Tres Cartas a Antonio Martorell
El accidente feliz, El velorio (no-vela) y Pierdenecuentra
25 de marzo del 2020
Querido Antonio:
Vimos la película y nos encantó. Es exquisita, luminosa y desbordante. Es también, al menos para mí, inaprensible con una sola mirada. Aún así, deja impresiones fuertes, perdurables. ¿Cómo comentar en torno a una película que tiene tantos ángulos, tantas imágenes, tanta información y que cubre tantos años? Lógico, uno se centra en la figura biografiada y ya. Bueno, eso tampoco es fácil. Muchas cosas se pueden decir de la representación de Antonio Martorell. Escojo una. Es cierto: Antonio Martorell es más niño en su vejez que en su juventud: al filme lo atraviesa esa imagen suya de muchacho inquieto que está metiendo las manos y los pies en todo. A mí se me antoja como una especie de duende que con su magia y sus maldades lo va transformando todo y haciendo de cada tragedia un motivo para fundar. Yo quiero ver la película una o dos veces más para poder digerirla, porque, además de tratarse de una película riquísima en contenidos, se trata de un texto no lineal. Aún así, la primera impresión también es importante; algo quiero decir con esa primera impresión todavía fresca.
Dos conceptos que me parecen medulares en la película son los de “el vacío” y “el miedo”. Ambos, tocantes a la película y al Antonio Martorell representado en ella. El primero surge en la discusión en torno a la pregunta que te hace Justino Díaz sobre el bajón que él siente al final de su performance dramático. Es Luis Rafael Sánchez el que lo llama, creo que adecuadamente, “vacío”– y desesperanza. Más adelante en el filme, el concepto del “vacío” se repite en la voz de otro de los amigos comentaristas. En este caso, el vacío al que él se refiere es uno espacial. En cuanto al “miedo”, aparece en un comentario tuyo, bastante avanzada la cinta –o lo que sea. En él, señalas que no es que no sientas miedo, sino que no te dejas paralizar por él. Vacío y miedo: este par me lleva a pensar la película en su relación con el barroco. ¿Qué es el barroco, según la definición ya clásica, sino “horror al vacío”? Así se me figura entonces el filme, como una expresión por excelencia de arte barroco. No hay puntos muertos, todo el espacio de la cinta se llena. Incluso el que observa no encuentra tiempo para la reflexión. No encuentra un punto muerto o vacío –hasta el final. Eso, obviamente, se puede relacionar con la crisis –explícita– de la artista que lo produce; pero ante todo, toca al sujeto biografiado. Si Díaz habla del bajón que experimenta al final de cada performance y Sánchez del vacío y la inconformidad que él siente al concluir una faena literaria, tú respondes que, en tu caso, antes de que acabes una obra ya estás pensando en la próxima, “que va a ser infinitamente más compleja”. Esa actitud ante el arte y ante la vida se acentúa en el filme –no sólo por lo que se dice en él, sino, insisto, por la articulación de las escenas y sus imágenes. Cronológicamente, desde la puesta en la calle, con los motetes y to, de la familia en Santurce –o si me salgo de la película y me voy a Pierdencuentra, desde que la tía María te prohíbe aburrirte –todo parece ser una canibalización del espacio y, sobre todo, del tiempo. Subrayo el sobre todo porque, a pesar de que la película es espectáculo visual –valga la redundancia– la impresión que me deja es de que la ocupación del tiempo es aún más vital que la del espacio. La relación con el instante a ocupar, debo decir. “A mí no me gusta mirar hacia atrás, a mí me gusta mirar hacia adelante, estando anclado en el presente”, algo así dices. Hasta el espacio de la crisis ha de llenarse con más crisis, hasta el hueco que deja la ruina se tiene que llenar. Gabriel Suau sintetiza ese incesante afán de ocupación con la imagen del 8. En cualquier caso, de lo que se trata es de bloquear el aburrimiento, de no dejar que el vacío se manifieste, de ir siempre a ocupar.
