no cuadra con las experiencias que narra Pauline. Ciertamente su debut no fue un baile de celebración.
Para recordarnos sus desagravios y sus sufrimientos hay un pianista en escena que nos brinda una especie de banda sonora que nos despierta de cualquier ilusión pasajera de absoluta felicidad, aunque Pauline es sarcástica y puede darle gran comicidad a lo que nos va narrando. Es fundamental, me parece, que su vestido tiene aún evidencia de masculinidad (tiene chaqueta) que Pauline se quita o se pone cuando quiere enfatizar uno de sus mal ratos. Es ahora mujer, pero que nadie se meta con ella.
El que más la ataca es su padre Andy, que vive en su discurso o sea, en su mente. Es evidente que el hombre carece de la más mínima capacidad para la aceptación del cambio y que ha llegado a odiar a su hijo/hija que para lo único que sirve, tal parece, es para las tareas que le hace.
Todos los que vieron “Four Weddings and A Funeral” o que han visto mucha televisión inglesa recordarán a Simon Callow. En la TV aparece con muchísima frecuencia y en la película a la que hago referencia, fue el muerto. Además, en ella se le recitó el famoso y hermoso poema de W. H. Auden que comienza “Stop all the clocks…” Es interesante que su creación de Pauline sea tan expansiva, a pesar de los simbolismos que nos indican las limitaciones que se le ofrecen al personaje. Pienso que como ya he dicho el óvalo o círculo en el escenario también tiene algo de órbita. Aunque el tiempo es limitado para cada persona, no se puede detener el progreso, y el paso del tiempo lo logra develando realidades que eran inaceptables en otros momentos.
Callow es un dínamo que según crea un personaje inolvidable muestra ante nuestros ojos la diferencia entre un actor y un actor de cine. Para comenzar están sus movimientos y el control que requieren en un espacio tan limitado como en el que está actuando. En algunos momentos, particularmente aquellos en los que su rebelión contra su padre es como si fuera una carga de caballería del siglo XIX, el actor hace un pequeño e inolvidable baile que no tiene nada que envidarle a algo que confeccionaría Judy Garland o Ann Miller y dice: I am your daughter, Pauline! En estos desafíos en que batallan la agresión con la ternura, la emoción con el raciocinio, lo que es evidente contra lo que se desea, Callow muestra otra característica de un actor de teatro. Las modulaciones y la proyección de su voz, nos hacen ver los personajes que habitan sus cuentos y que han sido responsables por sus traumas y desencantos. Nos muestra la grosería que es ser intransigente y despiadado con otros seres humanos cuando no entendemos lo que los mueve. La creación de Callow me hizo querer que se detuvieran los relojes y que siguiera deleitándonos con sus voces y sus gestos controlados y compatibles con lo que nos decía.
Es imposible ignorar la casualidad que esta obra haya coincidido con la portada de Vanity Fair de Caitlin Jenner. Caitlin es famosa y tiene una fortuna de $100 millones. Pauline es de la clase trabajadora y no creo que los tabloides, la red y los servicios noticiosos vayan a hablar mucho de ella. Por eso, corran (bueno, vuelen) a NY, vayan a la línea de “TKTS” en Duffy Square, pónganse en la fila de “Plays only” compren sus boletos y no se pierdan esta gran actuación.
(Durante la representación casi me distrajo un tipo que estaba sentado en primera fila, tres lunetas al otro lado del pasillo de la mía, que andaba con una rubia que podría haber sido su hija. Siempre que miré en su dirección -Callow se movía frente a él porque así, presumo, que estaba coreografiada la escena- mantuvo los ojos cerrados. Por suerte, cuando terminó la función con una ovación brutal, me di cuenta que Stephen Sondheim estaba, ahora de pie, detrás de mí aplaudiendo. Canceló la presencia de… ¿el padre de Pauline?)