Tengo la edad de Luis Fortuño
Tengo la edad de Luis Fortuño. Alguien que estudió con él en el Colegio Marista de Guaynabo me dijo que pertenecieron a la clase de 1978. En 1977 terminé la escuela superior, pero estaba adelantado un año.
Este dato, nuestra común edad, me ha traído muchas cosas a la memoria. ¿Me pregunto si el destino nos puso frente a frente en algún torneo de voleibol o baloncesto de nuestros colegios? Llevo dos días tratando de recordar si en el itinerario de los equipos de Campo Traviesa, de los que fui miembro, estaba el Colegio Marista. De ser así, quizá el adolescente Luis Fortuño pudo verme desde el público que bordeaba la meta o, incluso, perder el aliento junto a mí en una ruta temible, enfangada y llena de piedras. Pero no recuerdo haber competido en el Colegio Marista y nada indica que Luis Fortuño se haya interesado por los deportes y mucho menos por uno tan arduo y minoritario como esta disciplina del atletismo.
En realidad, no creo que hayamos tenido muchas ocasiones de encontrarnos. Contrario a la mayoría de mis compañeros de clase, mi familia no fue miembro del Caparra Country Club, no tenía apartamento de playa en Isla Verde o Palmas del Mar, no poseía fincas heredadas de abuelos o bisabuelos, no iba de vacaciones a ningún sitio ni en Navidad ni en el verano. Pertenecí a un pequeño núcleo familiar cuyos orígenes eran lejanos y que traía más de un exilio a cuestas. En casa, desde niño, supe de gente que había sobrevivido al hambre y a la guerra; mi madre besaba los mendrugos de pan antes de arrojarlos al cesto de la basura, mi padre tenía episodios de su vida a los que ninguna pregunta podía entrar. Sacrificándose, probablemente por una sola razón, mis padres me matricularon en el Colegio San Ignacio. Para ellos, en la futura formación universitaria se hallaban las únicas soluciones de la vida. El colegio sería un primer paso.
A pesar de todo, de sus muchos espejismos y a veces sus inocentes deslumbres, se los agradezco. La cultura ofrece lo que el dinero no compra: placer y entendimiento. Me he embriagado muchas veces en estas fuentes.
Desde el elitismo de algunos colegios privados de finales de la década del 70, el Colegio Marista parecía un arribista, algo así como un prospecto venido de las ligas menores. En estos días, después de hacer mucha memoria, recuerdo visitarlo en los torneos y en la verbena que organizaba cada dos o tres años. Imagino que desde la visión de clase que ha formado a los potentados del país, hubiera resultado entonces poco probable y glamoroso que un futuro gobernador saliera de los Maristas. Esta es la lógica exclusivista que aún impera, pero no necesariamente repite las mismas piezas. Mantiene, sin embargo, la noción de que la educación y la cultura son cosas que se adquieren mediante la construcción de un ambiente. Desde hace tiempo el mercadeo de los colegios privados ha reconocido este hecho. Ofrecen seguridad personal y de clase, recreaciones en sus aulas de sociedades extranjeras (por ejemplo, el exotismo de una educación en inglés), tecnología, aire acondicionado, promesas de emigración económica para sus graduandos. De esta oferta han vivido conocidos colegios privados de Puerto Rico, a los que se han unido recientemente, en época de debacle gubernamental y delincuencia generalizada, innumerables imitadores que proveen facsímiles de menos monta. Pero el contacto con instituciones de élite (o con sus imitadores) no asegura ni educación ni cultura que posean la complejidad de la duda. Eso sí, se adquieren casi siempre unas familiaridades y destrezas que son una suerte de llaves que abren los candados del mundo. La mayor parte de los beneficiados de esta educación privada, sin embargo, quizás perduran en sus estepas de clase casi sin darse cuenta, con esa ingenuidad que concede una pax romana que se hereda de padres a hijos. Para preservar el puesto no hace falta romper plato ni teoría, basta la carrera convencional; si el muchacho o la muchacha es ¨brillante¨, medicina, derecho o ingeniería y, si no es el caso, una dedicación casi autista a los negocios y sus beneficios.
Es en este marco que se debe entender el frecuentemente infernal y casi siempre defraudante reencuentro con viejos compañeros de los tiempos del colegio. No se debe al cliché por todos conocido referente a los embates de la edad y la gordura. Como es sabido, el tiempo y la gravedad van en direcciones opuestas. Lo que ocurre es que estos encuentros nos ofrecen las más de las veces contadas alternativas: la rememoración de un pasado para siempre irrecuperable o la mostración impúdica del presente esplendoroso del antiguo compañero, que ahora nos arroja a la cara su venganza por lo que le hicimos en noveno o décimo grado.
Pero más allá de este tipo común de encuentros, se da el de los afectos perdidos. Este es el más doloroso y el que nos lleva a confrontar algunas de las miserias humanas. Encontramos al amigo o la amiga por el que hubiéramos podido dar la vida entre los 15 y los 25 años, aquél o aquélla con quien se nos vino el mundo abajo y, desde entonces, dolidos, nos alejamos para siempre. Ahora los volvemos a tener frente a nosotros y es como si 20 o 30 años no significaran nada. Son la misma persona con que rompimos, el tiempo ni la experiencia ha obrado en ellos. Siguen creyendo en lo mismo, tienen las mismas frases, repiten las mismas ideas. Resultan así insoportables al punto que parece imposible estar un minuto más en su presencia. Hay algo ominoso en estos encuentros, es como si nos hubiéramos topado con un juguete de la infancia y éste nos hablara, como si todavía fuéramos el niño que lo tuvo en las manos y se acurrucó con él en la cama.
