“The rest is music”: Miguel Zenón
París, 1965. Michel Delorme –lúcido periodista de jazz– escucha el Bolero, de Ravel. En frente tiene a John Coltrane. Está exhausto, pero responde a todas las preguntas de Michel con verdadero interés. Elogia unas fotos que le hiciera Jean-Pierre Leloir a su cuarteto. Coltrane ha engordado y se acerca a las postrimerías de su carrera musical. Más tarde hablan sobre poesía, sobre un poema en particular, A Love Supreme, que luego fue álbum.
– ¿Suele escribir poemas?, interroga Michel.
“De vez en cuando; lo intento”, responde un modesto John, el mismo hombre que con su instrumento amaga avasalladores trenes azules en el aire. Y deja caer sus intenciones a la hora de escribir: “Captar la esencia de un instante preciso (preciso, sin la o entre la i y la s que añadiría yo) en un lugar determinado, componer, y tocar de forma natural”. Este intercambio pertenece al libro “My favorite things: Conversaciones con John Coltrane”.
Trane, como le apodaban, moriría dos años después en Nueva York. La entrevista culmina, pero antes Michel lo cuestiona acerca de sus planes, las mutaciones de su música y el futuro. “Me asusta un poco pensar que voy a tener que cambiar. Muchas veces, cuando llego a un momento crucial, lo retraso todo para que el mundo pueda comprenderme antes de que haya cambiado”.
De este modo concluye el último encuentro que sostienen.
Pienso en Trane, por un momento detenido, en su reticencia para conceder entrevistas, imagino su miedo a fallarle con palabras a lo que bien sabía hacer en el escenario cuando todo es casi silencioso y hay una oscuridad de gato pardo que todavía no es rotunda y una espera. Figuro las hipotéticas melodías en su concierto parisino anterior a la entrevista, su posterior extenuación, su afán por llegar al centro de las cosas, y pienso sin remedio en otro hombre, Miguel Zenón, en su concierto en el Teatro Liberty donde también estaban Laurie, Ricardo con su par de cámaras, mi hermano con sus veintiocho cumplidos aquel día, las cervezas al terminar y un atardecer irrepetible.
Marzo. Julio Cortázar está en Suiza y es de noche. En su crónica La vuelta al piano de Thelonius Monk que escribiera en 1966, para fortuna nuestra, el argentino conserva en apenas dos páginas un concierto que diera en Ginebra el “barbado capitán” Monk, como lo describe con afecto de niño grande. Esta breve crónica –a la que habría que imaginarle su voz tapizada por el humo, el frenillo que mece las sílabas cuando hay erres y las demora a intervalos– pertenece al libro “La vuelta al día en ochenta mundos”, y contiene un pasaje que es imposible no citar, porque somos otros cuando Jeff Ballard se deja caer en la batería, somos otros, y Bruce Barth se aferra al piano como lo haría un náufrago en su lugar, cambiamos cuando Doug Weiss levanta el contrabajo antes de hacerlo respirar y Miguel Zenón se pasea por entre los instrumentos, tanteando, caminando despacio con su saxo alto, y les deja una mirada semejante al cariño, antes de hacer suya la música de Monk.
Me detengo. Repaso nuevamente las líneas que quiero citar y le agradezco a Cortázar esta bisagra que me devuelve al Teatro Liberty el domingo: “Ahora se apagan las luces, nos miramos todavía con ese ligero temblor de despedida que nos gana siempre al empezar un concierto (cruzaremos un río, habrá otro tiempo, el óbolo está listo)”. Entonces, de pronto uno es ese niño que, sin saberlo, debe emprender a nado el recorrido hasta la otra orilla.
Caravana, como la famosa Caravan, del vegabajeño Juan Tizol, y que tocara por primera vez Duke Ellington, es la primera palabra que eligió Zenón para nombrar con tanto acierto esta parada que ahora alcanzo en su última estación. Antes habló sobre el barbado Monk, puso su música desde un iPod, mientras anduvo solo por el escenario desierto, mirándose los pies, vestido con ropa oscura, con esa intensa calma tan suya que lo hermana con Trane, si se toma en cuenta que ambos utilizan sólo las palabras necesarias, de forma muy modesta, en contraste con la determinación y la fuerza arrolladora que posee la música de ambos.
