Quereres y reflejos en Espejos, de Melanie Pérez Ortiz
La primera vez que vi este libro fue en el Festival de la Palabra. Estaba almorzando en el Café La Princesa y Melanie me lo puso casi frente al plato luego de escribir una dedicatoria: “A Neeltje, Carlos y Álvaro. Porque hay tareas de amor que tocan generaciones”. Eso fue lo primero que leí. Luego, debido a las malas mañas que adquirimos los editores, leí la página legal y paso seguido la página de la dedicatoria. Iba en ella una lista de nombres de escritores que conozco y con quienes he compartido en proyectos culturales: todos jóvenes y talentosos. No es hasta que llego al último nombre que se me aguan los ojos, como me sucede siempre que pienso en él y en la falta que le hace a todos los que lo conocieron: “a Carlos Muñiz Varela, por imaginar más allá”. Ver a Carlos acompañado de esos jóvenes tiene todo el sentido del mundo porque Carlos tendrá 25 años por siempre. Aunque sea el abuelo de mi hijo, Álvaro no lo conocerá como un señor canoso y lleno de historias que contar, si no como un muchacho que estuvo con nosotros menos tiempo del que hubiésemos querido. Igualmente, una crónica sentimental o historia de amor sobre Cuba y Puerto Rico no puede dejarlo afuera. Al fin y al cabo por eso lo mataron, por empeñarse en entablar relaciones entre los cubanos que se fueron (o se llevaron) y los que se quedaron. El uso del verbo “imaginar” también es clave tanto en la dedicatoria, como en el resto del libro. En el caso de Carlos, él imaginó una revolución que cumpliría con todas las promesas que hizo y un exilio moderado que en algún momento pudiera abrirse al diálogo. Por otro lado, los puertorriqueños nos pasamos “imaginando” a Cuba, ese país tan cercano pero tan prohibido al que llegamos fácilmente a través de los imaginarios compartidos, pero al que físicamente se nos hace extremadamente difícil llegar.
Cuando Melanie me pidió que presentara el libro me pregunté por qué. No soy una académica ni una crítica literaria. Me considero una buena lectora, pero eso no es atributo suficiente para redactar un texto que enamore a los asistentes a una presentación. Así que decidí leer el libro antes de contestarle nada a Melanie. En la contraportada encontré la respuesta: “Espejos se trata de narrar cómo se quiere a un país, o más bien la relación conflictiva, extraña pero decididamente “sentimental” que une a los puertorriqueños con Cuba”. Enseguida me supe parte de ese clan, entendí la invitación y la acepté.
Como parte de mi lectura, comencé con la metáfora de los espejos, que aquí se refiere a las islas de Puerto Rico y Cuba reconociéndose y temiéndose desde la distancia, mirándose con extrañeza y cariño, como se mira a una hermana gemela a la que nos enfrentamos por primera vez. Esta imagen de los espejos también me permite ser parte de este libro, analizarlo desde mi experiencia, ver mis propios pasos por La Habana a través de los ojos de la autora.
“No hay modo de decir Cuba, la otra isla, la otra ala, como le recuerdan los cubanos a cualquier puertorriqueño que se encuentren, sin que uno sienta que se está mirando en un espejo. Uno encuentra en el otro lo que el subconsciente reprime de uno mismo. Hace tiempo que busco modos para decir que lo más que sorprende de la otra isla desde esta es que caminos tan distintos desemboquen en la misma ruina esperanzada”.
El género de la crónica permite una doble lectura que en este libro está muy bien lograda. Para el que nunca ha estado en La Habana, las descripciones que hace la autora le permiten tocar los muros del malecón y sentir el agua de mar que lo salpica, oír las voces de los habaneros y las explosiones del cañonazo, probar los pastelitos de guayaba y los helados de Copelia, ver las fotos que ella no tomará, admirar la arquitectura de la ciudad vieja, los juegos de claro-oscuros de los edificios, sufrir el calor, que es el mismo de acá, pero con menos aire acondicionado.
Para los que hemos visitado esa hermosa ciudad es un recorrido por lo conocido, por los espacios que hemos descubierto caminándola, que es la mejor manera de conocer las ciudades, lentamente, sin prisa, como si con cada bocanada de aire pudiéramos absorber su esencia. Sin embargo, la mirada de Melanie se hace presente, no se fija necesariamente en lo mismo que captaría la atención de cualquiera otro de nosotros. Al fin y al cabo es SU relato, no el nuestro, aunque podamos vernos reflejados en ese espejo.
