Son of Saul
El extraordinario filme que nos ocupa es de tal impacto que se posiciona inmediatamente entre lo mejor de la larga lista de películas sobre el Holocausto. Lo hace porque la concepción del filme es novedosa para el tema sin ser un truco barato, y la visión de lo que ocurre es tan poderosa que nos mantiene entre el asombro y el horror.
Hay que comenzar (como la hace la película) explicando que Saul (Géza Röhrig), un judío en Auschwitz-Birkenau, es un Sonderkommando. Este era un grupo de judíos ordenados por la SS a deshacerse de los cuerpos de quienes morían en las cámaras de gas y, luego, limpiar las cámaras. Aunque vivían mejor que los otros prisioneros su vida en los campos no duraba mucho más de tres meses. Al cabo de ese término eran asesinados en las cámaras y suplantados por otros que llegaban a los campos, particularmente después de la infame conferencia de Wannsee en 1942 que estableció el plan para la “solución final” o exterminio de los judíos por los nazis. Para octubre de 1944, fecha en que se desarrolla la cinta, se había acelerado la exterminación y las cámaras y los crematorios comenzaron a trabajar a doble tiempo: ya estaban los aliados en Europa como resultado de la invasión de Normandía, y se avecinaba el fin del tercer Reich.
Sabemos que estamos ante un filme revolucionario cuando la primera toma que vemos está fuera de foco. Es una forma metafórica de establecer que la vida, el mundo de los campos no era cónsono con lo que sucedía normalmente. La vida era siempre nebulosa y la única certeza era el abuso físico y la muerte. Saul camina hacia la cámara y no vemos bien sus facciones hasta que está justo ante la cámara, que resulta que somos nosotros, y el director László Nemes y su magnífico camarógrafo Mátyás Erdély, nos montan en las espaldas de Saul y vamos recorriendo los horrores de las cámaras y percibiendo lo que ocurre sin ver nada en particular sino más bien entendiendo que la muerte nos acompaña en cada esquina y en cada recoveco del tortuoso camino por donde nos conducen los pasos de Saul.
No vemos los rostros de nadie en particular sino más bien celajes de rostros y cuerpos -o de cuerpos que son arrastrados hasta los hornos-, la emisión de gritos, los puños que quisieran derrumbar las puertas de hierro de las cámaras de gas donde miles están siendo asesinados. Ese anonimato era parte de los campos pues eran lugares donde se pretendía una demolición metódica del yo, de la individualidad, de la libertad. Por mucho tiempo solo vemos la parte posterior de la cabeza de Saul y una X roja que le han pintado en la espalda. La marca es una de las pocas cosas que lo distingue de las víctimas que han ido dejando sus ropas en perchas “para darse un baño antes de tomar la sopa y el té”. Junto al número que lo identifica esa X es lo que queda de su identidad. Cuando sí vamos conociendo a Saul nos topamos con un rostro inexpresivo desprovisto de toda emoción o sentido de vida, de estar vivo para tener un futuro. Los otros rostros que vamos descubriendo no son muy distintos.
Exterminado un grupo de judíos se encuentra entre los cadáveres el cuerpo de un niño que inexplicablemente ha sobrevivido. Un médico de la SS lo examina brevemente y luego lo asfixia. Saul toma al niño como su hijo y decide en el instante que es necesario darle sepultura como se le debe a un judío. Esa decisión lo impele a buscar un rabino para que le rece al chico el Kadish (una oración que enaltece a Dios y pide la redención del muerto).
Mientras tanto vamos presenciando cómo, a pesar del caos que es el campo y la frugalidad y la tirantez de las relaciones entre los condenados, se va fraguando una especie de conspiración para tratar de que el mundo vea las fotografías que delatan lo que sucede allí. Todo este tiempo seguimos percibiendo los horrores como si estuvieran pasándonos a nosotros, como si estuvieran sucediendo a nuestro alrededor. Sufrimos la angustia de Saul de querer “redimir” a su “hijo” de la bestialidad que es ser asesinado y cremado, y completar la destrucción de “la persona” lanzando sus cenizas al río para que fluyan en él desaparecidas. Esto, el lanzamiento de las cenizas al río, resulta ser una de las grandes ironías que nos depara el filme y, al mismo tiempo, nos da la clave de la paz que le ha de llegar a Saul por eventualmente llegar, sin saberlo, “al río de la vida”. En un viraje heraclitiano es el río cambiante que casi lo mata el que le otorga a Saul un momento de felicidad.
El director Nemes escribió el guión junto a Clara Royer y vuelve a acertar cuando la sublevación (verídica) de los Sonderkommando en Auschwitz-Birkenau el 7 de octubre de 1944, es el trasfondo de los intentos de Saul de darle sepultura al cadáver de su “hijo”. Solo vemos celajes de lo que está ocurriendo y escuchamos explosiones y los disparos de los amotinados, pero la cámara sigue la obsesión de Saul, que se ha convertido en la nuestra. Su súbita demencia, que evidencia la ausencia de lógica, nos alerta que el abuso excesivo solo permite el “desenfoque” de la realidad y la fantasía se convierte en el último agarre de la desesperación y la impotencia. Mover el “yo” desaparecido a la irrealidad consigue en ese nuevo plano un propósito de vida. Es lo que ahora mueve cada pensamiento, cada acción arriesgada y casi imposible de Saul, quien en el corto tiempo que provee un día y poco más, vive una nueva vida que jamás han logrado los que lo acompañan a una muerte certera. Hay que recordar que Saúl (ahora con acento) fue el primer rey de Israel, y Saul, por un corto tiempo, es el rey de su obsesión fantástica.
Concentrar la historia en la búsqueda del rabino de parte de Saul evita, como hace Primo Levi en “Si esto es un hombre”, contar y enseñarnos los detalles de los campos que son inenarrables porque sabemos que no importa lo que nos enseñe Nemes esto ha de ser una fracción del horror y el terror de los campos verdaderos. Como en el libro de Levi la falta de solidaridad, la mentira y el engaño de unos prisioneros hacia otros se nos muestra sin mucho énfasis porque es inevitable que pensemos que así fue, ya que muchos querían salvar su vida a como diera lugar cuando no había lugar. Hay muchos detalles que no quiero divulgar de este tema particular, pero el rechazo de cualquier muestra de familiaridad o de intimidad es parte de una escena devastadora donde vemos de cerca una mujer que tiene algo para Saul. Aquí y en muchas otras tomas, Nemes nos recuerda que los campos constituían un mundo con reglas que no tenían contraparte o similitud con el mundo externo.
El filme, superior como arte a muchos otros sobre el Holocausto, representa un impresionante debut para Nemes. Percibí en el guión la presencia de Levi, de algunas de las escenas en “El largo viaje” de Jorge Semprún y, en particular, de Imre Kertész, premio Nobel de literatura de 2002, quien en su libro “Fatelessness” describe la “vida” de un niño de quince años en Auschwitz. El homenaje de Nemes a su compatriota húngaro, Kertész, se puede apreciar en que existe una novela del escritor que se llama “Kaddish for a Child Not Born” (2004). Esta película podría tener un título que se aproximara a ese: “Kadish para un niño que resucitó”. El final del filme es desgarrador y simultáneamente redentor. No se pierdan esta joya.