Es curioso, en la modernidad, entre los poetas decadentistas y simbolistas, y entre los modernistas latinoamericanos, el hastío –tedio también lo llaman– es un estado fundamental que alienta el arte. Desde el poema de Baudelaire “Al lector”, que sirve de introducción a su afamado poemario Las flores del mal, el hastío se vuelve uno de los estímulos más decisivos del arte moderno y un tópico común en la representación. Lo mismo sucede más adelante, en el siglo XX –entre las dos guerras “mundiales”– con el hueco que abre la ironía en la poesía vanguardista latinoamericana y en la modernista europea, y con el sinsentido o el vacío existencial. En el barroco, por el contrario, se manifiesta ese horror al vacío, ese afán por evitar que el hueco de la nada asome. En Justino Díaz y en Luis Rafael Sánchez, el descenso al vacío es parte del proceso de la creación y del arte. En Martorell, en cambio, el vacío se tapa con la mano. Con la mano, con los pies y con todo el cuerpo, porque, al fin y al cabo, Martorell trabaja con todo su cuerpo. Acaso sea Martorell el más barroco de nuestros artistas; acaso sea él la expresión barroca más pura y constante de nuestro arte. En fin, El accidente feliz es la extensión de un performance vital, el performance vivaz de un muchachito inquieto que desde que puso los pies en la calle no se ha querido detener.
Recibe un fuerte abrazo y nuestra felicitación, y, aunque no la conozcamos, por favor, felicita a la directora Suau de nuestra parte.
Eleuterio
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11 de octubre del 2019
Querido Antonio:
Al hablar sobre El velorio (no-vela), quizás la palabra “técnicas” suene un poco mecánica. Quizás lo más apropiado sea decir que en la voz de los colores, de la línea, del aguarrás, del espejo, de la ausente, del trapo y de otros, se siente el pulso de una conciencia teórica sobre el arte que resulta estimulante. Todas esas voces, individualmente y en su conjunto, obligan al lector-observador-oyente (El velorio [no-vela] viene acompañado de un disco compacto) a reflexionar sobre el proceso de factura de la obra de arte y sobre el taller. La obra ya no se ve como algo en limpio, sino que lleva consigo la historia de los materiales humildes que ayudaron a su realización. Y es que, seguramente, la mirada del público es diferente de la del artista. La mirada del público tiende a ser higiénica. Ve el cuadro abstraído del proceso, del [des]orden del taller, del aguarrás, de los pinceles viejos, de los trapos. Me imagino que eso nunca pasará con el pintor cuando contempla la obra de otro pintor; me lo imagino ahora, después de haberte leído. Esa reflexión sobre el proceso en el taller hace el arte más humano. Y hace que la relación del público con la obra de arte sea más responsable, que sea más de empatía que de consumo. Visto el cuadro de la mano del otro artista –de la de Antonio Martorell– las substancias y los utensilios arrinconados y escamoteados vuelven a cobrar vida e identidad. Ni se rinden a la devaluación ni se conforman con su existencia efímera. Desde su lugar de desecho, nos hablan de sí mismos y de los avatares de la obra. En ese sentido, se asemejan a los desechos de la producción industrial y del mercado. La lógica del mercado –agudizada bajo capitalismo salvaje– es una de sustitución, de lanzar objetos a la basura para remplazarlos con nuevas mercancías. De ahí que la relación del mercado siempre se establezca con el lugar que se va a ocupar, nunca con el de lo residual y la ruina. En cambio, desde su lugar marginal, los objetos desechados se resisten al olvido. Individualmente y en su conjunto, ellos van registrando la historia del devenir industrial en toda su complejidad. Uso la palabra “objetos”, pero aclaro: esos desechos no son sólo objetos, son también cuerpos humanos con identidades y con nombres. Mostrárnoslo es uno de los aciertos de Pedro Pietri en Puerto Rican Obituary –tanto en el poema como en el poemario. Tampoco deberíamos dejar de lado los cuerpos de las especies de la flora y la fauna que el empuje industrial devasta; algo de ellos también persiste más allá del desastre. Objetos y cuerpos: desde su lugar de ruina, los desechos se resisten al olvido que el mercado intenta imponer en su acometida. Así las cosas, la lógica sustitutiva y amnésica del mercado se pretende metafórica o simbólica; mientras desde sus rincones polvorientos y desde sus tumbas, los desechos del mercado y de la industria devienen alegorías. Idelber Avelar, en cuyo trabajo me apoyo para este comentario, lo sintetiza con una frase elocuente: “la alegoría florece en un mundo abandonado por los dioses, mundo que, sin embargo, conserva la memoria de ese abandono y no se ha rendido todavía al olvido. La alegoría es la cripta vuelta residuo de reminiscencia”.
