#TodasSomosParceleras
Hoy, Lalo y yo tuvimos un mal día.
“Lalo” el fantasma detrás de la letra, claro. Porque el Eduardo Lalo de carne y hueso, a saber. No lo conozco personalmente. Tal vez se está dando una cerveza con sus amigos o dando un paseo con su esposa y pasándola fenomenal. Ojalá que así sea. Pero la entidad “columnista admirado” que escribió “Keleher la parcelera”, y yo, su lectora regular, no la estamos pasando demasiado bien. Porque hay desacuerdos que son estimulantes y remediables, y hay otros, como éste, más incómodos y dolorosos.
Aquí va.
Tal vez porque siempre hemos estado bajo el dominio de un “otro” colonial que solemos percibir, con razón o sin ella, como más blanquito, competente, bonito y pudiente que nosotros, en algún momento los puertorriqueños al parecer hicimos una especie de pacto cultural que no debatimos o cuestionamos demasiado en la conversación cotidiana. Decidimos que todos éramos blancos y de clase media.
El racismo y el clasismo no se nos quitaron así de fácil, por supuesto, así que aprovechamos la naturaleza resbaladiza del lenguaje para poder hablar o chismear de raza y clase sin hacerlo directamente, y optamos por un léxico espacial: Fulano es “de caserío”, “parcelero”, “de urbanización”, “de la losa”, y así por el estilo.
Estas palabras no son meros sinónimos de, por ejemplo, “pobre”. “Parcelero”, por poner el ejemplo que nos ocupa hoy, resume muy económicamente, en nueve letras, un concepto o “tipo” que va más o menos así: “Es pobre, no tiene trabajo formal o suficiente, vive de la combinación creativa de dos o más de los siguientes: chiripas, seguro social, cupones, desempleo, vive en una casa de cemento de una o dos plantas en un terreno invadido/rescatado/distribuido por el gobierno….” Si es mujer, le añadimos que es gritona, chismosa y vulgar. Si es hombre, le atribuimos cierta macharranería y posiblemente alcoholismo. Si es hombre y joven, tal vez nuestra imaginación añada “usuario/vendedor de drogas”, sobre todo si tiene amigos “de caserío”.
No hay que engañarse: la inmensa mayoría de los puertorriqueños, sobre todo los de cierta edad, compartimos ese imaginario y lo aprendimos para siempre en algún momento. Los pobres no nos gustan, o por lo menos nos ponen nerviositos. El encuentro cotidiano con la pobreza nos vuelve criticones (mira pa’llá, la antena que se gasta ese techo de caserío), evasivos (“si miro pa’l otro lao no tengo que darle chavos al tecato ese), cursis (“ay, señora, que pena que tenga que limpiar casas para vivir pero mire, después de todo, ¡es tremendo workout!”) o sencillamente malvados y gritones, como Molusco, que se la pasa despotricando contra las que llama “güimas mantenías” desde la descamisada comodidad de su inodoro. Para que los pobres nos gusten o nos inspiren a la acción, es conveniente que sean niños pequeños, que tengan mucha hambre, que vivan muy lejos de nosotros (preferiblemente en otro país), que sean muy agradecidos, que no tengan ningún vicio, que se hagan un presupuesto y no tengan gastos frívolos, que no griten ni chismeen, y/o que trabajen mucho y bien.
Pero cuando nos hacen trampa las neuronas y disparan “parcelera” al ver los ademanes de Julia Keleher, nuestro deber, cuando tenemos las herramientas para ello, es detenernos y pensar en la naturaleza de ese primer impulso interpretativo.
Porque la palabra clave es “imaginario”. Los “tipos” que esas palabras evocan tienen poco de verdad sociológica y mucho de revelación cultural. Dicen más sobre el que usa la palabra que sobre el sujeto que la inspira.
Esto que diré ahora es un un truísmo, probablemente, pero aparentemente hay que repetirlo de vez en cuando porque se nos olvida: En las parcelas hay gente gritona y gente callada, gente buenimala y gente malibuena, gente chismosa y gente discreta. No hay nada en la realidad sociológica de una “parcela” promedio que se parezca más a los modos de Keleher que en la de, digamos, una urbanización o un condominio. La “parcelera malcriá” ocurre en la población con la misma frecuencia, probablemente, que la “guaynabita malcriá”.
