The Outpost: a donde no los llaman
Es 2009 y, como resultado directo de la codicia americana por el petróleo del mediano Oriente, se han desarrollado las guerras del Golfo, y los EE. UU., están metidos en Afganistán. El puesto de la tropa Bravo 3-61 ha sido sembrado en un valle rodeado por tres montañas lo que inmediatamente nos dice algo de los que decidieron poner allí a 53 soldados a 14 millas de la frontera con Pakistán y a la merced del Talibán. Para colmo, la operación ha sido designada con el nombre “Libertad duradera”. Parece un chiste, pero hay que tener en cuenta que el país americano vive de eslóganes que les vende a los jóvenes pobres y a sus familias como parte del engaño de la protección de “la vida americana”.
Los personajes se nos van presentando poco a poco y, hay que estar pendiente de sus papeles en la unidad, porque algunas de las cosas que suceden determinan la suerte de los que más cercanos están en los grupúsculos que se forman entre los reclutas. Aunque hemos visto esto muchas veces en las películas de guerra, esa vinculación emocional agranda la ansiedad y profundiza el dolor de ver a alguien desaparecer. El pesar por la muerte se agudiza y se vuelve intolerable. No hay nada nuevo tampoco en los actos de heroísmo que nos presenta la cinta: el herido que hay que ir a rescatar bajo una lluvia torrencial de balas. Lo que asombra es que, en lo complicado de la acción no hay espacio para errores de juicio de parte del camarógrafo (el italiano Lorenzo Senatore) quien, sutilmente, en medio de las explosiones y la sangre, nos da imágenes hermosas: un avión reflejado en un charco es parte de la redención; un riachuelo se lleva la sangre de alguien que muere a destiempo. La coordinación de las escenas de acción, aceptando que si no salen bien se pueden volver a escenificar, es de por sí un logro. Muchas veces tenemos que seguir los movimientos de varios personajes que están separados en varios lugares de la base, pero cuyas acciones tienen que estar coordinadas. Esa necesidad de acción en equipo está trasmitida con una efectividad (valga la perogrullada) militar.
El director Rod Lurie, usando el guión sensato de Eric Johnson y Paul Tamasy ha tomado una historia verídica de heroísmo y la ha trasladado a la pantalla sin recurrir en ningún momento a ensalzar al ejército ni la guerra. No hay aspavientos del “honor” supuestamente implícito en pelear en lugares a donde no han llamado a uno. La agudeza del peligro de estar en un lugar donde no se entiende la cultura ni se tiene idea de cómo se manejan las situaciones es traída pertinentemente. Es curioso que el espectador sabe eso, y, por contraste, que los que crean estas situaciones piensen que lo que salva esas diferencias es el dinero. Una de las mejores escenas muestra cómo esa actitud corrompe hasta a los viejos afganos. No se las cuento, pero sirve de evidencia a la locura del capitalismo americano.
Las actuaciones en la película son excelentes. Sobresalen las muy breves de Orlando Bloom como el capitán Benjamin D. Keating y la de Milo Gibson como el capitán Robert Yllescas. Gibson, el hijo de Mel, está acompañado por Scott Eastwood, el hijo de Clint que representa al sargento Clint Romesha (es casi un chiste). Eastwood es quien más tiempo tiene en escena. Confieso que no me había fijado en él hasta ahora, pero admito que proyecta bastante bien.
Al final de la película se celebran las medallas que muchos recibieron por su valentía defendiendo lo que era indefendible en un lugar a donde no los llamaron. Me atrevo a apostar que todos sus familiares hubiesen preferido tenerlos vivos a su lado. Si eso, sin embargo, les da sosiego, hay que tener respeto por esos héroes.