Otro de los aciertos del libro es que no es una crónica sobre un viaje a Cuba. Este es un relato sobre una relación con Cuba. Así vemos a la hermana isla retratada en tres instancias distintas: 1994, 1997 y 2014. Veinte años es un mundo de diferencias. La Cuba del periodo especial es una muy distinta a la del 2014. Aunque el libro no pretende hacer un análisis de la historia económica de Cuba, Melanie explica brevemente – y muy bien – los acontecimientos que sumieron a la isla en este periodo de necesidad y carencias del que fue testigo, aunque fuera por unas semanas, y compara esa Cuba con la que encontró en su tercer viaje. La Cuba del 94 era una de oscuridad debido a los apagones, de racionamiento de agua (anyone?), de falta de comida y medicamentos esenciales, de prohibiciones y de mucha solidaridad. En una parte del libro, la autora relata una anécdota muy graciosa relacionada con la falta de carne:
“El marido de Milly tenía motora. Pudo comprar gasolina. Se amarró el cerdo a la espalda como si fuera una mochila. El y el cerdo llegaron a la casa sin contratiempos. En mi Cuba del viaje en los años noventa se hizo como en tiempos bíblicos con los corderos: se repartieron el lechón entre todos los habitantes del condominio. Hasta la presidenta del Comité de Defensa de la Revolución de esa zona estuvo feliz comiendo cerdo con nosotros. Cuando hay carne de puerco de por medio no hay delito que valga, parece”.
Ese primer encuentro con Cuba en plena juventud, en medio del entusiasmo que provoca pensarse en la utopía, tiene mucho de hermosa ingenuidad. Es el caso de Melanie este coming of age queda perfectamente retratado en este pasaje:
“En mi partida vestía un traje azul de tela traslúcida que volaba con el viento. El poeta Eliseo Diego estaba en el aeropuerto esperando el mismo vuelo que yo, de La Habana a Ciudad de México. Yo no podía parar de llorar. El poeta me miraba fumar y mirar a lo lejos. No sé qué proyectaban mi traje azul, mis cigarrillos y mis lágrimas. No sabía todavía quién era él. Le tocó al lado mío en el avión. Me dijo su nombre. Se me apretó el estómago y lamenté no tener fuerzas para pedirle que hiciera un poema que me explicara la tragedia que sentía, que en cambio no tenía nombre porque era demasiado ajena, aunque se sintiera propia. Mi tragedia era insignificante, cotidiana, hecha de las cosas de todos los días… La niña romántica se moría de dolor de amor por una isla que acababa de conocer, por su gente, por un proyecto que pretendía preservar y valorar lo humano sobre todo lo demás, y que en el camino se había cagado como se caga todo en la vida”.
El tercer viaje al que nos lleva Melanie es una experiencia más colectiva que los dos anteriores. En este es parte de una delegación de poetas puertorriqueños que han sido invitados a la vigesimotercera Feria del Libro de Habana. Como nos dice la autora: “la felicidad de este retorno luego de 17 años del segundo viaje tiene mucho que ver con la amistad”. Ahora las calles se recorren en bonche. Pienso en nuestros poetas como una especie de neo-revolucionarios porque ellos también se niegan a la muerte de la belleza y, como dice el escritor cubano Norge Espinosa, son los encargados de crear “pequeñas instancias de futuro”.
La energía de este viaje, la camaradería, la mirada común llena las últimas páginas de este libro, que en palabras del poeta Xavier Valcárcel “es una grata historia de amor y deseo contada desde lo literario, desde lo histórico y lo maternal, desde la amistad, desde el allá y el acá de dos islas mirándose”.
Vuelvo a reflexionar sobre la invitación que me hizo Melanie y me doy cuenta de que esta es una invitación personal a Neeltje, a la mujer que “quiere querer a Cuba”, que encontrará en este libro su propia historia de amor hacia este país. Porque aunque intente ser crítica (que lo he sido y lo soy), venzo al cinismo y a veces un poco a la razón y siempre me sorprendo defendiendo la utopía. Defendiendo lo que pudo ser, lo que puede ser. Porque no logro desenredarme de ese amor que trasciende generaciones y geografías y que va más allá de lo que obviamente compartimos.
Y cierro con algo que casi casi pude haber escrito yo: “Cuando estoy en La Habana no me siento que estoy en un país extranjero, por diferentes que hayan sido nuestros pasados recientes… Todavía nos une el peso de las islas. Uno con el tiempo se vuelve menos sentimental. Más duro. Menos utópico. Mientras estuve allá esperaba a que llegara el momento en que una cosa, una mirada, un gesto, me conmoviera hasta las lágrimas. ¡Hemos sobrevivido tanto! Ellos y nosotros. Ellos sin nosotros. Me pasa a menudo. Caminando por la avenida de los Presidentes le confieso a Rafa: Yo siempre me voy de Cuba llorando. No te asustes ni me preguntes. Déjame, que se me pasa. Al regreso no lloré. No lloré en las despedidas que se viven con miedo y de lejitos. Así, tirando besos al aire como si fuera el caso de que cuando amanezca nos podremos volver a tomar un café juntos. Pensé, será en el aeropuerto que me reviente todo. Luego, será en el avión. Será al aterrizar en la isla de acá. Llego a mi casa y no lloro. Es que son otros tiempos, me digo. Se me habrán endurecido las fibras. Es que la cosa ya no tiene tanta gracia como para el llanto. Me siento a escribir: me preparo para escribir una historia de amor y como siempre uno se queda buscando las palabras que alejen lo que se siente, la trama, los gestos, del melodrama simple, de los lugares comunes, de la imposible definición del deseo. De repente, se me nubla la vista”. Como cuando pienso en Carlos, añado yo.
*Texto leído en la presentación del libro Espejos (crónica sentimental), el 3 de diciembre de 2015 en la Librería La Tertulia en Río Piedras.