They Shall Not Grow Old: el infierno de la guerra
Este documental espectacular, como arte y como documento de la historia oral (acompañada de evidencia visual de los horrores), nos enseña la guerra desde el punto de vista de los soldados ingleses que la vivieron, fueron mutilados, y murieron en ella. Es una experiencia cinemática-histórica de un poderío brutal, que nos muestra y nos narra los horrores de la primera guerra en que debutaron cañones de gran alcance, bombas lanzadas desde aviones, y gases mortales. Cuando el general William Tecumseh Sherman dijo “War is hell!”, durante la Guerra Civil norteamericana, poco sabía lo que habría de venir.
La estructura del filme es parte de su impacto. Al principio, cuando todavía se soñaba con “las glorias” de guerras pasadas, en las que la belleza siniestra de uniformes vistosos eran parte de su “honor”, se muestra cómo la ropa para esta era importante, pero de pacotilla. Las posesiones de cada soldado, mínimas. El único uniforme y el único par de botas, tal vez eran demasiado grandes o demasiado pequeñas, particularmente en jóvenes que aún no habían madurado ni crecido del todo. La disciplina castrense, rígida y severa, y, por necesidad obligatoria, que quiso hacer de muchos imberbes hombres, de la noche a la mañana, se muestra sin ambigüedades. La ironía más grande es que todos los nuevos soldados creían que acudían a una fiesta, a una fantasía bélica de las que habían escuchado de la boca de sus ancestros, cuando las familias veían las escaramuzas desde lo alto de una colina y, cuando terminaban, podían saludar o enterrar a sus hijos.
Ese comienzo se presenta en blanco y negro, y nos va preparando para la aceptación del pueblo inglés de algo que no entendían, de algo de lo que estaban muy lejos desde el punto de vista emocional y práctico. Pasan por la pantalla los hermosos afiches, las campañas publicitarias contra los alemanes, y la noción romántica de lo que era visitar “el Continente” para muchos muchachos y hombres que tenían poco de comer en su casa, mucho menos los fondos para cruzar el Canal e irse de juerga a Francia. La transición a color, suma a la narrativa algunas de las visiones estrechas de un “enemigo” que en realidad todavía no le había hecho nada a los ingleses. El pietaje del cruce del Canal Inglés, las despedidas y las emociones, todas en blanco y negro, se colorizan de pronto cuando llegamos a las trincheras. Es un comentario cinemático de gran fuerza: ahora el espectador va a ver y sufrir la sangre y las heridas; se acabó la fantasía de lo desconocido y el arte propagandístico. La realidad se posesiona de la pantalla con la tenacidad de la podredumbre que rodeó a la muerte en los campos de Francia y Flandes.
La labor del director, Peter Jackson (Lord of the Rings, Trilogy), y de su editor, Jabez Olssen, quienes han colaborado mucho antes, es superior. En una secuela mágica, que es simultáneamente trágica, van cortando de las caras placentera de los soldados, a sus cuerpos tendidos en el fango de las trincheras o en la mugre del campo abierto; cuerpos descuartizados muchas veces junto a caballos descuartizados también. Es una serie de imágenes que enfatiza la brevedad de la vida y la celeridad de la muerte en el conflicto bélico. Acentúa el horror de lo que vemos que, con gran atino, estas víctimas no se identifican. Cuando un francotirador apunta y mata a otro soldado, no tiene idea de quién es y, muchas veces, de por qué lo está matando. Ese anonimato dual (matador-muerto) aprisiona a los dos bandos y subraya la locura de la situación.
No solo eran las balas y la metralla lo que herían o mataban en las trincheras: la disentería, la congelación de pies y piernas, las picaduras de ratas y las enfermedades que trasmitían, el agua podrida y envenenada, contribuían a las tribulaciones de los muchos que no llegaron a viejos.
La idea que la guerra “enseñaba” era un noción de la era. Uno podría argumentar que tal vez era en parte cierto. El filme no pretende educarnos en ese sentido. No presenta a los dignatarios que indujeron a los ciudadanos de varias naciones a matarse unos a otros. La culpabilidad del Káiser Wilhem II no se menciona. Tampoco la de Clemenceau, ni la de Lloyd George. Esas personalidades históricas, una francesa la otra inglesa, le habrían restado al filme el porrazo que es ver y oír, las desgracias del que estaba en el frente. En off, un soldado relata por qué tuvo que matar a otro inglés, y temblamos ante la inevitabilidad de la circunstancia.
Esta película es imprescindible para que nos despertemos a los horrores que esperan a jóvenes (hoy día de ambos sexos) que están regados por el mundo arriesgando sus vidas por el entrometimiento de los EE.UU. en otros países. Cualquier arreglo diplomático que evite conflictos armados es preferible a muertos y heridos permanentemente por alguien a quien no ve y no conoce.
El fin de la cinta es desgarrador. A los que volvieron, les trataron como leprosos. Nadie los quería; algunos los odiaban; no conseguían trabajo, no tenían nada de qué valerse en muchas circunstancias. Es lo que pasó con los veteranos de Viet Nam y, hoy en día, con muchos de las guerras del Golfo. En la película, escuchamos el testimonio de uno de los soldados: Después de estar en los campos durante cuatro años, un compañero de trabajo que lo volvió a ver, le dijo, que hacía tiempo que no lo veía, qué si había estado haciendo el turno de noche.
Vayan a ver esta joya.