Trémulos trazos: Poesía y dibujo en Necrópolis de Eduardo Lalo
Median veintidós años entre la aparición de los treinta y nueve poemas incluidos en Libro de textos bajo la sección intitulada “Donde únicamente se puede soñar con ciudades lejanas” (1992) y la publicación de Necrópolis en la serie Biblioteca de Poesía de Ediciones Corregidor (2014) por Eduardo Lalo. Durante este largo intervalo Lalo optó por explorar, combinar e innovar géneros en el campo de la prosa y la imagen: la colección fotográfica como libro de arte y ensayo de auscultación visual y cultural (Los pies de San Juan, donde, El deseo del lápiz); la novela como ficción autobiográfica (La inutilidad, Simone); la crónica personal como reflexión teórica sobre el impacto de la globalización en las cotidianidades locales (Los países invisibles). Esta trayectoria ha hecho que los críticos le consideren sobre todo un narrador, ensayista y artista visual.
Hay que interpretar entonces la decisión de publicar un libro de poemas justo tras ser galardonado con el premio internacional de novela Rómulo Gallegos como parte de una reflexión sobre los fundamentos de su trabajo como escritor y artista gráfico; es decir, como una declaración de principios. Necrópolis es algo como un manifiesto sobre cuán central ha sido en toda su obra la decantación sintética del decir poético para poder plasmar e inscribir un pensar crítico que esté fuera de los encuadres de los discursos hegemónicos coloniales y neoliberales. Lo más próximo a un ars poética laliano aparece en la página 36:
Un hombre descree con sus manos abiertas
entregado a una pasión que abre un surco apenas perceptible
Un garabato tras otro en cuadernos trabajados para el olvido
Un hombre que trata a los imperios como a sí mismo:
sin fe
y ante los pisotones de la historia
esgrime centímetros de tinta
Poesía:
página sola
en una sola página
Surco menudo y sufriente en la página; el garabato como praxis intrascendente y compulsiva; tinta sola y metódica… Hay que notar pues que, aparte de ser un poemario, Necrópolis es un libro de arte donde Lalo incorpora con exquisita deliberación una secuencia de imágenes escogidas para ilustrar su visión sobre lo que para él significan tanto la poesía como el dibujo como trémulo registro de trazos o instancias de una bioescritura. Es significativo que en Necrópolis Lalo decida no recurrir a su obra fotográfica. Tal como hizo en sus dos primeros libros, Lalo presenta en vez una selección de su extenso trabajo como artista gráfico donde también “esgrime centímetros de tinta.” En En el Burger King de la Calle San Francisco (1986) y Libro de textos (1992) predominaron figuraciones neo-expresionistas, retratos en tinta de individuos y bodegones desolados hechos con plumilla o pincel o tallados en plancha xilográfica. En Necrópolis, Lalo incluye dibujos mucho más abstractos y experimentales hechos mayormente en “tinta, lápiz, pastel de óleo, carbón y polvo de grafito” (136). Varios son retratos insólitos, garabatos biomorfos en el que el único elemento figurativo reconocible es un ojo (o una serie de ojos) mientras que el resto del rostro o cuerpo lo constituye un remolino de tinta deshumanizado. La apariencia de estos entes palpitantes y mutilados, dotados aún con el órgano de un mirar monstruoso, oscila entre la deformidad de la ameba y la borrosidad del espectro. Son seres que quizás alguna vez contuvieron un alma pero ahora carecen de faz, nombre o identidad. Ilustran pues ese zoē o mero existir biológico liminar sin personalidad legal (que Giorgo Agamben, siguiendo a Aristóteles, contrapone al bios del mejor vivir o vivir social de la polis[1]), ese desposeído y animalesco vivir sin más que, según Agamben, reproducen agrede en sus márgenes los estados de excepción para incrementar y perpetuar su monopolio sobre la soberanía (la capacidad de decidir quién y cómo se vive o muere en la polis).
