Tránsito de luz: las Intersecciones de Rafael Trelles
El suceso que da pie a Intersecciones, esta última colección de pinturas de Rafael Trelles, realizada entre el 2010 y el 2011, es tan cotidiano como aparentemente banal. El pintor decide un día construir una ventana en la pared principal de su estudio, en el segundo piso de su residencia. Poco a poco, se va instalando, por esa ventana nueva, en su espacio de trabajo, un huésped inusitado (como todos los huéspedes verdaderos) que reclama la indeclinable atención del artista. La luz que entra desde el noreste por esa ventana despierta, o quizá sería mejor decir, invade, su espacio y su curiosidad, y estos cuadros son su respuesta a esa visitación.
La incitación de la luz es, sin duda, una de las causas constitutivas de la pintura, muy particularmente de la pintura barroca, que tanta presencia tiene en la poética de Trelles. Baste con recordar un cuadro de mediados del siglo 17, Joven leyendo una carta, de Johannes Vermeer, para proponer toda una definición del acto pictórico a partir de la entrada de la luz a un interior doméstico. Pintar es, para Vermeer, observar el paso de la luz según va entrando a una casa. En este caso se trata de una luz que ilumina esa carta (probablemente una carta de amor) que la joven lee en ese rincón de la habitación, pero que también ilumina su rostro que, al reflejarse en el vidrio de la ventana, le añade el brillo del reflejo y acentúa los contornos de sus facciones, derramándose por la textura de la alfombra turca, el bodegón de frutas, la cortina rojo carmesí y el lienzo verde que convierte el cuadro en un acontecimiento teatral.
En Intersección de los mundos I Trelles prescinde de la ventana de Vermeer, pero no del efecto de la luz que entra por ella, o, habría que decir, por la suya. Todo lo que compone el cuadro registra el paso de un haz particular desde su entrada por el este, iluminando parcialmente el cuerpo del joven (un tanto desentendido de sí mismo) en la semipenumbra, convirtiéndose su resplandor en el verdadero protagonista del cuadro. Si el Trelles de cuadros tan conocidos como La barca de los locos, El bosque de las ceibas o Éxodo II se instalaba en la vertiente del barroco de lo múltiple, del horror vacui, el barroco del que hablan Deleuze (por referencia a la mónada de Leibnitz) o Foucault en su lectura de Las Meninas, en esta nueva colección se trata de ese otro barroco, el del claroscuro, el barroco de Rembrandt y Caravaggio. Es un barroco que sucede en un teatro de luz y sombra. La desmesura de lo múltiple, tan emparentada también con el legado que el barroco de lo múltiple y lo dispar dejan en el surrealismo, produjo extraordinarias visitas de Trelles a la obra de Oscar Domínguez, Remedios Varo, o Max Ernst. De ellos aprende valiosas técnicas, como la decalcomanía. En esta ocasión, sorprenden la inusitada perspectiva central, el encuadre frontal, sencillo y espartano, de la composición de estos cuadros. La oblicuidad barroca le pertenece ahora al viaje como tal de la luz por esa escueta frontalidad, que entra en diagonal, atravesando estas figuras que nos miran de frente mientras la luz las mira a ellas. Es un Trelles de un barroco más despoblado, incluso místico y elemental.
En Camisa blanca una camisa flota, hierática, superpuesta a una imagen de una catástrofe nuclear. La visibilidad del cuerpo que llevaría la camisa ha desaparecido. Solo queda la camisa. Pero no está vacía, un cuerpo invisible la viste, con su peso, su gravedad, con el contorno de una carne que la moldea y la sostiene. Esta camisa blanca, irradiante frente al fondo grisáceo del que emerge, es como un desnudo hecho de tela, donde el semblante y la expresión han desaparecido para que el juego entre la luz y la textura se interpongan. Una fotografía de archivo digital de una explosión atómica se ha proyectado sobre el lienzo y el pintor, dibujando sus contornos, produce a su vez una imagen pintada de la imagen fotografiada. El recurso, de la era digital, procede sin embargo de la antigua técnica de la camara obscura, una caja perforada que los pintores del Renacimiento y el Barroco utilizaban para dibujar con precisión los contornos de sus interiores. La proyección de la fotografía es sustituida, o transmutada, por la pintura. Es como si la fidelidad tecnológica de la fotografía proyectada sobre el lienzo le cediera el lugar a otra dimensión de la fidelidad, sólo habitable por el trato de la mano con el aceite y el acrílico. En una inquietante sincronía de lo dispar, el hongo de humo de la explosión atómica pareciera coincidir con la cabeza ausente del cuerpo de la camisa, sugiriendo, pero no del todo apuntando, alguna lectura posible de esos dos planos, o mundos, que se intersecan. En la dimensión de lo que Aristóteles llamaría la causa formal, se intersecan a su vez el humo atómico que invade el cielo, la luz que viene del noreste para iluminar la camisa, la mancha negra y blanca que produce las irisaciones grises de las tonalidades y la materia fotográfica digital, pixelada sobre el lienzo y recubierta por la pigmentación.
