Tanatología comparativa de la agonía del Cardenal
Cuando encendí el noticiario vespertino de las 5 quedé aturdida. Un canal local había asignado a 5 reporteros a cubrir la noticia del fallecimiento del Cardenal Luis Aponte Martínez. Todos los ángulos cubiertos. Sólo un detalle me aturdía un poco. Tardó varias horas en asentarse su sentido pero llegó: se informaba que el Cardenal había “pedido” un sedante, y que fue al filo de las 4 de la mañana que su cuerpo dejó de respirar.
De ese momento a esta parte comencé a hacer una tanatología comparativa de la agonía del Cardenal y la de Jaime, uno caudillo de la fe de muchos, el otro, libre pensador y cabecera del amor patrio y familiar de los Vélez de Bayamón y Ciales.
El sedante del Cardenal captó mi atención tras la experiencia que acababa de vivir con Jaime, mi tío, que era realmente un padre para mí, y a quien tuve el honor y el dolor de acompañar en la semana más dura de su vida –y la nuestra–, en su lecho de muerte durante Semana Santa. Los aspectos que aquí analizaré giran en torno al acceso que uno y otro tuvo a morir como “como vivió”, a cumplir su voluntad en momentos de etapa terminal o crónica y a múltiples elementos de debate que la sociedad puertorriqueña debe atender en aras de no confundir conceptos como la eutanasia, el sufrimiento desmedido e innecesario, el dolor añadido y el acceso desigual de los poderosos a mejores circunstancias de abandonar los cuerpos que habitan.
Los casos Vélez y Aponte
Jaime, un arqueólogo de 57 años, fue diagnosticado con un agresivo cáncer cerebral desde enero de 2011 y desde entonces se sometió a quimioterapia, radioterapia y otros tratamientos alternativos fuera del país. Las estadísticas le decían que sólo el 28 por ciento de los pacientes con esta enfermedad sobrevivían al primer año luego del diagnóstico, mientras que ínfimamente un 1 por ciento lo hacía el segundo o tercer año. Había que intentarlo todo.
En el avance del pulpo maligno que habitaba su corteza cerebral, él y nuestra familia experimentamos un sinnúmero de instancias “raras” del ser humano, pero que se resumen en la simpleza del concepto del “fallo” de múltiples funciones de su cuerpo y mundo cognitivo. Digamos que en cosa de dos meses Jaime, de estar en pleno disfrute de caminar y hablar, cayó súbitamente en silla de ruedas, en cama, hasta que, al igual que el Cardenal, dejó de reaccionar y reconocer, perdió la vista, la palabra, y más tarde experimentó convulsiones y posiblemente muerte cerebral.
Del lado de Aponte Martínez, busqué y llegué a rescatar varios reportes de su salud que databan desde el mes de enero pasado. Así supe cosas, como que era sobreviviente de cáncer y que tenía 89 años y problemas de hemoglobina. También supe que el máximo líder de la Iglesia Católica en Puerto Rico llevaba teniendo altas y bajas de salud durante el pasado año y medio.
El caso es que ambos agonizaban en plena Semana Santa. Entonces, el sedante del Cardenal trajo consigo el asunto de que sin duda alguna sus médicos se sintieron libres de administrarle el medicamento que aminorara su dolor en etapa con escasas posibilidades de recuperación, cosa que fue negada en el caso de Jaime, más allá de los parchos de morfina, a los cuales su cuerpo se “acostumbró” tanto, al punto de quedarse cortos en aliviar su dolor.
En la situación de Jaime los médicos, con notable incomodidad e impotencia, alegaron que no se le podía suministrar sedante alguno pues ya en su avanzado estado de dificultad respiratoria, el mismo surtiría un efecto tal que podría catalogarse como eutanasia, práctica que hasta el momento permanece ilegal en Puerto Rico y arropada por un manto de mutis, como tabú.
Pero, la diferencia entre Jaime y el Cardenal era, entre otros aspectos, que la medicina convencional se había dado por vencida con Jaime hacías ya tres meses. En contraste, con el Cardenal la medicina dio su batalla hasta el último momento, lo acompañó. Hay quienes podían aventurarse a esperar un milagro en el caso del Cardenal, pero los menos podían esperar lo mismo para Jaime. Hacerlo era en efecto alimentar la negación que produce la inminencia de un la partida de un ser querido.