Otros dibujos son los que Lalo llama “alfabetografías.” Juntos constituyen la sección media del libro, como si fueran el equivalente de otros poemas. En una nota al final (136) Lalo les llama, en efecto, “poemas” y facilita una transcripción tipográfica de los versos que su mano inscribe en ellos, a veces con repetitividad ritual como si fueran mantras mudos: “Escribo la extenuación del mundo.” “Me exilio.” “Y he sido. ” “En fin … infinal.” Casi a manera de grafiti, estas veintiún “alfabetografías” combinan signos, palabras y frases borroneados con prisa e intensidad junto con algunos de sus dibujos biomorfos. Son pues caligrafías excrecentes, legibles por lo más pero muy próximas al garabato (algunas son indescifrables), que van de lo enfático a lo compulsivo y cuya monocronía remite más a los crípticos lienzos de Cy Twombly que al colorido arte urbano del grafitero Jean-Michel Basquiat. La cuidadosa ubicación medular de estos “letradibujos” en el libro subraya la propuesta de Lalo de concebir el poema como un tipo de bioescritura. Evocando lateralmente las técnicas del “action painting” de Franz Kline o el “drip ” de Jackson Pollock, esta poesía rigurosamente borroneada manifiesta la materialidad, la gestualidad y las impurezas del cuerpo padeciente del poeta-disciplinante. En un poema un enjambre de minúsculas romanas forma la silueta de un cuerpo herido y yaciente. Palabras en fuga como “extenuación,” “inconsciencia,” y “me exilio” parecen corroídas por los sudores y excrecencias que resultan de la propia condición que nombran. En un poema concreto los versos “país / herida abierta / texto por venir” están rubricados con una ferocidad que bien podría partir el lápiz; siluetas en forma de la isla de Puerto Rico circundan las palabras “herida” y “abierta” como si fueran perforaciones violentas en la piel del papel.
Hacer que el poema sea la manifestación trémula de un vivir nudo que, antes de ser texto legible, implique la fuerza existencial de un dibujo primitivo es casi un axioma en el trabajo de Lalo: “Toda acción, / toda acción, / sobre el papel / es un dibujo / y un dibujo / es / un texto: / una posibilidad de la página” (83). “Un dibujo es la / intensidad de un tiempo. / Así el tiempo no / es muerte” (78). En uno de los filosofemas del poema-meditación “La noche” Lalo explica por qué entiende que la poesía sea el mejor espacio donde se pueda lograr esta transfusión de trazos: “Reformulaciones de la poesía: la desfiguración y simultáneamente expansión de su forma: la deshabituación del verso. El territorio de la palabra que deshace la historia de sus convenciones” (107). Es decir, cuanto más torcida, desfigurada, agredida o enferma la poesía (más “deshabituada”), más crece y persiste. Esta idea del poema como una palpitante y mutante bioescritura (“La mano que marca la página: la potencia del cuerpo-en-el-mundo,” dice otro filosofema de “La noche”) permea hasta las decisiones visuales sobre el diseño y la tipografía en el resto del libro. Los caracteres impresos de los poemas que no están “dibujados” lucen algo descompuestos, temblorosos y sangrantes, como si un virus hubiera infectado su tinta.
Tal cual la naturaleza del trabajo gráfico pasa por una disciplinante “deshabituación” depuradora desde el neo-expresionismo figurativo de los retratos en Libro de textos hasta los deformes entes-garabato de Necrópolis, los poemas del último título son más abstractos e intensos que los de 1992 ya que se plantean como el resultado de un descomunal ejercicio de auto-exorcismo de los legados imperiales, un intento de “desoccidentalización” (26). En Libro de textos ya había ejemplos de ese deseo de despojamiento de los falsos conforts y clisés de la modernidad sanjuanera (“El descubrimiento del fuego,” “San Juan by Night”) pero la ambición purgativa de Necrópolis es mucho mayor por ser más global. Más que las convenciones asociadas a una cultura o historia urbana local o específica (el San Juan de Puerto Rico de sus otros textos), aquí Lalo pretende desligarse de varios sostenes lingüístico-epistémicos de la tradición occidental tal como si el poema fuera un anti-cuerpo de defensa contra un malestar milenario y pudiera desintoxicar los circuitos malsanos que constituyen su conciencia. La polis o ciudad-cementerio que esta vez habita Lalo es nada menos que la de “Occidente” y, como plantea el poema titular, aquí tiene la forma de una enorme y ruinosa biblioteca: “Vivo en una necrópolis / pervivo luego de una catástrofe y recorro / su ciudad iletrada” […] “una biblioteca atravesada por la equivocación” (11). Esta biblioteca-mundo es más patética y herrumbrada que la babélica que imaginó Borges. En vez de ser el feudo infinito y indescifrable de dioses más allá del entendimiento humano, está condenada a la ruina y al fracaso por ser una colosal empresa discursiva que opera sin los debidos interlocutores, “capítulos convertidos / en pedazos de cadáveres que acaso sólo / trajeron pan a la mesa de un impresor” (11). Para Lalo esta biblioteca occidental es una “utopía de la necedad” ya que, en vez de constituir una tradición acumulativa de conocimiento racional y progresista para ilustrar lectores y ciudadanos consecuentes, ha servido en vez como un espejismo inútil que perpetúa el poder de los imperios: “se entiende pues es innecesario el peso / de lo escrito para los que se piensan propietarios absolutos” (11).
