Stiglitz descubre el Mediterráneo
Stiglitz, por otro lado, no es cualquier economista. Nobel de economía, fue vicepresidente y economista jefe del Banco Mundial y consejero económico del Presidente Clinton. Su libro, que merece leerse con cuidado, se titula El precio de la desigualdad. El 1% de la población tiene lo que el 99% necesita (Madrid/México D.F.:Taurus, 2012). El subtítulo original en inglés es igual de interesante: How Today’s Divided Society Endangers Our Future. Se trata de un diagnóstico de la situación económica, social y política de Estados Unidos (con algunos comentarios sobre Europa). La idea central es sencilla: en los Estados Unidos existe una creciente desigualdad económica que tiene efectos terribles en todos los aspectos de la vida en ese país. Stiglitz insiste que las políticas económicas que han generado esa situación deben abandonarse. Propone algunas ideas al respecto.
Como lo que sucede en la economía y la política de Estados Unidos afecta directamente a Puerto Rico el tema nos toca de cerca. Vamos a resumir rápidamente los hallazgos de Stiglitz para luego abordar tres temas: la validez del diagnóstico del Stiglitz y el posible efecto de las medidas que propone y la vieja pregunta leninista ¿qué hacer?
1) Stiglitz señala con decenas de datos un mismo fenómeno: la creciente desigualdad entre los sectores más ricos de Estados Unidos y el resto del país. Agarrándose de la consigna lanzada por el movimiento Occupy en 2011, Stiglitz documenta como el 1% (no el 10%, repito, sino el 1%) de la población más rica de Estados Unidos posee el 35% de la riqueza del país y 40% de la riqueza no residencial. Ese 1% es cada vez más dueño del país en el que el resto de los habitantes vive.
2) Stiglitz demuestra igualmente como la llamada «igualdad de oportunidades» es un mito: la riqueza es en su mayor parte hereditaria. Quitando las excepciones que siempre se resaltan en los medios, la gran mayoría de los integrantes de sectores más ricos nacen, se educan, se entrenan para asumir y asumen los puestos que corresponden a su clase, cuya riqueza pasan a sus hijos. Los que nacen en la clase trabajadora, suben o bajan dentro de sus límites, pero casi nunca los rebasan.
3) Con otra catarata de datos, Stiglitz explica como la tan alabada competencia se convierte en su opuesto. Describe como tres o cuatro grandes empresas controlan importantes sectores de la economía de Estados Unidos. En pocas palabras, en muchos sectores existen grandes monopolios que acumulan ganancias extraordinarias, o rentas, como Stiglitz las denomina.
4) El libro de Stiglitz explica como en su búsqueda de ganancia las grandes empresas descargan el costo de sus acciones en el resto de la sociedad. Contaminan el ambiente, por ejemplo, sin asumir los costos en la salud que esto tiene, costos que el resto de la sociedad (nosotros y nosotras) debe pagar. Es lo que los economistas llaman «externalidades». Estas externalidades, como señala Stiglitz, constituyen un subsidio monumental, aunque invisible, que la sociedad entrega a estas grandes empresas: los costos son nuestros, las ganancias suyas.
5) El mismo imperativo del lucro privado se encuentra detrás de la incapacidad de estas empresas de tomar acción para atender problemas como el cambio climático, en la medida que hacerlo afectaría sus fuentes de ganancia.
6) Por otro lado, la creciente concentración de la riqueza conlleva una concentración del poder político: los funcionarios electos responden a las posiciones de los grupos más ricos. Para salir electo se necesitan recursos que tan sólo esos sectores pueden aportar. Como plantea Stiglitz, a la democracia en Estados Unidos, más que «una persona, un voto» le queda mejor la descripción «un dólar, un voto». La influencia electoral y legislativa depende del dinero.
7) Con los organismos públicos que tienen encargado supervisar, o reglamentar o regular diversos sectores (minería, energía, comunicaciones, banca, etc.) ocurre algo parecido: los supervisores provienen y regresan a las empresas que se supone que supervisen. En realidad estos intereses se supervisan a sí mismos. ¿Sorprende entonces que lo hagan para aumentar sus ganancias, o sus rentas, como Stiglitz prefiere llamarlas?