Quizá sea porque es septiembre, porque es septiembre y estamos en Quebradillas y anduvimos a oscuras hasta alcanzar un asiento, quizá sea el aspecto del Teatro Liberty, el crujir de su madera, sus butacas abarrotadas, el que estemos en la planta alta, Hans a mi derecha, su respiración contenida, su alegría contenida, el intento de Laurie a mi izquierda por fabricarse un hueco entre las cabezas, su lucha por hacerse una ventana, el que Ricardo esté abajo, a un costado del telón, buscando, esperando el momento justo, el gesto imperecedero, o tal vez porque suenan las primeras notas de Hackensack, y Zenón se contorsiona como moriviví y se ensancha y parece que se queda sin aire, se desinfla, pero no, o porque Ballard le sonríe mientras azota un platillo en el momento en que Zenón se hace a un costado porque Bruce Barth comienza un solo que es para morirse, con sus manos de araña que no arañan, rasguñan, y son pelusilla al mismo tiempo, quizá por todo ello es que este escrito sea un intento fallido y que, aunque el lector, generoso, lo intente, no encuentre más que un marullo que no explicará nunca aquello que suena, que ya no es Hackensack y sí Round Midnight, con Zenón que ha regresado y sus ojos que se cierran y tantas cosas más, quizá sea por todo ello, en parte, que este escrito esté abocado al fracaso.
Pero sigo. Porque hay que seguir. A algo similar me anima una línea de Trane: “En ningún momento hay fin”. Aunque lo dudo. Máxime cuando Round Midnight acaba y queda un estremecimiento y los aplausos. Le toca el turno a Trinkle Tinkle y aquí debo hacer una pausa, porque una mujer, rebosante en carnes, repasa embelesada frente a mi asiento su Facebook desde su celular y esto me trae de vuelta, como halado por las patas, a la mustia realidad. Sigo. Sorprende la rapidez que demanda esta pieza, la técnica que requiere para avanzar sin malograr una nota y que Zenón, sin embargo, delinea y hace durar. Sorprende el walking bass de Doug Weiss, su solo en Round Midnight, la profundidad henchida de su contrabajo, las risas de aprobación entre los músicos: esa suerte de magia que demuestra que disfrutan y nos invita a disfrutar
Ahora vuelve el gigante Barth, su solo memorable. La cabeza que se mueve, sola, como si no le perteneciera al cuerpo: una cabeza que se sacude y corta el aire y danza al ritmo de lo que otras manos tocan. Y regresan las arañas que golpean, rasgan, y van de un lado a otro, con más fuerza, hasta que las notas saltan, estallan y es el turno de Ballard, que antes tocó con nudillos y escobillas, pero que ahora apalea timbal, bombos y platillos y uno recuerda a Art Blakey, un Art menos violento, más niño, porque juega, se ríe y uno cree y sabe que, desde arriba, al fondo hay un hombre que hace música desandando el camino hacia la infancia. Todo, hasta que relumbra la pantalla luminosa de la mujer de enfrente para deshacer a Ballard como si tal cosa.
Debería no seguir. Parar en seco. Por respeto a la certeza de que no voy a ningún lado. Pero a veces es necesario nombrar ciertos fracasos. Y seguir, como quien no quiere la cosa. Por respeto a aquel domingo, a esa breve y última parada. Seguir, como quien no quiere la cosa, me repito. Y volver a la última pieza, Blue Monk. Volver al azul como una bandera del jazz. A las caras de los tres chamacos que invitó Zenón a tocar con el cuarteto. Regresar al miedo de sus cuerpos, aferrados cada uno a su instrumento, a ese miedo que se disipa cuando Zenón da la señal y jamás los deja solos. Y ver a la única mujer de los tres que solea y el Liberty estallando en aplausos. Queda sospechar su emoción contenida, la de los otros dos chamacos que se saludan al final, los tres, agarrados, en un momento que quizá no olviden y que los ayudará a practicar, a seguir, cada día, como quien no quiere la cosa.
Ahora quiero seguir, pero resulta que le va quedando poco a aquel domingo. Repaso nuevamente la línea de Trane: “En ningún momento hay fin”. Pienso en el gesto, en la grandiosidad de Zenón por provocar domingos como aquel. De permitirles a todos visitar ese otro tiempo y cruzar, a nado, juntos el mismo río. Ahora queda regresar al final del concierto, al par de cervezas, a Laurie, Hans y sus veintiocho, a Ricardo y una atmósfera de extraña alegría, regresar al grupo que regaló boleros y otras especias hasta que cayó el atardecer irrepetible. Queda eso y el resto.
“The rest is music”.
FOTOGRAFÍA / por RICARDO ALCARAZ