Así veo yo entonces el cuadro de Oller ahora, gracias al estímulo de tu novelería: como uno con más tensiones y conflictos de los que antes se dejaban ver. Con muchos más, puntualizo. El trapo, el aguarrás, la línea, el espejo, la ausente; en fin, todo lo residual se resiste al borrón y al olvido gracias a la apertura que crea para ellos la no-velación que tú le sobrepones al cuadro. Pero la resistencia alegórica va más allá –más acá, sería más acertado decir. Se halla también en muchas de las figuras que pueblan la pintura y que ahora, a través tu obra, adquieren voz y se quejan. Éstas, curiosamente, no parecen conformarse con ser personajes. Es decir, no se contentan con ser representación, sino que, a la vez, insisten en que son personas. Eso las alegoriza. Al querer ser personaje y persona, coinciden con la ausencia de mediación o de sustitución que se acusa en la alegoría.
El cuadro de Oller ya de por sí era portador de fuertes contenidos alegóricos; en diversas lecturas, se nos proponía como alegoría de lo nacional en una época bastante precisa. Y, si seguimos a Walter Benjamin, ahí está también el cadáver como forma de disipación de energía significativa. Ahora, con la no-velación –o en la no-velación– el caudal alegórico se acrecienta y se aquilata. Acaso ese caudal alegórico sea otra forma de decirnos que, a pesar de la fiesta del velorio de angelito, la casa nacional que nos presenta Oller guarda más conflictos, intrigas y tensiones de las que se pueden ver en la superficie del lienzo.
El velorio (no-vela) de Antonio Martorell se inscribe dentro de una serie de obras de la literatura puertorriqueña que a partir de la década del 1970 van definiendo, con bastante insistencia, una nervadura alegórica en las letras nacionales. En esa nervadura se distinguen líneas claras en textos como El entierro de Cortijo, de Edgardo Rodríguez Julia, y Falsas crónicas del sur, de Ana Lydia Vega, por citar dos de los más notables en la Isla; y como Puerto Rican Obituary, de Pietri, y El Bronx Remembered, de Nicholasa Mohr, por citar dos de las letras puertorriqueñas de los Estados Unidos.
No expando más; hasta aquí llego por ahora. Este comentario es un mero asomo al tema de un trabajo amplio que siempre he querido escribir y que ahora tu libro también anima. Ahora que no tengo el tiempo. Pero claro, muchas otras cosas se podrían decir sobre lo que El velorio (no-vela) ilumina. Lo de “manual de técnicas pictóricas”, en el buen sentido de la palabra, tampoco hay que descartarlo. Mucho aprendí también sobre estas cuestiones leyéndote, así que me imagino que otros lectores que tampoco tienen entrenamiento en la pintura también aprenderán algo.
Quiero dejarte un poema de Michio Mado (1909-2014), poeta y scholar japonés dedicado principalmente a la literatura para niños. Lo traduzco de la versión en inglés de Patricia Dai-En Bennage. Tal vez conecte con tu libro y con mis comentarios en esta carta:
El trapo
A mi regreso a casa en un día de lluvia,
Un trapo de limpiar me esperaba en el zaguán.
“Soy un trapo de limpiar”, me dijo con gesto amigable,
Aunque él hubiera preferido no serlo.
Hasta hace poco, había sido una camisa.
Era tan suave como mi piel.
Quizás en América o en algún otro lugar
Había sido flor de algodón,
Sonriendo al sol y al viento.
Un abrazo, y espero no haber sido muy latoso,
Eleuterio
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1 de agosto del 2019
Estimado Antonio:
Quería contarte de lo mucho que disfruté la lectura de Pierdencuentra. Es una obra maravillosa por todo lo que logra suscitar desde su aparente modestia. La modestia, claro está, radica en el hecho de que son pequeños intersticios de la memoria los que nos permiten asomarnos a la intimidad del poeta y de su familia, una intimidad que se nos ofrece a través de retratos y anécdotas cuyo arreglo en el libro configura un álbum familiar. Los retratos son tiernos y conmovedores. Tienen la virtud de conjugar la sencillez con la complejidad. Da la impresión de que en el lenguaje se juega todo –si se accede al poder de la palabra, la memoria lo suplementará con creces. De ahí que la atención al lenguaje sea una de las notas más sobresalientes del libro; no en poca medida, el triunfo de la labor ensayística se debe al trabajo del lenguaje. Pero, claro, eso no implica que se aspire a una lengua pura ni hermética. Es más bien lo opuesto. Como en mucho del mejor neobarroco caribeño, en Pierdencuentra conviven sin problema los registros lingüísticos populares con los normativos o cultos. Como es común en el neobarroco, en esos cuadros que Pierdencuentra nos ofrece, y en los juegos del lenguaje que les dan forma, hay zonas oscuras o elípticas, pero esas zonas elusivas son un complemento de la luz, nunca nos dejan a ciegas. Antes bien, guían a la reflexión.