En Camisa negra el procedimiento es inverso: el blanco tiñe de luz el negro de la camisa, y la imagen interpuesta en esta ocasión es una foto de archivo digital de la Masacre de Ponce, el Domingo de Ramos de 1937. En la foto, los Cadetes de la República, con sus distintivas camisas negras, se enfrentan a la embestida de la policía municipal. El cuadro pareciera preguntarse: ¿en qué consiste la materialidad de lo que llamamos memoria histórica? ¿Cuál, se preguntaría Aristóteles, es su causa formal? ¿Qué queda del suceso en sí en una foto infinitamente identificable en la computadora y ahora transferida a un cuadro? ¿Qué relación, si alguna, pudiera haber entre la imagen desgastada (por el tiempo y por la repetición de la reproducción) de una vieja foto y la luz blanquecina que se aparece, desde el fondo, en la camisa negra que flota en el primer plano? ¿Qué queda, en una camisa negra, de un camisa negra?
En La autopista del sur (la alusión al relato de Cortázar es una pista posible) la camisa se ha convertido en un trapo arrojado por el viento, despegado del suelo, hacia la altura, como si fuese el fantasma de alguno de los conductores varados en el tapón descomunal. La multitud de autos, con algunos conductores salidos de sus vehículos, avanza hacia (o emerge de) el fondo negro, de la mancha originaria del lienzo, como un caos primordial. La camisa hecha un trapo atrapado por el paso de la luz, posiblemente lanzada desde alguna altura imprecisa, recuerda aquella indeleble escena de la bolsa plástica flotante en American Beauty, cuando el joven Ricky, autor del vídeo donde flota la bolsa por el aire, declara, al borde de las lágrimas: “Sometimes there is so much beauty in the world that I can’t take it”.
En Tránsito, una señal sobre una varilla ligeramente inclinada indica con una flecha la dirección correcta del tránsito vehicular. Del otro lado, (no lo vemos, pero lo sabemos, por la forma del letrero) se oculta la señal de PARE. Acaso la ley que rige la movilidad del más acá se reduzca a esa rudimentaria oposición binaria: tránsito/PARE. En lo alto, la camisa, aparentemente impulsada por otra ley del movimiento, por otra mágica lógica de la dirección, se impulsa hacia lo alto.
Gradualmente, la paleta fría, austera, hierática, de las camisas huecas y las catástrofes urbanas (explosiones, tapones, masacres) le va cediendo el paso a la aparición del color y del calor. Sacerdotisa, Lucía, Alicia, Cecilia, son cuadros donde predomina el signo de lo femenino y de la infancia como promesas. Las niñas son en estos cuadros las emisarias del color. El color (azules, amarillos, naranjas y verdes) transforman el fondo, inaugurando ocres que se abren paso desde la mancha negra del fondo, descubriendo en el proceso las texturas de la madera, la fruta, la flor y el encaje.
Suceso inesperado inaugura otro nivel del viaje de la luz. No se trata ya específicamente de un haz de luz que viene del noreste, colándose a través de una ventana, sino de una irradiación íntegra, cenital, que parece iluminarlo todo desde lo alto, cristalizándose en la perfección de un bote de pesca plácidamente posado sobre la quietud del agua. Un cuadro de otra época (1999) con el mismo título también registraba el suceso de la ascensión de un hombre desde el mar. En aquella ocasión un puñado de figuras sacerdotales certificaban, circunspectos, la santidad de la ocasión. Allí la línea del horizonte estaba nítidamente delineada. Ahora la línea del horizonte es una borradura incierta, difuminada entre el azul del cielo y el azul del mar. La precisión se concentra en el dibujo del bote, basado también en una fotografía. La perfección del humilde bote de pesca es espectral, y contrasta con los mancharones del chorreado de azules entre el cielo y el mar. Las plantas de los pies del hombre que se alza, a punto de desaparecer del marco, reflejan una luminosidad que parece provenir del fondo mismo del agua. La luz está ya en todas partes.