Treinta y nueve propuestas
Vamos a andar, en verso y vida tintos
levantando el recinto del pan y la verdad
-Silvio Rodríguez
El 3 de noviembre de 1970 Salvador Allende, médico, senador y fundador del Partido Socialista Chileno, fue juramentado presidente de su país. Su programa de gobierno se resumía en cuarenta sencillas propuestas que nos hace bien volver a mirar, aunque sea de reojo, para medir nuestras aspiraciones a las de aquel primer gobierno socialista electo en Latinoamérica por sufragio popular. Cuando leí por primera vez aquella lista tan variada de exigencias, que fueron también promesas de campaña, recuerdo que lo que más me sorprendió era lo sensato del conjunto. Me resultaba un misterio cómo tanto sentido (en otros sitios) común provoca tanto odio y tanta resistencia. Mi sorpresa estaba sazonada por el conocimiento de que habría bastado la más célebre de las acciones del gobierno de Allende –la nacionalización de las minas de cobre– para que su gobierno corriera peor suerte que la del antiimperialista guatemalteco Jacobo Arbenz (1951-1954) obligado a renunciar tras la toma de una serie de medidas en contra de los intereses casi omnímodos de la United Fruit Co. Ahora que vuelvo sobre la misma lista confeccionada por los compañeros de la Unidad Popular, entristecida por lo mucho que nos cuesta lo poco que pedimos a nuestra clase política, lo que ahora no Jumping Castle deja de sorprenderme es que el proyecto político de entonces nos siga resultando a los puertorriqueños revolucionario. Lo es. Y parece que con el tiempo lo será aun más, si tomamos en cuenta la falta de proporción entre los problemas que hemos ido acumulando y las soluciones que se proponen desde alguno de los dos Estados que nos administran. Lejos de cambios profundos, como esos a los que aspiran las revoluciones, parecería que la política pública en nuestro país suscribe el dicho de que a «grandes males, grandes remiendos«.
Por eso vuelvo a Allende y a su sencillísima revolución por las urnas. Fíjese el amable lector: si lográsemos solo las primeras seis propuestas del gobierno de la Unidad Popular dirigidas todas a sanear la administración pública –helas aquí en sus propias palabras: supresión de los sueldos fabulosos; ¿más asesores? ¡no!; honestidad administrativa; no más viajes fastuosos al extranjero; no más autos fiscales en diversiones y la promesa que el fisco no fabricará nuevos ricos– trascenderíamos, por mucho, la cantinflada diaria con la que los legisladores han intentado convencernos de que vamos camino a una reforma legislativa. Y esas son solo seis de cuarenta medidas. Da un vértigo jubiloso el solo hecho de poder imaginar en Puerto Rico la coalescencia de la voluntad popular que haga cumplir un facsímil históricamente razonable de las otras treinta y cuatro. Si llevamos dos meses para que los legisladores renuncien a dietas y estipendios, ¿cuánta voluntad podríamos encontrar en los partidos mayoritarios para cuadrar el presupuesto nacional sin el IVU (que los chilenos llaman el impuesto de la compraventa) o para frenar la especulación, como proponía Allende? No creo que nadie albergue mayores esperanzas en la implementación de otras medidas positivas como el establecimiento de consultorios judiciales en las poblaciones, el trabajo para todos, la asistencia médica o la medicina gratuita. Nada de esto es cónsono con el manifiesto compromiso avant la lettre de condicionar cada solución propuesta a la creación de nuevas oportunidades de rentabilidad para algún capital y a la lógica de la inmediatez.
Si hemos avanzado en otras metas que pueden haber sido comunes al viejo programa de la Unión Popular, como lograr una mejor alimentación para el niño, las iniciativas del Estado no han logrado compensar la involución que hemos sufrido socialmente, precisamente por haber delegado la alimentación de nuestros niños a un payaso llamado Ronald. En el gobierno nadie parece haberse planteado siquiera los efectos que ha tenido sobre el ambiente y la salud pública la penetración del complejo agro-industrial global y las cadenas de comida rápida. Ni a nadie parece ocurrírsele que el gran amor que podemos sentir las madres no es suficiente para descargar eficazmente ninguna tarea tarea socialmente necesaria, por ejemplo, la de alimentar a las generaciones jóvenes. Tanto para lo necesario como para lo importante hace falta planificación y apoyo; no jingles y buenas intenciones.