8) Si el 1% controla el Congreso y las agencias reguladoras no es raro que implanten políticas que favorecen a ese 1% y que acentúan la desigualdad. Stiglitz ofrece múltiples ejemplos: la compras de materiales a las más grandes empresas por el gobierno a sobreprecio, que constituye otro traspaso masivo de riqueza de los contribuyentes a esos sectores; el otorgamiento del derecho de explotar y usar recursos (minerales, del espectro electromagnético a las emisoras) a precios muy bajos o gratis, y last but not least, las políticas anti-sindicales.
9) Como punto aparte de estas políticas favorables al 1% hay que destacar la reducción progresiva de los impuestos que paga dicho sector. Stiglitz ofrece ejemplo de grandes empresas que prácticamente no pagan impuestos. Esto quiere decir que el resto de la sociedad costea los servicios que esos sectores reciben. Otro subsidio a sus ganancias.
10) Cuando esta política de reducción de impuestos se traduce en un creciente déficit del presupuesto del gobierno (la famosa «crisis fiscal» como la conocemos en Puerto Rico) la respuesta del 1% que controla la política de Estados Unidos ha sido y es recortar más aún los programas que apoyan o socorren a los sectores más empobrecido del otro 99%: los programas de apoyo a desempleados, a estudiantes sin recursos, a los pobres en general. Esto, por supuesto, aumenta la desigualdad.
11) Stiglitz explica como la crisis que se desató a partir de 2008 no ha hecho otra cosa que acentuar la desigualdad que se había ido acentuando desde 1980. La respuesta del gobierno ha sido lo que se podía esperar dadas las condiciones descritas anteriormente: se organiza un masivo rescate de los grandes bancos (que en este caso no objetan la intervención del gobierno para corregir los errores del mercado) a la vez que se tolera que se hundan las hipotecas de millones de familias que han perdido sus residencias. Por otro lado, a nombre de no aumentar la inflación, se rechaza la opción de aumentar el gasto público (buscando recursos, de ser necesario, aumentando los impuestos al 1% más rico) para estimular la economía. Se adopta, al contrario una reducción de ese gasto, a nombre de reducir el déficit fiscal. Este fetichismo del déficit, y esa prioridad de la supuesta lucha contra la inflación sobre la lucha contra el desempleo, plantea Stiglitz, corresponde al deseo del 1% de retener sus privilegios aunque ello prolonga la crisis, perpetúa el desempleo y aumenta la desigualdad.
12) Al echar una mirada rápida fuera de Estados Unidos, Stiglitz, repito: antiguo economista en jefe del Banco Mundial, señala que lo que él llama «globalización sin trabas» se traduce en un creciente poder global del gran capital sobre los pueblos y los gobiernos. Libres de moverse de un país a otro, las empresas chantajean y ponen los gobiernos a competir a ver cuál ofrece legislación laboral, ambiental o políticas fiscales más favorables a sus ganancias: se establece una carrera hacia abajo que presiona a los gobiernos a hacer concesiones a las empresas antes de que se reubiquen en otro lugar. Si dentro de Estados Unidos se erosiona la democracia, plantea Stiglitz, globalmente se desvanece la posibilidad de cada país de diseñar su política de desarrollo. La libertad de las empresas crece a costa de la auto-determinación de los países del llamado Tercer Mundo.
13) Stiglitz destaca, para terminar, como el 1% no olvida la importancia de convencer a la sociedad de la bondad de sus políticas. Así destaca como una red impresionante de instituciones, desde los departamentos de economía en universidades, pasando por los think tanks financiados por el gran capital, columnistas, y la prensa, hasta cadenas televisivas como Fox generan una avalancha diaria de informaciones, papers, análisis, medias verdades, opiniones y prejuicios que intentan (y en buena medida logran) demostrar que las políticas que sólo benefician al 1% convienen también al otro 99%, que, por ejemplo, es lógico rescatar los bancos pero inmoral ayudar a los pobres, que los subsidios a las empresas ayudan al crecimiento pero el welfare fomenta la vagancia, que el problema del país no es la creciente desigualdad sino los pobres que «viven del gobierno», y así sucesivamente.
