The Iron Lady
Admiro de Margaret Thatcher primero, que se impusiera a los prejuicios de la rancia estructura machista de la política en Inglaterra y llegara a ser una líder mundial, y, segundo, que estuviera en el poder tantos años, demostrando así su tenaz determinación.
Sobre lo primero, es sorprendente que los ingleses, que han producido personas tales como Shakespeare, Newton, Darwin y Hawkins, fueran tan torpes en tratar a la Thatcher como a una mujer cualquiera. Después de todo entre Isabel I, Victoria y lo que va de Isabel II, el imperio, hoy día con letra minúscula, ha sido gobernado por mujeres durante 169 años. Pero sabemos que muy pocos aprenden de la historia. Los hombres de la élite de su época tal vez vivían en la fantasía del James Bond de Sean Connery y se creían que el “Imperio” aún tenía la potencia que desapareció con la Segunda Guerra Mundial, incluso que las mujeres no eran mucho más que Miss Moneypenney ni mucho menos que Ursula Andress.
De lo segundo, está esa persistencia y terquedad que aflige a los conservadores de cualquier sexo y preferencia sexual dondequiera que existen, y que la Thatcher desplegó con la vistosidad de una pava real con plumaje, no de Harrod’s, sino de Woolworth. Que sobreviviera crisis sobre crisis y llegara a ser el Primer Ministro más duradero de la historia del Reino Unido (21 años) merece también nuestra distante admiración. Pero la dama tenía ese lado inevitable del político fundamentalista conservador que busca contestaciones simples para resolver problemas complejísimos y resquebraja lo fundamental en el país en que ejercen con soluciones tajantes basadas en creencias cuasi-místicas en vez de aprender a exponerlas luego de un análisis ponderado.
Graduada de Oxford, llegó a ocupar cargos importantes en el Partido Conservador británico hasta ser electa miembro del Parlamento y, más tarde, fue la ministra de Educación y Ciencia de Gran Bretaña (1970-74). Desde ese importante cargo comenzó a establecer su política y logró plantar la semilla del concepto de la educación “rentable”. Una idea que no tardó en cruzar el Atlántico y acariciar el único lóbulo cerebral sano en su siamés político, Ronald Reagan. Esa visión de la educación ha invadido las universidades norteamericanas a las que amenaza destruir junto a la nuestra que, convulsa con un ataque de mimesis conservadora republicana à la Reagan y por lecturas rápidas del Chronicle of Higher Education para ponerse “al día”, ha caído en la retórica tonta de que la universidad es una agencia de empleos en vez de un sitio para pensar e innovar en beneficio del país. Ese aspecto de la tenacidad de la Thatcher lo detesto.
Por otro lado, está su posición ante los rusos comunistas y los argentinos fascistas de la Junta militar de los años ochenta. Los rusos, tal vez cobrándose que Churchill acuñó el término Cortina de Hierro, fueron los que la tacharon de Dama de Hierro, y ella se comportó tal y como la habían denominado y no claudicó ni un instante, y continuó su exitosa política antirusa hasta la caída del muro de Berlín. Por otro lado, fue supuesta promotora del “antiapartheid” con un lado de su boca, mientras con el otro hablaba de “su amigo Botha”.
Lo más impresionante que tal vez lograra Margaret Thatcher fue sacar a Inglaterra de la terrible situación financiera que tuvo a fines de los años setenta y principios de los ochenta hasta que emergió a flote al final de esa década con una combinación de agendas neoliberales, incluyendo la desregulación, también abrazada por Reagan, y privatizando los negocios nacionales. Sin embargo, subió los impuestos, recortó los gastos y no privatizó el sistema ferroviario. En otras palabras, no logró la estabilidad económica amparándose en una política demente como hacen los del Tea Party, sino con una combinación de estrategias que incluyeron principios keynesianos.
Desafortunadamente, todo esto que cuento a vuelo de pájaro, está sumergido en una película que es en realidad un documental sobre la capacidad dramática de ese fenómeno llamado Meryl Streep, quien a sus 62 años es la más grande actriz del cinema de hoy. Streep representa a la Dama de Hierro en su retiro, atribulada ya por la desmemoria y la fantasía alucinante que induce la demencia. Es una actuación más allá de lo que nadie puede describir. Incluye una personificación del caminar, los gestos y la vacuidad de expresión que reconocemos en las personas afligidas por estas condiciones, y, por supuesto, va acompañada de un acento impecable y los gestos precisos de la Thatcher, cuando era más joven. La encarnación es tan minuciosa que durante los primeros cinco o seis minutos de la película no podemos asegurar que lo que vemos no sea, un documental de la Baronesa Thatcher en los últimos momentos de su vida o de una mujer afectada por la senectud en una casa de cuido esmerado. El resultado inevitable es que quedamos a los pies de la actriz, pero no entendemos nada de lo que era la Thatcher en la vida real.
El problema es que no somos los únicos en caer presa del asombro que induce esta actriz que habita otra piel con la precisión de esas figuras extraterrestres del cine que mimetizan a otros seres humanos y toman su lugar en la sociedad. La directora, Phillyda Lloyd y la guionista Abi Morgan están tan impresionadas con Streep que se olvidan de contar bien, y lúcidamente, qué fue lo que hizo a Thatcher especial, por qué era amada u odiada con fervor. La narrativa de su juventud y de algunos momentos de su vida política dura poco porque hay que volver al imán que resulta cuando Streep es la Thatcher que ahora podemos tocar con un palo de diez pies de largo. Mucho menos entendemos a su marido, que evidentemente la ayudó en su carrera y, pequeño detalle, era riquísimo.
De hecho, me sentí un tanto halado de aquí y para allá, como si los que confeccionaron la película quisieran que dijéramos, “¡Ay, bendito!”, ante la indefensa mujer que una vez fue poderosa. Por supuesto, aunque enternezco algo por la presente situación de la Baronesa, no voy a olvidar que, gracias a sus políticas y a las de Reagan, el mundo está al borde de la bancarrota en el siglo XXI, y que unos pocos controlan las riquezas sin que les importe el resto de la humanidad ni el globo en que vivimos. Ni tan siquiera Meryl Streep puede ocultar con su magia los disparates políticos de la Dama de Hierro, en particular la asfixia de los sistemas educativos. Esa anciana que domina las escenas es Meryl disfrazada y apoderada del personaje y nos maravillamos, pero el ser que se representa no merece nuestra simpatía, ciertamente no tiene la mía.