Hace cuarenta y dos años Allende ganó unas elecciones para garantizarle a cada niño chileno medio litro de leche a diario. Hace unas semanas el periódico de mayor circulación en el país narraba los malabares que deberá hacer la administración de los comedores escolares para satisfacer las nuevas directivas del Departamento de Agricultura de los EEUU con el fin de mejorar la nutrición infantil. Para el año académico en curso (2012-2013) cada niño que asista a un comedor escolar deberá recibir una porción de fruta en el desayuno y una de vegetales en el almuerzo. Estos últimos deberán incluir al menos una vez por semana: legumbres (granos y guisantes), vegetales de color verde intenso (por ej., espinaca o brécol) y vegetales rojos o anaranjados (por ej., zanahorias, pimientos o calabaza), entre otros. Los cereales deberán ser integrales en la mitad de las porciones que se sirvan y todas las comidas se acompañarán solo con agua o leche sin grasa o muy baja en grasa. Ni las frutas ni los vegetales tendrán que ser frescos, pero tampoco serán opcionales en la selección que haga cada niño de lo que desea comer. Para el próximo año académico se estandarizan las porciones por edad y se fija a diez años el plazo para reducir el sodio en los menús escolares.
Cuando leí la noticia me alegré por la novedad de que sin haber tenido que elegir un gobierno socialista nuestros escolares verían una fruta y un vegetal cada día en su plato. Parece trivial, pero no lo es. El comer bien –alimentos frescos, variados, nutritivos, cuya composición no haya sido alterada y su procedencia se conozca– se ha vuelto un ideal cada vez más inaccesible. Sufrimos las consecuencias de decisiones que hace mucho tiempo conviene revisar con un ánimo que no puede ser menos que revolucionario. Soy de la generación que creció a la par de los establecimientos de comida rápida y por más que lo intenté durante el fin de semana que escribí esta columna no logré recordar otro vegetal verde oscuro que no fuera el pimiento del pepper steak que mi madre servía ocasionalmente. (El examen de conciencia fue tan arduo que cuando me convencí que no difamaba a mi madre se había vencido ya el plazo para enviar el texto a nuestra editora. Por eso esta columna ha salido con un mes de retraso.) Lo del pepper steak me llevó a recordar que la carne que se usaba en mi casa para este plato venía rebanada en una bolsita. Y nos la comíamos sin pensar que fuera de caballo, como la de las lasañas y hamburguesas que han ‘descubierto’ recientemente en algunas cadenas europeas. Eran los tiempos de Tang y no pensábamos mal de nada que nos vendieran en los supermercados tan relucientes. Pero Bouncy Castle volviendo a los vegetales, en la categoría de lo anaranjado lo único que aparece en los vericuetos de mi memoria son los pedacitos de calabaza que flotaban en las habichuelas que siempre han distinguido la cocina de mi madre. (Algo bueno tenía que decir en su favor.) Las ensaladas fueron tan poco frecuentes como el pimiento mencionado y la espinaca solo la veíamos por televisión en la lata que abría Popeye.
Además de las bolas de baloncesto, fútbol y voleibol que repartieron el Día de Reyes, al otro gobierno se le había ocurrido una medida sensata para contrarrestar los estragos que han causado el exceso de nuggets y juegos de vídeo en los niños que les ha tocado vivir sin poder correr bicicleta tras el colapso de la seguridad ciudadana en nuestro país. Fue una alegría genuina que duró poco y con la que no logré contagiar a nadie con quien compartí la noticia. Sospecho que mis interlocutores cercanos son menos ingenuos. Tienen más de ese je ne sais quoi que se llama ‘calle’. Debieron imaginar, mucho antes que yo, a un niño muy fresco frente a unos vegetales muy mustios, tan irreconocibles como los ingredientes de las lasagnas comerciales europeas.
No quiero desalentar a nuestros buenos funcionarios que calculan cuántos mazos de lechugas del país se necesitan para alimentar la comunidad escolar de una Segunda Unidad. Sé de redes de agricultores locales listos ante la súbita oportunidad de suplir la nueva demanda alimenticia. Lo que me embarga es la sensación de que con el proyecto de una mejor alimentación para los niños vamos, como en casi todo, con las consecuencias de cuarenta y dos años de retraso. Para mejorar la alimentación de nuestros niños nos enfrentamos, sin mencionarlo siquiera, a problemas políticos, de mercado y de escala que no van a resolverse con la oferta obligada de fruta congelada y algún que otro (des)colorido vegetal.
Lo peor es que estoy segura que atender las otras treinta y nueve propuestas del programa de Allende es tarea aún más ardua.