Ciertamente logras rendirle homenaje a tus tías –y a los otros personajes– sin dejar de mostrar sus lados más humanos. Yo estoy convencido de que en las figuras y las cosas pequeñas se condensa el espíritu de las épocas. Por supuesto, las tías no son conformistas ni se ven a sí mismas como pequeñas; todo lo contrario, sus aspiraciones son elevadas. Los que las hemos soslayado somos nosotros, los escritores y los críticos culturales. Se me ocurre pensar que esas tías son una cifra de nuestra modernidad. O, quizás mejor, que en esas tías se cifra nuestra modernidad. En efecto, Pierdencuentra me ha hecho ver que la historia de la modernización de Puerto Rico es, en gran medida, la historia de esas mujeres que se echaron sobre sus hombros la modernización de la casa y del orden familiar: de tantísimas tías, hermanas mayores –incluso hermanas menores– y madres que estudiaron y se hicieron profesionales, o que se integraron al comercio o a la fábrica, para sacar a la familia y la casa de sus padres de la miseria. Por supuesto, también cumplieron un rol instrumental en el desarrollo de la industria, las profesiones y el trabajo asalariado, pero eso ha sido mucho más fácil de ver, aunque sea menos obvio. Hacia eso otro es que me obliga a dirigir la mirada Pierdencuentra, hacia lo que debió haber sido más obvio.
Fueron, en su mayoría, mujeres que nunca se casaron, o que dilataron la entrada al matrimonio, para proporcionar los chavos y los diseños que harían posible la transformación de un Puerto Rico de casitas rústicas y precariedades a uno de casas espaciosas, hechas en cemento y con facilidades modernas. Fueron ellas las que contribuyeron decisivamente a la abundancia relativa en la cocina y la mesa puertorriqueña y al mejoramiento en la salud, la higiene y el vestir que se comienzan a observar a partir de los 1950s y ’60s y, sobre todo, durante los ’70s y los ’80s. Se trataba de una intervención de primer orden, por supuesto, pues sin la modernización del hogar, no era posible cumplir con los requisitos de urbanidad y sanidad que la modernidad exigía desde la escuela, la universidad y las instituciones cívicas. Fueron ellas las que ayudaron a que los menores pasáramos por la escuela con menos estrecheces y a que luego fuéramos a la universidad. No me cabe la menor duda de que, en una infinidad de hogares puertorriqueños, este fue un proyecto de mujeres, de mujeres con el perfil espiritual de las tías de Pierdencuentra –aunque sus perfiles económicos y los años en que ellas asumen las riendas de la transformación puedan variar.
Las maestras de Economía Doméstica, Salud y Comercio también debieron haber sido instrumentales en este proceso histórico. En efecto, a pesar de la crítica acertada que se le ha hecho a estas disciplinas desde una perspectiva feminista, yo intuyo que mucho del espíritu transformador de las mujeres que modernizaron el orden de la casa debió haber sido alentado por las clases de Economía Doméstica, Salud y Comercio que integraban los currículos de las escuelas intermedia y superior de Puerto Rico durante los años del desarrollismo. Los varones y el aprendizaje de las Artes Industriales y de los programas vocacionales, de otros modos, también contribuirían. Pero no: en la mayoría de las casas los varones eran demasiado dados a casarse o a irse. Las hijas, las tías y las madres jóvenes, en cambio, asumirían esa responsabilidad central desde una posición un tanto fluctuante entre el profesionalismo y la domesticidad. Así que, independientemente de los desaciertos del proyecto de modernización de Puerto Rico, en esas tías, y en sus homólogas en todos los rincones de la Isla y en la diáspora, hay un heroísmo tocante a la modernización de la casa y de la familia puertorriqueña que, hasta donde yo sé, los historiadores y los críticos culturales han pasado por alto. Se trata de un aspecto de la modernización al que se le ven las costuras y las grietas, por supuesto, como sucede con todo lo que toca a la modernización del país y a la modernidad en general; pero se trata también de uno de sus aspectos más visibles y duraderos, especialmente hoy, cuando el desarrollo urbano e industrial comienza a exhibir un cariz de ruina en sus zonas más emblemáticas.
No te digo más, por ahora; ya que me he extendido demasiado. Más que otra cosa, quería felicitarte por una obra tan lograda y hacerte saber que me encantó.
Un abrazo y que siga la lucha,
Eleuterio