El territorio que recorre Lalo en Necrópolis no es entonces el de las calles, esquinas y edificios sanjuaneros que tanto ha visitado con sus pies, su cámara y su reflexión, sino el de la galaxia de sintagmas represivos de “Occidente.” En un brillante poema así titulado Lalo lo define como un voraz y enfermizo reino discursivo capaz de una desoladora expansión planetaria: “Insaciable inclinación a silenciar amplísimos pagos de posibilidad filosóficas Malestar infligido por la extensión de lo escriturable y cartografiable Poética prosa Metástasis de escolaridad Listado de pudorosos etnocidios” (19). En Necrópolis esta supralocalidad ya no es el San Juan periférico de Libro de textos, donde, Simone y sus otros títulos sino la del lenguaje sistematizado por los diccionarios, las gramáticas y otros manuales institucionales que, a partir la oficialización del latín clásico, han sido acuñados para servir una episteme o espacio-tiempo imperial: aquellos idiomas que hacen que el sujeto colonizado se rinda ante Roma. Por eso tanto en las “alfabetografías” como en los poemas “infectos” Lalo parece desconfiar de la letra de molde romana tal como ésta fuera un irrefrenable hierro de marcar.
Una de las secciones más apreciables y originales del libro, “Palabras contadas,” se lee como un serio juego barroco de conceptos. Lalo apostrofa adverbios, interjecciones, verbos y preposiciones ordinarias que son moneda común en la expresión cotidiana occidental y, por lo tanto, los barrotes más infranqueables en la cárcel de las mentalidades: “partir,” “basta,” “lejos,” “de,” “por,” “ser,” “aquél,” “ya,” “aquí.” Por ser palabras tan familiares y a la vez tan engañosas y determinantes, Lalo se dirige a ellas en un tono personal y acusativo como si fueran parientes hipócritas que disimulan su duplicidad. “El viaje y la rotura / pasan tus letras,” le dice a “partir,” “cruel sonido de rama / desgarre de la huella rajadura / de lengua / Ninguna maleta puede combatirte” (43). A “basta”: “No eres la desesperación pero la nombras / inútil borrador de la pizarra de la vida” (44). A “lejos”: “todos los presos del mundo te llevan en los labios […] cruel padre de la misericordia” (46). Con “de” es más aún severo y revelador ya que para Lalo esta preposición omnipresente articula la razón misma de Occidente como civilización propietaria y depredadora : “vano nuevo rico / Con tu empecinamiento en ser de alguien / no has dejado que la tierra ni el agua ni / el cielo pertenezcan a la especie” (47).
Tras veinte años de intensa maduración y experimentación con otras formas y géneros textuales, visuales y editoriales, el modelo a primera vista convencional del poemario que subscribe Lalo con la publicación en 1994 de “Donde únicamente se puede soñar con ciudades lejanas” (incluido en Libro de textos) dista mucho de la ambición anti-occidentalista y la radicalidad formal de un libro como Necrópolis. Necrópolis se presenta como un libro de poesía guardada, revisada, descartada y depurada hasta el tuétano a través de los años, el saldo de un largo proceso de purificación y purgación de excesos, manías, credulidades y afectaciones asociadas con lo literario. En conjunto, sus cinco partes—“Fines de mundo,” “Exilios,” el interludio de “garabatos” titulado “Alfabetografías: Iconografías,” “Primer donde,” “La noche”—representan varias fases de una anábasis que es a la vez una katábasis. Se trata de un viaje de fuga de todo lugar común o veneración solar de Occidente a través del ácido de la bioescritura para dejar atrás nociones mistificadas sobre la nación, la civilización, el país, el patriarcalismo, el estado, la ley y la lengua. Es una Odisea que no vislumbra recuperar otra Itaca que no sea la de la “noche” de la escritura vertida en la página en blanco. La unidad estilística y temática de los poemas que trazan esta nocturna trayectoria recuerda más bien la ambiciosa exploración de poemas largos como el Primero Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz–que navega como por un extraño mar la compleja noche del conocimiento hermético para encallar en un amanecer confuso y mudo–o Canto de la locura de Francisco Matos Paoli–donde el poeta enajenado y lúcido atraviesa, gozoso y disminuido, el “enorme quetzal de la nada.” El poeta halla su mejor albergue en la solitaria noche pos-occidental, “la incapitalista noche del gozo” (107), donde se logran borrar toda las falsedades, pretenciones e hipocresías que inundan lo diurno: “Existo para la noche sin fin / que es la noche que no me contiene / Doy así muerte al pasado / y mi vida dejará cenizas” (117).