Entre las similitudes está que ambos renunciaron a que les realizaran procedimientos de resucitación u otros invasivos, pues ambos reconocían que cada vez más su lugar se alejaba de este ámbito material en el que nos desenvolvemos. También los dos preferían permanecer en sus casas hasta el momento de su partida, lo cual no le fue posible al Cardenal pues tengo entendido que su familia se vio obligada a llevarlo al Auxilio Mutuo.
Jaime siempre fue un tipo bien claro. En más de una ocasión habló conmigo y otras tantas con su esposa para decirnos que él no le tenía miedo a la muerte y que si fuera por él accedía a acabar el sufrimiento de todos marchándose de forma práctica y definitiva. También sabía que vivía en una sociedad que lo juzgaría –a él y a su familia-, dado la fe religiosa imperante y el fundamentalismo cristiano de algunos, que logran dejar inmóviles de miedo a quienes debería legislar para hacer justicia a los ciudadanos con cáncer, por ejemplo, y que se encuentran en etapa avanzada, al punto de dejar de ser quienes fueron y convertirse en una masa adolorida sin posibilidades de recuperación, ni comunicación. En fin, en un cuerpo en el que me aventuro a pensar que hasta el espíritu ha abandonado antes de su expiración.
El excelentísimo Luis Aponte Martínez, según informes, no reaccionaba ni reconocía. Sin embargo, ante alegados gestos de dolor, y quizás también a solicitud, le administraron sedantes que amortiguaron su agonía. En el Barrio Guaraguao Arriba de Bayamón, la historia era otra. Allí asistimos a un vía crusis, amén de cargar en hombros el miedo de unos y la hipocresía de otros ante la muerte.
Acá en casa de Jaime, la agonía comenzó desde el día del diagnóstico. Sin embargo, la cosa se puso mala el último mes en el que dejó de comer, habiendo perdido ya 80 libras. Y luego de varias convulsiones, los últimos tres días fueron de pesadilla. Nos preguntábamos si había algo que pudiéramos hacer para ayudarlo a sobrellevar su dolor, y le preguntábamos a los médicos por algo como un sedante, que lo hiciera descansar un tanto. Ellos guardaban silencio, seguramente pensando en las múltiples opciones existentes en un lado de la balanza, y en el otro su licencia de médico pendiendo de un hilo, o lo que «es correcto» dentro del sentido común cristiano. “Nada, no se puede hacer nada, un sedante caería en eutanasia”, respondían. Y uno de ellos, en su intento por dar aliento y justificar el vía crusis, nos soltó: “Hay que dejar que el de arriba diga cuándo ese corazón y pulmones van a dejar de funcionar. Esto es lo que Jaime pidió, hay que respetar lo que Jaime quiso”.
Tomé aire y me erguí. Lo miré a los ojos como tirándole un arponazo penetrante que lo obligara a interpretar mis córneas. Y le dije que Jaime lo único que había pedido era que no lo lleváramos a más hospitales, que quería morir en su casa y que no quería entubación de ninguna clase ni resucitación. Le espeté también que en efecto eso, eso que estaba experimentando Jaime en ese momento tétrico, nunca le había pasado tan siquiera por la mente. Su esposa introdujo un “eso no es humano”. Y yo la corregí aclarando que en efecto eso era humano, sí, que le ocurría a un cuerpo humano y que éramos humanos los que estábamos alrededor viéndolo y no haciendo nada para ayudarlo. Que eso es tan humano como la solidaridad y ayuda que yo insistía en hacerle llegar. Entonces el médico, bastante aturdido, finalizó diciendo que “ese cuerpo después va a forense y ahí es que puede haber problemas, eso sería eutanasia”.
¿Es un sedante una eutanasia?
De ese argumento la conversación no se movió un ápice. Quedaba claro que el joven médico no iba a intervenir en el asunto, quien sabe si por convicción, o por temor a errar ya fuera en la ética, la medicina o en la fe. Pero, ¿acaso los médicos del Cardenal no sintieron el mismo temor?
