Siria: la espiral, por Jon Lee Anderson
Desde la horrenda masacre de ciento ocho civiles (ochenta y tres de ellos eran mujeres y niños) el 25 de mayo en el pueblo sirio de Hula, Kofi Annan ha expresado repetidas veces su frustración por la espiral de violencia. Pero al fin de la semana pasada, admitió que su plan de plaz de seis semanas estaba probablemente condenado al fracaso. Como parte clave del plan, observadores de las Naciones Unidas han estado documentando la violencia en Siria desde que un “cese del fuego” propuesto por Annan fue aceptado el 12 de abril por el gobierno de Assad y las fuerzas armas rebeldes, vagamente encuadradas y compuestas en su mayoría de desertores del ejército.
Vivimos en una era curiosa, de gobiernos debilitados y una Lista A de individuos de estatura global –Annan, Clinton, Gates, Mandela, Buffet, Bono, Clooney—designados para atender las crisis del mundo o, al menos, ofrecer la apariencia de la acción. Como enviado especial de las Naciones Unidas, así como de la Liga Árabe, en Siria, Annan dijo el 30 de mayo: “Estamos en el momento clave”. Uno o dos días después, fue aún más específico: “El espectro de una guerra total en Siria, con una dimensión sectaria alarmante, crece cada día”.
Como es habitual Kofi Annan estaba siendo demasiado diplomático. En verdad, el momento clave de Siria llegó y pasó hace una semana.
A menudo hay momentos en los conflictos en que el reloj se puede modificar o agotar. Los bandos en lucha pueden dar un paso atrás antes del abismo e iniciar un diálogo para llegar a un acuerdo pacífico; o, si no lo hacen, el derramamiento de sangre –el elemento combustible en todas las guerras civiles—adquiere un poder exponencial. Y hubo un momento en que, en lugar de utilizar la violencia para aplastar demostraciones pacíficas, el régimen de Assad pudo haber sido capaz, todavía, de salvar a Siria de ser devorada por una guerra civil. Ese momento pasó hace meses. Los manifestantes pacíficos aparecen aún, a veces, en las calles de Siria, pero el conflicto se ha vuelto un enfrentamiento armado, a medida que más y más hombres buscan armas para combatir.
El asalto militar total del régimen sobre la ciudad de Homs, cerca de Hula, que comenzó a principios de febrero, demostró su decisión de triturar a su oposición doméstica al modo tradicional de los regímenes autoritarios en todas partes: militarmente. Lo hizo tras representar un carácter magnánimo al permitir el ingreso de un equipo de observadores de la Liga Árabe, que se marchó derrotado después de un mes en la tarea. Luego, envalentonado por las repetidas confirmaciones de los líderes occidentales de que no querían o no podían intervenir militarmente en Siria; por la cobertura de los medios que mostraba que enfrentaba una oposición armada, y por los reiterados vetos rusos y chinos a las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU condenando su uso de la violencia, el régimen decidió ir por un quiebre. Ha procedido a paso acelerado y ha sido correspondido, desde entonces, con cada vez mayor violencia de los rebeldes.
La atmósfera se ha enrarecido aún más por crecientes rumores de atentados terroristas con bombas –al modo de Irak, al modo de Afganistán. Esos ataques se han concentrado, sobre todo, en la infraestructura de seguridad del régimen, pero también mataron a montones de civiles. Las bombas parecen obra de afiliados a Al Qaeda, saboteadores islamistas interesados en obtener ganancias del caos que generan. Así como el principal grupo rebelde, el Ejército Sirio Libre, ha negado una y otra vez responsabilidad alguna en los atentados, acusando de modo inverosímil al régimen de atentar contra sí mismo para crear la apariencia de que es víctima de una conspiración terrorista, el régimen de la minoría alawita (chiíta), a su vez, acusa usualmente a los rebeldes, abrumadoramente sunitas, de conducir las masacres de los civiles sunitas destrozados por asaltantes desconocidos, como en Hula.
A menudo en las guerras, a aquellos involucrados en la matanza les cuesta admitir lo que hacen. Recuerdo cómo, en los ochenta, los dictadores militares latinoamericanos, de Chile a Guatemala, negaban cotidianamente las torturas y ejecuciones a gran escala que tenían lugar en secreto durante sus purgas anticomunistas; su frase favorita era acusa a “los desaparecidos” de haberse ido a las montañas, a luchar con los terroristas que buscaban convertir a sus preciadas repúblicas en puesto de avanzada soviéticos. Por supuesto, mentían. Decenas de miles de personas –sacerdotes, monjas, sindicalistas, estudiantes, campesinos y guerrilleros, también—estaban siendo asesinados mientras hablaban.
En Siria, la masacre de Hula tuvo lugar bajo las narices de todo el mundo. Pese a las desmentidas del régimen, parecía obvio a la mayoría, incluyendo al os observadores de la ONU –todos los cuales venían de naciones aprobadas de antemano por el régimen de Assad—que las matanzas fueron ejecutas, probablemente, por paramilitares alawitas conocidos como los shabiha, posiblemente en concierto con fuerzas militares regulares. El domingo, en una aparición ante el parlamento sirio, el presidente Assad condenó Hula en el tipo de términos que podríamos esperar de un presidente. Llamó “monstruos” a sus autores y rechazó la idea de que podrían ser soldados del ejército sirio. Parecía sincero.
¿Es posible, después de todo, que Assad no sepa quién está perpetrando las matanzas? ¿O es una actuación? En su discurso, ayer, Assad dijo también: “Cuando un cirujano, en un quirófano, corta y limpia y amputa, y las heridas sangran, ¿le decimos ‘Tus manos están manchadas de sangre’? ¿O le agradecemos por salvar al paciente?”.
Dada la atención mundial suscitada por las atrocidades, la condena diplomática internacional y la expulsión de los embajadores de Siria de media docena de países europeos importantes, Hula fue, posiblemente, el último momento que el régimen de Bashar al-Assad y los rebeldes de Siria podían aprovechar para detener las muertes. En su lugar, desde Hula, y en el medio de varias declaraciones de Annan, hubo muchos más tiroteos, barridas de artillería aquí y allá, emboscadas y atentados, incluyendo al menos dos masacres más pequeñas, y ambas incluyeron la ejecución sistemática de trabajadores en dos partes diferentes de Siria.
El 30 de mayo, fueron trece trabajadores de una planta petroquímica cerca de la frontera iraquí, que recibieron un disparo y cuyos cuerpos fueron descartados. Al día siguiente, en Qusayr, un pueblo cerca de la frontera libanesa, doce empleados de una planta de fertilizantes fueron subidos a un autobús por los pistoleros Shabiha cuando se dirigían a sus trabajos. Fueron encontrados muertos más tarde, asesinados cruelmente, con tiros en el pecho y la cara, o apuñalados repetidas veces en el estómago –a veces, ambas cosas. Sus manos estaban atadas al frente. Sus familias y amigos, sin dudas, querrán venganza.
* Tomado de http://www.elpuercoespin.com.ar * Versión original en inglés, publicada en The New Yorker