La colección de 1994 no tiene esta extrema ambición purgativa. Podría decirse que son poemas que vislumbran una nada histórica pero aun la consideran resolvible. Aún hay fe en la benignidad de la ciudad; sus dolencias aún resultan diagnosticables, tratables, curables. Hay varios poemas que honran la tradición del poeta que logra reinventar y perpetuar su ciudad en la poesía (Cavafis con Alejandría, Pessoa con Lisboa) y a los bardos del Caribe que se reconcilian y comulgan con la soledad última de sus islas (Palés Matos, Walcott). El poeta habita en una ciudad aún llamada San Juan para identificar y nombrar espacios, personajes y situaciones emblemáticas: todavía un aquí es posible (“Calle Encarnación,” “Plaza de la Convalecencia”), todavía se puede asumir un local. Es una ciudad en donde el derrumbe final aun no ha ocurrido y el poeta la mira no como cínico renegado sino como un ciudadano con hambre de memoria y convivencia, con añoranza de alguna ciudad posible. Aun así son, sin duda, los poemas de un escritor “quedado” y marginal que busca, sobre todo, mostrar el “donde” anónimo e invisible pero paradigmático que éste ocupa en San Juan.
Es decir, a pesar de las diferencias anímicas y doctrinales en su articulación, ambos poemarios están muy vinculados por querer interrogar la polis occidental como un no-lugar o espacio deslocalizado, un “donde” átono sin acento, adverbio de lo indeterminado. En Necrópolis esta polis tiene una manifestación mucho más intelectual, abstracta y metahistórica—Roma como fuente maldita de ley, idioma y poder; la biblioteca como producto y deshecho en la historia de las grandes ciudades. Pero aquí ya el poeta no quiere cartografiar la urbe ni auscultar los monumentos o las ruinas que fascinan al arqueólogo. Esta poesía muestra en vez cómo el no-lugar de San Juan es el mismo que el no-lugar de cualquier ciudad occidental. En la sección “Primer donde” hay versos que oblicuamente postulan a San Juan/Puerto Rico como un «primer «no-lugar de vacuidad e inconsecuencia geopolítica: “Desde hace cinco siglos / hemos vivido así / sin que importe la diferencia / entre rostro y caricatura” [93]. “Este es el país que aterra la ilusión / certera de la palabra” [95]. “Oh país sin parricidio! / ¡Oh terrible simulación / de la patria!” [98]. “Y aquí estamos en esta isla sin lazos / esta calle este remordimiento” [104]. Sin embargo, cualquier indicio de localidad (clima, ubicación, titulación, nombradía) queda difuminado o borrado por el blancor de la mística anti-nominativa del texto. Así, en la sección “La noche,” toda ciudad observada es revelada como un desierto de lo real: “Los desiertos han sido innumerables / como las ciudades” (111). “En la ciudad desierto / – esa aparente contradicción / que la cotidianidad convierte en trampa – / no busco espejos” (118). Necrópolis comienza pues, en la sección “Fines de mundo,” con una reflexión sobre América del Sur como espacio geopolítico y cultural en poemas dedicados a sus visitas a Buenos Aires (“la ciudad de las largas líneas rectas” [16]; “todo fin de mundo / fue también tierra del fuego” [22]; “calle revisitadas … que no terminan” [24]) pero concluye indefinida y ambiguamente con poemas sobre la noche, la isla y su ciudad (“país en el que no se crece” […] “el monstruo mismo / en la frontera extrema de América Latina” [121]) en un trópico tan borroso y desubicado como el sur antes contemplado, como si el poeta estuviera condenado a aterrizar o quedar varado en el no-lugar de siempre al recorrer y reconocer la mismidad planetaria. Vemos entonces, en la renuencia a nombrar locales o a cincelar o distinguir rostros y cuerpos verosímiles dentro de los rigurosos garabatos de esta escritura-dibujo, una voluntad de renuncia a los peores legados de la ciudad occidental.
Nota: Este comentario es fragmento y anticipo de un ensayo más extenso, «Ciudades padecidas: la poesía como bioescritura en Eduardo Lalo y Víctor Fowler,» que aparecerá en Asedios a las textualidades de Eduardo Lalo (Corregidor 2016), edición de Áurea María Sotomayor.
Libros citados
Agamben, Giorgio. Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Traducción de Antonio Moreno Cuspinera. Valencia, España: PRE-TEXTOS, 1998.
Lalo, Eduardo. “Donde únicamente se puede soñar con ciudades lejanas.” Libro de textos. San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1992.
________________. En el Burger King de la Calle San Francisco (con ocho dibujos del autor). San Juan: Ediciones Astrolabio, 1986.
________________. Necrópolis. Buenos Aires: Ediciones Corregidor, 2014.
[1] Agamben define zoē como “el simple hecho de vivir, común a todos los seres vivos, “simple vida natural” y bios como “forma o manera de vivir propia de un individuo o un grupo” (Homo Sacer: El poder soberano y la nuda vida 9). “[E]n el mundo clásico, la simple vida natural es excluída del ámbito de la polis en sentido propio” (10). “La pareja categorial fundamental de la política occidental no es la de amigo-enemigo, sino la de nuda vida-existencia política, zoē–bios, exclusion-inclusión.” (18)