Y esto que diré ahora también debería ser innecesario pero también hay que repetirlo de vez en cuando: No estoy siendo “politically correct”. He vivido en caserío y parcelas. He trabajado luego como antropóloga con gente que vive en ellos. Hay cosas que son más probables en un lugar que en otro, cosas que se pueden describir con cierto rigor: el nivel educativo, por ejemplo, suele ser más bajo en “unas parcelas” que en “una urbanización”; el número de dientes perdidos antes de los cincuenta suele ser más alto en “unas parcelas” que en “una urbanización”.
¿Pero el volumen de la voz o la tendencia a interrumpir groseramente al interlocutor? No. Esos están distribuidos generosamente a través de toda la población. Trabajan en lugares como Hollywood y el Capitolio, ganan elecciones en lugares como Estados Unidos y las Filipinas. Salen, como el ratón, “de cualquier malla”.
Las primeras veces que vi y escuché a Keleher, se me pareció a Donald Trump. Su estilo combina la grosería con la arrogancia, el “entitlement” y la prepotencia, y mi mente ha hecho también conexiones rápidas, por reflejo y sin reflección, entre su actitud y comportamiento y los de Molusco, Sarah Palin y Ann Coulter. Hace poco y bebiendo cerveza, se la describí a alguien como una combinación entre Rivera Schatz y Betsy DeVos. No hice la conexión entre su falta de modales y una hipotética falta de cultura, o educación: por el contrario, pensé, que opinión tan baja le merecemos, qué poca capacidad de empatía tiene: por eso nos grita y manotea, por eso nos restriega en la cara su educación y la usa no para ayudarnos sino para destruirnos.
Prejuicios son prejuicios, y he ahí los míos. En estos días me dicen que alguien manotea, grita, interrumpe, miente, falta el respeto, y que hace todo lo anterior impunemente, y los personajes que vienen a mi mente antes de ver el video tienden a ser ricos, blancos y (con perdón de los lectores varones, que son todos un amor) hombres, no han pisado una parcela en su vida y usan expresiones tajantes como “you’re fired!”.
Me resulta difícil, francamente, escribir y publicar esta columna. La de Lalo hoy, y en particular su uso del mote “parcelera”, le ha acarreado ya muchas críticas y mucho tomatazo virtual. Algunos lectores han alegado que insulta a Keleher, que “es toda una dama”. Esos críticos me ofenden a mí, me dan ganas de rugir “#soyparcelera”. Otros han salido a la defensa de las “parceleras” con generalizaciones que se me antojan un poco romanticonas. Otros han dicho que el problema es que Lalo es un “elitista”. Para complicar las cosas, en una (muy errada, creo) defensa de Lalo, aún otros han indicado que los críticos no tienen “comprensión de lectura”.
Pero el problema no es el “elitismo” de Eduardo Lalo. Si lo fuera, no me molestaría en tratar de articular mi propia respuesta, en mi propia libreta. Lo que me interesa es, justamente, que no somos inmunes al arquetipo que su columna evoca como herramienta retórica, a la creencia en ese estereotipado “parcelera” de nuestra cultura. Que toda esta garata contra Lalo es una manera en que, como colectivo, estamos debatiendo (y ojalá transformando) ciertos entendidos culturales. Que sabemos inmediatamente por dónde va la cosa, cuando leemos su título. Que–muy a nuestro pesar– resuena. Que ese “elitismo” habla desde un imaginario compartido producto de siglos de incómodos esfuerzos por articular de manera inteligible (y “apolítica”) nuestra fobia al pobre. Y que esa fobia nos oprime y nos limita.
El problema es que la “parcelera” de Lalo, la que se parece a Keleher, es solo eso–un personaje. Tiene realidad cultural pero no sociológica. Es parte de un vergonzoso imaginario local que surge dentro del coloniaje y le hace una suerte de eco criollo al imaginario imperial (poblado de puertorriqueños vagos, incompetentes o infantilizados) que genera o refuerza las decisiones y actitudes de gente como la misma Keleher. Estoy segura de que esto no es lo que él quiere, pero evocar a esa “parcelera” de fantasía puede distraer o, peor aún, disfrazar, la verdad sobre los espacios de donde es más probable que surjan y nos envenenen los personajes de carne y hueso que sí son malignos y peligrosos.
El problema no es que Keleher sea o parezca una “parcelera”. El problema es que #TodasSomosParceleras y Keleher nos quiere dejar sin educación.