¿Quién nos asegura que dentro de la línea fina que existe en la asistencia de la medicina en la muerte del Cardenal no se cruzó la línea de la eutanasia? ¿Cómo definimos la eutanasia? ¿Cómo se administra en Puerto Rico, y quienes tienen acceso a ella? ¿Acaso eso de eutanasia es un concepto confuso que hipócritamente lo dejan fuera de la discusión pública, pero que en la intimidad de un cuarto de hospital o de la casa de los poderosos sea algo bastante habitual? En mi opinión uno no tendría que tener ningún motivo para estarse haciendo estas preguntas, pero lamentablemente, ante la tanatología comparativa de ambos casos, los motivos saltan a la vista.
Nadie niega que tanto el Cardenal como Jaime sufrieron. El punto es que uno tuvo el beneficio del sedante y el otro no. Que el Cardenal creía en Dios y sus milagros, pero a la hora de enfrentar la muerte su cuerpo pudo ser inducido a unas disminuciones del ritmo cardíaco que lo colocaran en mayor riesgo de muerte que si no lo sedaban. En cambio Jaime, libre de dogmas, era un ser espiritual pero práctico (al parecer otra similitud con el Cardenal), con la diferencia de que, contrario al Cardenal, tuvo que cargar con el pesado tabú, la pesada fe en los milagros y la abultada e imperante “voluntad del de arriba” que socialmente aquí termina por, en momentos de muerte, meternos a todos en un dogma del cual el Cardenal nos dio respuestas reveladoras.
La experiencia acertada del Cardenal y su familia, de aminorar el dolor en la etapa terminal, nos comunica muchas cosas. Que nada tiene que ver la eliminación del dolor añadido en tiempos de muerte, con el dogma que él promovió. Que se puede creer en Dios y a la vez ser piadosos con un cuerpo y un ser que se separan en medio de escenarios de dolor y sufrimiento estériles, o que sólo producen la sensación de estar viviendo en los años treinta, y que a pesar de poner un hombre en la luna y descubrir océanos en Marte, mantenemos un nivel de ignorancia colosal que nos hace agonizar a uno justo en la cara del otro, por no tener la madurez de debatir asuntos puramente naturales, que nos conciernen a todos.
Con esto se abren muchas vías de discusión, máxime cuando las estadísticas nos dicen que en poco tiempo uno de cada tres puertorriqueños tendrá algún tipo de cáncer.
Eso sí, a veces nos apresuramos a comprar brazaletes para contribuir en “la lucha contra el cáncer”, cosa necesaria, sin duda, y por ello, bienvenido sea el gesto. Pero lo que se necesita además de eso es un debate público que no sentencie a los pacientes que ya lo padecen (o que padecen de otras enfermedades terminales) a mayores dolores, estigmas y juicios, que sólo proceden del miedo, y no de la esperanza de renacimiento que muchos identifican en los procesos de muerte. Es hora de tomar el toro por los cuernos y dejar atrás la hipocresía de unos y otros ante la muerte. Lo correcto debería ser lo correcto para todos, sin importar creencias, todos deberíamos coincidir en que todos tenemos que aportar nuestro granito de arena por lograr para nuestros seres queridos -y para nosotros mismos en una eventualidad-, que podamos morir a la altura de los valores más sublimes que se le atribuyen a los dioses, pero que son tan humanos como nosotros: amor, piedad y hermandad. Nadie debería estar cargando el peso de creencias extremistas que nos aplasten con más fuerza en momentos de muerte.
El monseñor Mario Guijarro, quien acompañó al Cardenal en su más reciente hospitalización recalcó que él estuvo luchando «hasta el fin, con las botas puestas».
Yo digo que Jaime sigue luchando también a través de mis botas y de todas las botas que dentro tengan un corazón repleto de humanidad y hermandad. Al fin y al cabo, intuyo que las botas del Cardenal, las de Jaime y las mías, son las botas de todos.
Jaime Vélez Vélez (24 de febrero de 1955 – 8 de abril de 2012) era arqueólogo, tenía 57 años y lo sobreviven su esposa y sus hijos de 21 y un niñito de 10.