El tiempo pasa para que no seamos los mismos. Para enriquecer y enaltecer esta experiencia agridulce, cuando no abiertamente trágica, existe la cultura. Es en la confrontación con todas las formas de lo artístico y del pensamiento, que podemos comprender lo que el tiempo le hace a nuestras fidelidades y enchules, a nuestros prejuicios y certidumbres. Al final, se puede encontrar cierta paz, pero siempre luego de desechar una tras otra las imágenes de lo que creíamos ser, de lo que pensamos superior y correcto.
Tengo la edad de Luis Fortuño. Tengo, como él, tres hijos. El mayor entró este semestre al Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico en lo que es, probablemente, el peor momento de la historia de esta institución. A los otros dos no les ha ido tan bien en las escuelas públicas por las que han pasado. Muchas veces no han tenido maestros durante semanas; muchas veces han regresado a casa rabiosos y desesperados. Aún peor, a veces ya veo en ellos la resignación y la indiferencia. Estudié en el Colegio San Ignacio, completé estudios en la Universidad de Columbia y en la Universidad de París 3. Mis hijos no tendrán estas posibilidades. A pesar de sus exilios, no tendré ni siquiera la casa ni el retiro que tuvieron mis padres.
Tengo la edad de Luis Fortuño y lo acabo de ver en un anuncio televisivo en el que desde un auto en marcha nos habla del crimen. En un momento de su alocución, levantó la mano y puso en orden su cabello. Ese gesto resultó inquietante, pues no lo había visto en décadas. Probablemente así me peinaba yo hace 30 años. Era como si el tiempo no hubiera pasado. Era como si la graduación del Colegio Marista, su salida de Torrimar y de Puerto Rico no hubieran acontecido, era como si en el mundo no existieran accidentes, desvaríos, divorcios, bancarrotas, tristezas, adicciones, enfermedades físicas y mentales, mentiras, equivocaciones, faltas, muertes, como si no fuéramos afectados por la estupidez, el orgullo, la injusticia, como si no existiera el dolor, las separaciones, los desastres, la droga, los falsos profetas, las guerras, las derrotas, los exilios, la debilidad, la ceguera, las malas compañías, la soledad, la desesperación o la calvicie. De pronto tuve la certeza de que no era una alucinación pensar que Luis Fortuño estuvo junto a mí en el bazar o las machinas del Colegio Marista, que no era un desacierto pensar esto porque lo acababa de volver a ver. Como en uno de esos terribles encuentros con antiguos compañeros de colegio, tenía mirándome desde la pantalla, transitando en su carro de gobernador, apenas creyendo en su papel, a un muchacho viejo que en nada había cambiado.
La vida parece haber pasado en vano por Luis Fortuño. Quizá sea una suerte para él, pero no lo es para los que la vida nos ha dejado heridas y cicatrices, para los que deambulamos por las calles a las que él siempre le ha dado la espalda. Ya que tengo su misma edad, que hubiéramos podido ser amigos o conocidos, me permito una advertencia hija de la experiencia: no hay nada más falso que una imagen de felicidad absoluta, que unas ideas que se repiten idénticas a lo largo de toda una vida, que una juventud que se extiende para siempre. Porque tengo la misma edad puedo preguntar: ¿qué hay detrás?, ¿qué se esconde aquí? Los informes bancarios apuntan a una pista, pero también hay algo ominoso, hay algo más que mete miedo y desagrada en ese joven que cree haber detenido el tiempo y parece hablarnos todavía desde el Colegio Marista con una falsa inocencia.
Esta pretensión, la de la falsa inocencia, es un parapeto, una barrera desde la cual no se escucha ni se ve. Luis Fortuño habla solo dentro de su carro de gobernador y ni siquiera se puede decir que hable por nosotros o que nos dirija la palabra. La de la falsa inocencia, es una imagen sin interlocutores.
No tiene bondad quien no tiene heridas. No tiene conocimiento quien no percibe el daño que han podido hacer sus actos. Como afirmara Derrida, sólo se perdona lo imperdonable. Pero hay que querer el perdón porque se ha vislumbrado lo que uno fue capaz de hacer. La inocencia, y ni qué decir de la pretendida, es además de manipulación una práctica del aislamiento. Así se construye un ámbito sin responsabilidades, una moral personal, con apenas relaciones de causa y efecto. Por ello la falsa inocencia está ligada a las abstractas y vagas palabras. Por eso es lo que tienen hasta que son encontrados culpables los que violan la ley y pretenden salirse con la suya.
¿Qué hay detrás del hombre que corrige su cabello? Un ansia de impunidad, el sueño infantil de que no lo cojan, la ilusión adolescente de que si cierra los ojos la realidad de los demás no lo alcanzará, que si lo imagina con mucha fuerza volverá a salirse con la suya. Pero el fracaso que atraviesa las vidas de los que no son inocentes ni lo pretenden, es una forma de justicia. Tarde o temprano lo recibirá Luis Fortuño y no sé si se dará cuenta que esa será la mayor lección de su vida.