Thoroughbreds: así se hace cine
No vemos qué sucede entre el pura sangre y Amanda, pero intuimos que es algo violento y cruel, y que tal vez estamos entrando a una especie de secuela de “Equus” (1977) en la que, como en la obra de teatro en que está basada, un joven ciega unos caballos pura sangre. En aquel drama, un psiquiatra trata de descifrar qué ha motivado a un adolescente a la violencia y el ademán salvaje que ha cometido. Pero Finley nos depara otros postulados, otras preguntas y otros retos.
Amanda es tan solitaria que su madre se las ha agenciado para que vaya a la casa de Lily (Anya Taylor-Joy), una amiga de la infancia de Amanda que es rica, con el pretexto de que le sirva de tutora en sus estudios. De hecho, le ha pagado a Lily para que janguée con ella, y ese mero acto establece una de las tesis de la película: la riqueza y la ociosidad conducen a la apatía moral, a la soledad. De todos modos, nada se le escapa a Amanda quien establece rápidamente que poco le importa la razón para volver a encontrarse con su amiga, porque, en lo profundo de su ser, poco le importa nada de lo que ocurre a su alrededor.
A pesar de eso Amanda detecta inmediatamente que Lily detesta —de hecho es odio— a su padrastro Mark (Paul Sparks), un hombre que parece y actúa como un vampiro moderno que, en vez de sangre, le chupa la dignidad a los que lo rodean. Mark no solo es perverso sino que consigue cómo serlo aún en situaciones que podrían traer una tregua con su hijastra. En cambio, lo que hace es atacarla y disminuirla emocionalmente —le hace lo mismo a su esposa— dejándole saber exactamente lo poco que piensa de ella y lo bajo que la valora.
Entre Amanda y Lily van cayendo las barreras que el tiempo erigió y desarrollan una relación que establece sus posiciones sociales (Lilly es mucho más rica que la rica Amanda) y emocionales. Lily es un compendio de alarmas psíquicas y de disturbios emocionales; Amanda en una fortaleza a través de cuyas murallas no penetra ningún sentimiento que ella no pueda pisotear y mantener a raya. Esas diferencias hacen que evolucione la dependencia que va entrando en sus vidas como un virus insidioso y que las acerca a lo que se convierte en una obsesión: hay que deshacerse del enemigo.
En todo momento, y casi sin que nos demos cuenta, las únicas veces que los personajes están rodeados de luz es cuando más frívolos son los ricos ociosos: en el “spa”, comiendo paltos dietéticos que sabemos cuestan demasiado; en el auto deportivo del padre que casi es digno de entrar al garaje triple de la mansión en que vive con su mujer y su hijastra. Y está el lado oscuro que el camarógrafo Lyle Vincent nos muestra en los recorridos que damos por la casona entre estatuas de mármol, muebles y cuadros de gran valor, una cava para vinos del tamaño de la sala de una casa común, y, sí, en la oscuridad del sótano donde la único que emite luz es la cámara de bronceado que alberga a la madre de Lily (Francie Swift), quien explica que su marido la quiere “con algún color en su piel”. Es la blancura del rico, cuya piel solo la oscurece una máquina. Sería vulgar que lo hicieran los rayos del sol. Ese derroche de materialidad es el tema central de la película, y es evidente que Amanda repudia eso en su padrastro, pero su avaricia está incluida en su propio materialismo, que lleva a flor de piel.
Cuando menos lo esperamos surge en el filme un personaje que representa un gran porcentaje de la clase media baja de los Estados Unidos: Tim (Anton Yelchin). Es un traficante menor de drogas cuyos clientes son los ricos adolescentes jóvenes de Connecticut y Nueva York. Por ser vulnerable a la policía, las dos intrigantes piensan que sería un buen cómplice para lo que planean. Tim es ambicioso, que es la manifestación más patética del americano blanco sin educación: sus pretensiones van más allá de lo posible y, por su marginalidad legal, nunca cambiarán su posición social en el “sueño americano”.
La propuesta de Finley va desarrollándose poco a poco, sin que sobre ni un instante para que nos presente su tesis con la profundidad y la gracia (en el sentido cómico) de lo que es un drama del guiñol con los tonos más negros del “Punch and Judy” inglés. Las dos actrices principales son el epítome de la síntesis expresiva y sus voces son un coro que pone de manifiesto la seriedad de propósito “desprendido” que tiene Amanda y la necesidad egoísta que provoca a Lily. Es como si fueran el espíritu maniqueo de un monstruo que permite que haya complicidad entre el bien y el mal. Son tan complementarias, de una forma siniestra, como lo es el yin y el yang. Es difícil separar sus actuaciones porque son un monstruo de dos cabezas. Eventualmente, se hace evidente que el título se refiere a las dos personajes principales: ellas son las “pura sangres” que buscan su mejor estado material. Tienen también algo de las intrigantes de “Les Diaboliques” (1955) la obra maestra de Henri-Georges Clouzot.
Hay gran tensión en las escenas, pero Finley no permite que se le vaya de la mano su estilo referencial y consigue que el “thrill” de este thriller resida en lo que tenemos que imaginar, en lo que intuimos sin verlo. En eso esta oferta es genial. Es cómo se hace una película (¡costó $500,000!): con un excelente guión, actuaciones perfectas y una dirección que recuerda a veces a Hitchcock y lo mejor de De Palma. Un debut directoral de alto calibre.