Se trata, en fin, de un contundente repertorio que describe la situación social actual de Estados Unidos, el centro de la economía capitalista mundial. Stiglitz documenta todo esto con estudio tras estudio: es un retrato que sería muy difícil refutar. Debo decir, sin embargo, como ya indiqué al principio, que nada de esto debiera sorprendernos. Desde hace tres décadas los críticos de izquierda del neoliberalismo no sólo constataron después del hecho, sino que predijeron y previeron que tales serían las consecuencias inevitables de las políticas neoliberales (baste mencionar, por ejemplo, los escritos del gran economista marxista Ernest Mandel hasta su muerte en 1995 o, más recientemente los escritos de Eric Toussaint). De hecho: la descripción documentada de Stiglitz no hace otra cosa que comprobar la validez de más de un postulado de la teoría económica de Marx, tantas veces enterrada por sus opositores (y que he tenido ocasión de explicar y comentar en otros artículos en 80grados). Entre esas características, tendencias y consecuencias del capitalismo identificadas por Marx y sus continuadores se encuentran las siguientes: el control de la economía por las grandes empresas; la tendencia a la concentración y centralización del capital y al surgimiento de sectores controlados por pocas empresas; la subordinación de las acciones de dichas empresas al imperativo de aumentar sus ganancias privadas a costa de la humanidad y de su entorno natural; el control del estado por dichos sectores, que convierte al primero no en representante de la sociedad sino de una clase social; la circulación de ideas y prejuicios que normalizan, justifican o encubren la realidad de ese dominio de clase y que presentan los intereses de unos pocos como si fuesen los intereses generales. Si afirmo estas cosas en algún pasillo me corro el riesgo de que descarten como marxista vulgar y dinosaurio incorregible. Pero, como puede verse, la presentación de Stiglitz, figura inocente de toda simpatía por el marxismo, confirma, punto por punto, la concepción marxista que acabo de resumir.
Pero ya que el libro de Stiglitz nos hace sospechar que el funeral del marxismo ha resultado ser ¡otra vez! un tanto prematuro, no está demás hacerle tres preguntas marxistas a su diagnóstico, sus propuestas y sus silencios. Empiezo por lo último: el silencio. El libro de Stiglitz no hace una pregunta tan sencilla como importante: ¿quién? ¿Quién puede cambiar o revertir las políticas que su libro documenta y denuncia? A riesgo de descubrir yo el Mediterráneo debo plantear que sería ingenuo pensar que las mismas clases y sectores que se benefician de esas políticas van a revertirlas a costa de sus privilegios y sus ganancias. Entre las medidas que propone Stiglitz se encuentran las siguientes:
1) Una política contributiva progresiva que aumente los impuestos a las grandes empresas y a los sectores más ricos.
2) El fin de las compras a sobreprecio, empezando por lo que el gobierno paga a las empresas farmacéuticas por las medicinas que se proveen a través de Medicare y otros programas de gobierno.
4) El cobro adecuado por el derecho a explotar o usar recursos (minería, espectro electromagnético, etc.).
5) El cobro de «externalidades» a las empresas que las generan.
6) El fin de las intervenciones militares con sus gastos astronómicos.
7) El aumento del gasto público en diversos renglones (obras públicas, servicios públicos, apoyo a desempleados y pobres, becas, rescate de hipotecas, entre otros) como estímulo económico, que a su vez reducirá desempleo y permitirá subsanar los déficits que se generan (si alguno).
8) Una política favorable a la organización sindical y la negociación colectiva de condiciones de salario y empleo.
9) Una política de seguridad de empleo y de reducción del empleo parcial y precario.
10) Una reforma del financiamiento de campañas.
11) Legislación para limitar la compensación de los más altos ejecutivos de las grandes empresas.
¿Quién puede pensar, repito, que el 1% más rico y los partidos y políticos que lo representan van a adoptar las medidas propuestas por Stiglitz, por elocuentemente que él, u otros las presenten (el economista Paul Krugman ha hecho propuestas parecidas en su libre End this Depression Now! (New York: W.W. Norton, 2012))? No hablemos del Partido Republicano. Baste mirar el curso de la primera administración de Obama para constatar que tampoco hay base para esperar una implantación de esas políticas por el Partido Demócrata. La realidad es que para implantar el programa propuesto por Stiglitz hace falta una disposición para enfrentar los privilegios del 1% que tan sólo puede surgir de fuera de ese 1%: esas propuestas tan sólo tienen futuro como parte del programa de una nueva fuerza política en Estados Unidos que organice y movilice a la mayoría golpeada por las políticas del 1%. Hace falta, ¿me atreveré a decirlo? un partido del pueblo trabajador, con el nombre que se le quiera dar, pero fuera de las filas de los dos partidos del 1%.
Las otras dos preguntas que hay que formular al libro de Stiglitz se relacionan con su diagnóstico y las propuestas que ya hemos resumido. Como indican las propuestas que formula, para Stiglitz los males que su libro describe son resultado, no del capitalismo, sino de los excesos del capitalismo; no de la competencia sino de la competencia sin controles; no de la ganancia privada como regulador económico, sino de la búsqueda por algunas empresas de rentas ilegítimas; no de las leyes fundamentales del capitalismo, sino de las malas leyes adoptadas por el gobierno. La solución está, por tanto, no en suprimir el capitalismo, sino en limitar los excesos; no remplazar la economía como mecanismo central, sino regularla; no eliminar la ganancia privada como regulador económico principal, sino acabar con las rentas ilegítimas; no liberarnos de las leyes ciegas del capitalismo sino, cambiar las malas políticas del gobierno. El problema no es el funcionamiento y el mecanismo interno del capitalismo sino, más bien, que ese mecanismo no está funcionando adecuadamente.
Me parece que nadie en su sano juicio puede oponerse a las propuestas de Stiglitz, (a menos que sea propietario o co-propietario de las empresas cuyas ganancias se verían afectadas o que forme parte del sector más rico de la sociedad estadounidense). Pero el análisis de Marx, confirmado por los datos recopilados por Stiglitz, nos advierte que esas medidas pueden aliviar los problemas que Stiglitz denuncia, pero no pueden resolverlos: su raíz no está en los excesos del capitalismo, sino en sus tendencias fundamentales, o para decirlo de otro modo, los excesos del capitalismo son parte inherente del capitalismo: la inversión se convierte en especulación, la competencia en monopolio, la democracia en plutocracia, la expansión termina en crisis, no como violación sino como despliegue de las reglas del capitalismo. A la larga o la corta no se pueden acabar los males que denuncia Stiglitz sin remplazar las reglas del capitalismo con la propiedad pública de las empresas y bancos más importantes y con la administración democrática de esos recursos para satisfacer las necesidades de la población y reducir la jornada de trabajo dentro de los límites que fija el respeto a nuestro entorno natural.
¿Habría que concluir, entonces, que entre los que asumimos esta posición y los que se solo se plantean reformas de algún tipo, con una lógica similar a la de Stiglitz, no hay puntos de contacto? Al contrario: me parece que el momento exige que trabajemos juntos construyendo el tipo de proyecto político que ambos necesitamos, fuera de los partidos políticos tradicionales. A los socialistas la situación nos coloca ante una disyuntiva: ¿estamos dispuestos a trabajar en un proyecto político junto a personas que no son socialistas? A los que no son socialistas, pero que también quieren luchar por la justicia y la igualdad también les coloca ante una disyuntiva: ¿estamos dispuestos a trabajar por la igualdad junto a socialistas? Creo que unos y otros deben contestar en la afirmativa. Como socialista haría tan sólo un señalamiento a los que no lo son pero sí están comprometidos con la igualdad y con la democracia: si la realidad y la práctica demuestran que el capitalismo es incompatible con la igualdad y una verdadera democracia –y me parece que la experiencia demuestra y seguirá demostrando que ese es el caso– hay que estar dispuesto a enterrar el capitalismo, en lugar de permitir que siga enterrando nuestros ideales.